Se alzaron voces al otro lado de la casa, como si allí se hubiese abierto otra puerta. Eran voces femeninas y excitadas, y parecían gallinas tras el ataque de un halcón. Bajé corriendo los escalones y doblé el extremo de la galería. Mildred cruzaba el césped en mi dirección, llevando a la niña de la mano. La señora Hutchinson las seguía muy a la zaga, la cabeza vuelta en ángulo hacia los naranjales, el rostro tan gris como sus cabellos. La puerta de la valla de estacas se hallaba abierta, pero no se veía a nadie más.
La voz de la niña subió, aguda y penetrante.
—¿Por qué el tío Carl ha huido corriendo?
Mildred, volviéndose, se inclinó sobre ella.
—No importa por qué. Le gusta correr.
—¿Está enfadado contigo, tía Mildred?
—No lo está en serio, cariño. Lo hace sólo por jugar.
Mildred levantó la mirada y me vio. Meneó la cabeza secamente: yo no debía decir nada que asustase a la pequeña. Zinnie pasó velozmente por mi lado y tomó a Martha en brazos. Carmichael iba detrás de ella, muy cerca, desenfundando el revólver.
—¿Qué ha pasado, señora Hallman? ¿Le ha visto?
Mildred movió la cabeza afirmativamente, pero esperó para hablar a que Zinnie y la niña se hubieran alejado lo suficiente para no oírla. La frente de Mildred brillaba a causa del sudor, y respiraba rápidamente. Me fijé en que tenía la pelota en la mano.
La mujer de cabellos grises se abrió paso a codazos para entrar en el grupo.
—Le he visto, escabulléndose bajo los árboles. Martha también le ha visto.
Mildred se volvió hacia ella con expresión de enojo.
—No estaba escabulléndose, señora Hutchinson. Recogió la pelota y me la trajo. Vino hasta mi lado —dijo, mostrando la pelota como si fuera una prueba importante de la gentileza de su marido.
La señora Hutchinson dijo:
—Nunca en la vida había pasado tanto miedo. No pude ni abrir la boca para chillar.
El ayudante del sheriff empezaba a impacientarse.
—Un momento, señoras. Quiero un informe claro, y rápido. ¿La ha amenazado, señora Hallman…, la ha agredido de algún modo?
—No.
—¿Ha dicho algo?
—Yo he hablado más que él. Quería persuadirle de que entrase en la casa y se entregara. Al ver que se negaba, le he rodeado con mis brazos, tratando de retenerle. Pero es demasiado fuerte para mí. Se ha soltado y he corrido tras él. No quiere volver.
—¿Le ha enseñado el arma?
—No. —Bajó los ojos hacia el revólver de Carmichael—. Por favor, no utilice su arma si ve a mi marido. No creo que esté armado.
—Puede que no lo esté —dijo Carmichael, sin comprometerse—. ¿Dónde ha ocurrido todo eso?
—Se lo enseñaré.
Mildred giró en redondo y echó a andar hacia la puerta abierta, moviéndose con una especie de valentía obstinada. No fue suficiente para sostenerla en pie. De pronto cayó de rodillas y se desplomó de lado sobre el césped, una figura pequeña vestida de oscuro, con el pelo castaño y alborotado. La pelota se le escapó de la mano. Carmichael se arrodilló a su lado, gritando como si los gritos bastasen para hacerla responder:
—¿Por dónde se ha ido?
La señora Hutchinson señaló los naranjales con el brazo.
—Por allí, en dirección a la ciudad —dijo.
El joven ayudante del sheriff se puso en pie y cruzó corriendo la puerta de la cerca de estacas. Corrí tras él con el propósito de tratar de impedir cualquier acto violento. Debajo de los árboles el suelo era de adobe, blando y húmedo a causa del cultivo. Correr sobre suelo arcilloso nunca se me había dado bien. Perdí de vista a Carmichael. Al cabo de un rato, también dejé de oírle. Aflojé el paso y finalmente me detuve, maldiciendo mis piernas flaqueantes.
