Se abrió la puerta trasera del invernadero y entraron dos hombres. Uno era el ansioso y joven agente, el campeón de las carreras a campo traviesa. Su chaqueta estaba manchada de sudor y todavía jadeaba. El otro hombre era un japonés de edad indeterminada. Al ver al muerto en el suelo, se quedó quieto, con la cabeza inclinada, y se sacó el sucio sombrero de paño. El pelo, escaso y gris, estaba de punta sobre el cuero cabelludo, como limaduras de hierro atraídas por imán.
El agente se agachó y levantó el pañuelo gris que cubría la cara del muerto. Luego soltó la respiración contenida.
—Échele un buen vistazo, Carmichael —dijo el sheriff—. Tenía usted la obligación de proteger esta casa y las personas que había en ella.
Carmichael se levantó, con la boca fuertemente cerrada.
—He hecho lo mejor que he podido.
—Pues no me gustaría nada verle hacer lo peor. ¿Se puede saber dónde diantres se había metido?
—Salí en pos de Carl Hallman, le perdí en los naranjales. Seguramente dio la vuelta y volvió aquí. Me tropecé con Sam Yogan detrás de los dormitorios, y me dijo que había oído tiros.
—¿Oyó usted los tiros?
El japonés movió la cabeza arriba y abajo.
—Sí, señor. Dos tiros.
Tenía un acento pomposo, extranjero, y algunas dificultades con las eses.
—¿Dónde estaba cuando los oyó?
—En los dormitorios.
—¿Desde allí puede verse el invernadero?
—Sí, desde la puerta de atrás.
—Debió de salir por la puerta de atrás, Grantland estaba enfrente, y las mujeres entraron por la puerta lateral. ¿Le vio usted, ir o venir?
—¿Al señor Carl?
—De sobra sabe a quién me refiero. ¿Le vio?
—No, señor. No vi a nadie.
—¿Miró?
—Sí, señor. Me asomé a la puerta de los dormitorios.
—Pero no vino a echar un vistazo al invernadero.
—No, señor.
—¿Por qué? —La rabia del sheriff, encendiéndose y oscilando como fuego azotado por el viento, iba ahora dirigida contra Yogan—. Su jefe yacía aquí, con un par de balas en el cuerpo, y usted no movió ni un músculo.
—Me asomé a la puerta.
—Pero no movió ni un músculo para ayudarle, o para aprehender al asesino.
—Probablemente estaba asustado —dijo Carmichael.
Viéndose libre de los ataques, empezaba a relajarse y a dar muestras de camaradería.
Yogan dirigió al agente una mirada de tranquilo desdén. Extendió las manos hacia delante, paralelas y cerca la una de la otra, como si estuviese midiendo los límites de su conocimiento.
—Oigo dos pistolas…, dos tiros. ¿Qué significa? Veo armas de fuego toda la mañana. ¿Cazando codornices, tal vez?
—De acuerdo —dijo el sheriff pesadamente—. Volvamos a esta mañana. Me dijo que el señor Carl era muy amigo suyo, y que por eso usted no le tenía miedo. ¿Es eso correcto, Sam?
—Supongo que sí. Sí, señor.
—¿Muy amigo, Sam? ¿Le dejaría matar a su hermano y huir? ¿Tan amigos son?
Yogan mostró los incisivos en una sonrisa que podía significar cualquier cosa. Sus ojos, negros y lisos, eran opacos.
—Conteste, Sam.
Sin alterar su sonrisa, Yogan dijo:
—Muy amigos.
—¿Y el señor Jerry? ¿Era muy amigo suyo?
—Muy amigo.
—Venga ya, Sam. A usted no le cae bien ninguno de nosotros, ¿verdad?
Yogan sonrió implacablemente, como una calavera amarilla.
Ostervelt alzó la voz:
—Basta de sonrisas, dientes de calavera. No logrará engañar a nadie. No le gusto yo, y no le gusta la familia Hallman. Nunca sabré por qué diablos ha vuelto aquí.
—Me gusta la región —dijo Sam Yogan.
—Claro, claro, le gusta la región. ¿Creyó que podría engatusar al senador para que le devolviese su granja?