Se trataba puramente de una cuestión personal entre yo y mis piernas, porque, de todos modos, con correr no iba a solucionar nada. Al pensar en ello, comprendí que un hombre que conociera bien la región podía esconderse en el rancho durante días, y harían falta cientos de rastreadores para hacerle salir de los naranjales, los cañones y los arroyos.
Me volví por donde había venido, siguiendo mis propias pisadas. Cuando caminaba, y si estiraba las piernas, cinco pasos míos equivalían a tres pasos corriendo. Crucé las pisadas de otras personas, pero me era imposible identificarlas. Seguir huellas no era mi fuerte, excepto sobre el asfalto.
Después de una mañana larga y repleta de gente en tensión, resultaba agradable caminar solo bajo la sombra verde. Sobre mi cabeza, entre las copas de los árboles, serpenteaba un hilillo de cielo azul. Me permití a mí mismo creer que no era necesario darse prisa, que de momento los problemas habían quedado conjurados. Después de todo, Carl no había hecho daño a nadie.
Mientras pensaba en lo sucedido durante la mañana, iba aflojando el paso más y más. Probablemente Brockley hubiese dicho que era una demora inconsciente, que yo no quería volver a la casa. Parecía haber algo de verdad en lo que dijera Mildred, que una casa podía hacer que las personas se odiasen unas a otras. Una casa, o el dinero que representaba, o las hambres familiares, hambres propias de caníbales, que simbolizaba.
Al correr, había llegado más lejos de lo que creía, quizá medio kilómetro o más. Finalmente, la casa apareció por encima de los árboles. El patio estaba vacío. Por doquier reinaba una notable quietud. Una de las puertas vidriera de dos hojas se hallaba abierta. Entré. El comedor presentaba un aspecto curioso, el aspecto de un lugar en el que nadie vivía ni nadie podía vivir, como una de esas habitaciones de tres paredes que montan en los museos detrás de un cordón de seda. La sala de estar, con sus revistas y sus vasos sucios y su mobiliario cubista hollywoodiense, mostraba el mismo aspecto desértico.
Atravesé el vestíbulo y abrí la puerta de un estudio cuyas paredes aparecían cubiertas de libros y archivadores. Las persianas estaban corridas. La habitación olía a lugar cerrado. De una pared colgaba el retrato al óleo de un hombre viejo y calvo, pintado en tonos oscuros. Los ojos del hombre me miraban de forma penetrante a través de la penumbra, desde un rostro magro y rapaz. Supuse que era el senador Hallman. Le cerré la puerta del estudio en las narices.
Crucé la casa de un extremo a otro y al fin encontré dos seres humanos en la cocina. La señora Hutchinson estaba sentada ante la mesa, con Martha en las rodillas. La anciana se sobresaltó al oír mi voz. Su cara se había hecho más afilada durante el cuarto de hora transcurrido desde que la viera. Los ojos se le veían tristes y acusadores.
—¿Y entonces qué pasó? —dijo Martha.
—Pues que la niñita fue a casa de la simpática viejecita y comieron pastelillos. —Los ojos de la señora Hutchinson no se apartaban de mí, desafiándome a hablar—. Pastelillos y helado de chocolate, y la viejecita le leyó un cuento a la niñita.
—¿Cómo se llamaba la niñita?
—Martha, justamente igual que tú.
—Pero si no podía comer helado de chocolate, porque le tenía alergia.
—Comieron helado de vainilla. Nosotras también comeremos helado de vainilla, con mermelada de fresa encima.
—¿Mami vendrá?
—Aún no. Vendrá más tarde.
—¿Papi vendrá? No quiero que papi venga.
—Papi no… —La voz de la señora Hutchinson se quebró—. Y aquí termina el cuento, querida.
—Quiero otro cuento.
—No tenemos tiempo. —Bajó a la pequeña de sus rodillas—. Ahora vete a la sala de estar y juega un rato.
—Quiero ir al invernadero.
Martha corrió hasta una puerta interior y movió el tirador.
—¡No! ¡Quédate aquí! ¡Vuelve!
Asustada por el tono de la mujer, Martha volvió, arrastrando los pies.
—¿Qué pasa? —pregunté, aunque creía saberlo ya—. ¿Dónde está todo el mundo?
La señora Hutchinson indicó con un gesto la puerta que Martha había intentado abrir. Oí murmullos de voces al otro lado, como abejas detrás de una pared. La señora Hutchinson se levantó pesadamente y me indicó por señas que me acercase a ella. Consciente de que la niña no me quitaba ojo de encima, me incliné hasta que mi oído quedó cerca de la boca de la mujer. Dijo:
—Al señor Hallman le han «pe»-«e»-«ge»-«a»-«de»-«o»-«u»-«ene»-«te»-«i»-«ere»-«o». Ha «eme»-«u»-«e»-«ere»-«te»-«o».
—¡No deletrees! ¡No debes deletrear!
Presa de una furia en miniatura, la niña corrió hasta colocarse entre nosotros y golpeó a la anciana en la cadera. La señora Hutchinson la abrazó. La pequeña se quedó quieta, con el rostro hundido en el regazo floreado, abrazando con sus blancos y pequeños brazos las columnas gemelas de las piernas de la mujer.
Las dejé allí y crucé la puerta interior. Un pasadizo sin luz, con anaqueles en las paredes, terminaba en un tramo de escalones. Avancé dando traspiés hasta una segunda puerta y la abrí.
El borde de la puerta golpeó suavemente un par de cuartos traseros. Dio la casualidad de que pertenecían al sheriff Ostervelt. Soltó un gruñido de sorpresa y enojo y se volvió hacia mí, con la mano sobre el revólver.
—¿Adónde va usted?
—Quería entrar.
—No está usted invitado. Eso es una investigación oficial.
Miré hacia el interior del invernadero. En el pasillo central, entre densas hileras de Cymbidiums, Mildred, Zinnie y Grantland se hallaban agrupados alrededor de un cuerpo que yacía boca arriba. Tenía la cara cubierta con un pañuelo de seda gris, pero adiviné de quién era el cuerpo. La mezcla de lana de color indefinido que vestía Jerry, su rotundidad, su desamparo, le daban un aire de osito de felpa difunto.
Zinnie se hallaba de pie junto a él, vestida incongruentemente con una túnica de nilón blanco con volantes fruncidos. Sin maquillaje, su cara aparecía casi tan incolora como la túnica. Mildred estaba cerca de ella, con los ojos vueltos hacia el suelo de tierra. Un poco apartado de ellas, el doctor Grantland se apoyaba en una de las jardineras, dueño de sí mismo y vigilante.
En la cara de Zinnie apareció una mueca rígida:
—Que entre si quiere, Ostie. Probablemente nos hará falta toda la ayuda que podamos encontrar.
Ostervelt hizo lo que ella le indicara. Casi se mostró dócil. Lo cual me recordó el sencillo hecho de que Zinnie acababa de convertirse en heredera del rancho Hallman y del poder que acompañara al mismo. Grantland no parecía necesitar que se lo recordaran. Se inclinó hacia ella para susurrarle algo al oído, y había un aire de propietario en el ángulo de su cabeza.
Ella le hizo callar con una mirada de advertencia dirigida hacia un lado y se apartó de él. Actuando por impulso —al menos pareció un impulso desde donde me encontraba—, Zinnie rodeó con un brazo a Mildred y la apretó contra sí. Mildred hizo ademán de liberarse, luego se apoyó en Zinnie y cerró los ojos. A través del tejado de vidrio pintado de blanco, la luz diurna caía, áspera y sin profundidad, sobre sus caras, hermanadas por la impresión.