El viejo no respondió. Parecía un poco avergonzado, aunque no de sí mismo. Colegí que era uno de los agricultores japoneses cuyas tierras había comprado el senador, instalándoles a ellos en otra parte, durante la guerra. También colegí que ponía nervioso a Ostervelt, como si su presencia fuera una acusación. Una acusación que debía volverse al revés:
—¿Por casualidad no será usted mismo quien ha matado al señor Jerry Hallman?
La sonrisa de Yogan se hizo más amplia y despreciativa.
Ostervelt se acercó al banco de trabajo y cogió el trozo de madera al que estaba atado el revólver de cachas de madreperla.
—Venga aquí, Sam.
Yogan permaneció inmóvil.
—Le digo que venga. No le haré ningún daño. Debería darle una patada en esos dientes blancos y enormes, hacérselos bajar por su sucia garganta amarilla, pero no lo haré. Venga aquí.
—Ya ha oído al sheriff —dijo Carmichael, empujando al hombrecillo.
Yogan dio un paso hacia delante y se detuvo. A fuerza de paciencia, su frágil figura se había convertido en el objeto central de la habitación. No teniendo nada mejor que hacer, di unos pasos y me coloqué a su lado. Olía levemente a pescado y a tierra. Al cabo de unos instantes el sheriff se le aproximó.
—¿Es este el revólver, Sam?
Yogan tragó aire y al hacerlo emitió un silbidito de sorpresa. Cogió el trozo de madera y examinó con atención el revólver, desde varios ángulos.
—No hace falta que se lo coma. —Ostervelt le arrebató el arma—. ¿Es este el revólver que tenía el señor Carl?
—Sí, señor. Me parece que sí.
—¿Le apuntó con él? ¿Le amenazó con él?
—No, señor.
—Entonces, ¿cómo pudo verlo?
—El señor Carl me lo enseñó.
—¿Se acercó a usted y le enseñó el revólver? ¿Así por las buenas?
—Sí, señor.
—¿Dijo algo?
—Sí, señor. Dijo: «Hola Sam, cómo estás, me alegra verte». Muy cortés. Además: «¿Dónde está mi hermano?». Le dije que se había ido a la ciudad.
—Quiero decir si hizo algún comentario sobre el revólver.
—Me preguntó si lo conocía. Le dije que sí.
—¿Lo reconoció?
—Sí, señor. Era el revólver de la señora Hallman.
—¿Cuál de las señoras Hallman?
—La anciana señora Hallman, la esposa del senador.
—¿Este revólver le pertenecía?
—Sí, señor. Solía llevárselo al jardín de atrás, para disparar contra los mirlos. Yo le decía que necesitaba un arma mejor, una escopeta. No, decía ella, no quería darles. Que vivieran.
—De eso hará mucho tiempo.
—Sí, señor. Diez o doce años. Cuando volví al rancho, le arreglé el jardín.
—¿Qué pasó con el revólver?
—No sé.
—¿Le dijo Carl cómo llegó a sus manos?
—No, señor. No se lo pregunté.
—Eres muy reservado, Sam. ¿Sabes qué quiero decir con eso?
—Sí, señor.
—Y todo esto… ¿por qué no me lo contaste esta mañana?
—Usted no me lo preguntó.
El sheriff alzó los ojos hacia el tejado de cristal, como pidiendo consuelo y ayuda en sus profundas tribulaciones. El único resultado aparente fue la llegada de un joven con cara de luna que lucía unas relucientes gafas sin montura y un traje azul también reluciente. No tuve que recurrir a ninguna intuición para adivinar que era el suplente del forense. Llevaba en la mano un maletín negro, de médico, y mostraba el buen humor cauteloso de los hombres que por su profesión han de ocuparse de la muerte.
Tras examinar la situación desde el umbral, el recién llegado alzó la mano para saludar al sheriff y fue en línea recta hacia el cadáver.
Un agente del sheriff entró pisándole los talones y transportando una cámara de trípode a cuestas.
El sheriff fue a reunirse con ellos y se puso a dar órdenes sin parar.
Sam Yogan me hizo una leve reverencia, la frente arrugada, dulces los ojos. Cogió una regadera, la llenó en un fregadero de estaño que había en el rincón y empezó a circular con ella entre los Cymbidiums. Indiferente a los destellos de la cámara, parecía tan remoto como un jardinero que se inclinara ritualmente sobre las flores en algún grabado.