A Ostervelt se le escaparon estas cosas, que sucedieron en unos instantes. El sheriff estaba manipulando la tapa de una caja de acero colocada sobre un banco de trabajo detrás de la puerta. Finalmente la abrió y extrajo de ella un trozo de madera en el que había un arma de fuego, de pequeño calibre, atada con bramante.
—De acuerdo, así que quiere ayudar, ¿eh? Pues échele un vistazo a esto.
Era un revólver pequeño, de cañón corto, aproximadamente del calibre veinticinco y probablemente de fabricación europea. La culata estaba revestida de madreperla y adornada con filigranas de plata. Un revólver de mujer, y no era nuevo: la plata estaba sucia. Nunca lo había visto, ni había visto un revólver parecido, y así lo dije.
—La señora Hallman, la señora de Carl Hallman, dijo que usted tuvo algún contratiempo con su marido esta mañana. Que él le robó el coche. ¿No es así?
—Sí, se lo llevó.
—¿En qué circunstancias?
—Le acompañé de vuelta al hospital. Se presentó en mi casa a primera hora de la mañana, pensando que tal vez yo podría ayudarle. Decidí que lo mejor que podía hacer por él era persuadirle de que le convenía regresar al hospital. No me salió bien del todo.
—¿Qué sucedió?
—Me cogió por sorpresa…, me dominó.
—¿Qué te parece? —Ostervelt sonrió con afectación—. ¿Acaso le amenazó con esta pistolita?
—No. No llevaba ninguna pistola. Al menos, yo no la vi. Deduzco que con este revólver han matado a Hallman.
—Deduce usted bien, amigo. También es el revólver que tenía el hermano, según la descripción que Yogan hizo de él. El doctor lo ha encontrado al lado mismo del cuerpo. Dos balas disparadas, dos agujeros en la espalda del hombre. El doctor dice que la muerte ha sido instantánea, ¿no es así, doctor?
—Calculo que en cosa de segundos. —Grantland se mostraba sereno y profesional—. No hay hemorragia externa. Mi conjetura es que una de las balas le ha perforado el corazón. Desde luego, hará falta una autopsia para establecer la causa exacta de la muerte.
—¿Usted ha descubierto el cadáver, doctor?
—Pues sí, el hecho es que sí.
—Los hechos son lo que me interesa. ¿Por qué ha venido al invernadero?
—Por los disparos, desde luego.
—¿Los ha oído?
—Muy claramente. En aquel momento llevaba la ropa de Martha al coche.
Zinnie dijo con acento de cansancio:
—Todos los hemos oído. De buenas a primeras he creído que Jerry… —Se interrumpió.
—¿Jerry qué? —preguntó Ostervelt.
—Nada. Oiga, Ostie, ¿tenemos que hablar de todo esto otra vez? Quisiera sacar a Martha de aquí cuanto antes. Dios sabe cómo la estará afectando todo esto. ¿Y no sería más provechoso que saliera en busca de Carl?
—Tengo a todos los hombres del departamento buscándole. No puedo irme de aquí hasta que llegue el suplente del forense.
—¿Entonces tenemos que esperar?
—Aquí mismo, no, si esto les deprime. Pero pienso que deberían permanecer en la casa.
—Ya le he dicho todo lo que podía decirle —comentó Grantland—. Y tengo pacientes esperándome. Además, la señora Hallman me ha pedido que llevase a su hija a Purissima, junto con su gobernanta.
—De acuerdo. Puede irse, doctor. Y gracias por su ayuda.
Grantland salió por la puerta posterior. Las dos mujeres recorrieron el fúnebre pasillo entre las hileras de flores, bronce y verde y rojo sangre. Caminaban abrazadas y cruzaron la puerta que llevaba hacia la cocina. Antes de que la puerta se cerrase, una de ellas prorrumpió en llanto.
El ruido del dolor es impersonal, y no estaba seguro de cual de las dos lloraba. Pero pensé que debía de ser Mildred. Su pérdida era la peor. Duraba desde hacía ya mucho tiempo y continuaba.