El conductor del Jaguar iba vestido a juego con el vehículo. Llevaba pantalones de franela gris, zapatos de ante también grises, una camisa de seda gris, una corbata gris de brillo metálico. En marcado contraste con todo ello, su rostro presentaba el acabado castaño, pulido, de la madera frotada a mano. Incluso desde lejos pude ver que lo utilizaba del modo en que tal vez lo utilizaría un actor. Era consciente de planos y ángulos, y de la forma en que sus dientes blancos centelleaban al sonreír. Volvió hacia Zinnie toda su sonrisa.
Le dije al ayudante del sheriff:
—Supongo que ése no es Jerry Hallman.
—No. Es un médico de la ciudad.
—¿Grantland?
—Sí, me parece que se llama así. —Me miró de soslayo, con los ojos semicerrados—. ¿Qué clase de trabajo detectivesco hace usted? ¿Divorcios?
—Me he ocupado de algunos.
—¿Qué miembro de la familia le contrató, si puede saberse?
No estaba dispuesto a seguirle el juego, de modo que le dediqué una mirada de inteligencia y me alejé de él. El doctor Grantland y Zinnie estaban subiendo los escalones de la entrada. Al pasar junto a él para cruzar la puerta, Zinnie alzó los ojos hacia su rostro. Inclinó el cuerpo de modo que sus senos le rozasen el brazo. Él le pasó el mismo brazo por los hombros, la apartó de sí y la empujó suavemente hacia el interior de la casa.
Sin poner demasiado empeño en armar mucho ruido, subí a la galería y me aproximé a la puerta de tela metálica. Una voz masculina cuidadosamente modulada decía:
—Te estás comportando como una loca. No tienes que ser tan conspicua.
—Pues quiero serlo. Quiero que lo sepa todo el mundo.
—¿Incluyendo a Jerry?
—Especialmente él. —Zinnie agregó, ilógicamente—: De todos modos, no está en casa.
—No tardará. Le adelanté al salir de la ciudad. Deberías haber visto la mirada que me lanzó.
—Odia a quienquiera que le adelante.
—No, era algo más que eso. ¿Estás segura de que no le has hablado de lo nuestro?
—No le diría ni la hora del día.
—Entonces, ¿por qué dices que quieres que lo sepa todo el mundo?
—Lo he dicho porque sí, sin más. Salvo que te quiero.
—Silencio. No lo digas siquiera. Podrías echarlo todo a rodar, precisamente cuando lo tengo prácticamente hecho.
—Dímelo.
—Te lo diré después. O quizá no te diré ni pío. Está saliendo bien, y eso es lo único que necesitas saber. De todas formas, dará resultado, si eres capaz de comportarte como un ser humano sensato.
—Dime lo que he de hacer y lo haré.
—Pues recuerda quién eres y quién soy yo. Estoy pensando en Martha. Tú también deberías pensar en ella.
—Sí. A veces me olvido de ella, cuando estoy contigo. Gracias por recordármelo, Charlie.
—Nada de Charlie. Doctor. Llámame doctor.
—Sí, doctor. —Logró que la palabra pareciera erótica—. Bésame una vez, doctor. Ha pasado mucho tiempo.
Él, una vez se hubo salido con la suya, se ablandó.
—Si insiste usted, señora Hallman.
Zinnie gimió. Eché a andar hacia el extremo de la galería, sintiéndome un poco defraudado porque la vivacidad de Zinnie no había sido para mí. Encendí un cigarrillo de consolación.
Al lado de la casa burbujeaban risas infantiles. Inclinándome sobre la barandilla, me asomé a la esquina. Mildred y su sobrina estaban jugando, tirándose una pelota de tenis y atrapándola al vuelo. Al menos eso era lo que hacía Mildred cuando Martha arrojaba la pelota a algún sitio cerca de ella. Mildred le lanzaba la pelota haciéndola rodar y la niña salía corriendo tras ella como un pequeño jugador de béisbol vestido de azul, como las hadas. Por primera vez desde que la conociera, Mildred parecía relajada.
Una mujer de cabellos grises y vestido con flores estampadas contemplaba la escena desde una tumbona instalada en la sombra. La mujer llamó.
—¡Martha! No debes fatigarte demasiado. Y no te ensucies el vestido.
Mildred se volvió hacia la mujer de más edad:
—Déjela que se ensucie si quiere.
Pero el hechizo del juego se había roto. Mostrando una sonrisita perversa, la niña recogió la pelota y la arrojó al otro lado de la valla de estacas que rodeaba el césped. La pelota rebotó y se perdió de vista entre los naranjos.
La mujer de la tumbona volvió a levantar la voz:
—Ya ves lo que has hecho, niña traviesa… Has perdido la pelota.
—Niña traviesa —repitió la pequeña con voz estridente, y empezó a cantar—: Martha es una niña traviesa, Martha es una niña traviesa…
—No lo eres; eres una niña buena —dijo Mildred—. La pelota no se ha perdido. Ya la encontraré.
Echó a andar hacia la puerta de la valla. Abrí la boca para decirle que no se internase entre los árboles. Pero detrás de mí, en la calzada, estaba ocurriendo algo. Ruedas de automóvil crujieron sobre el suelo, deslizándose hasta detenerse. Al volverme, vi que era un Cadillac nuevo, de color lavanda con adornos dorados.
El hombre que se apeó del asiento del conductor vestía ropa de mezcla de lana, de color indefinido. El pelo y los ojos eran del mismo color que los de Carl, pero el hombre era mayor, más gordo, más bajo. En lugar de la palidez del hospital, tenía el rostro enrojecido por la ira.
Zinnie salió a la galería para recibirle. Por desgracia, se le había corrido el carmín y tenía los ojos febriles.
—¡Jerry, gracias a Dios que has llegado! —La nota dramática sonó falsa, de modo que Zinnie bajó la voz—: Me he puesto mala de tanto preocuparme. ¿Se puede saber dónde has estado todo el día?
El hombre subió los escalones pisando fuerte y se detuvo ante ella, que parecía más alta porque llevaba zapatos de tacón.
—No he estado fuera todo el día. He ido a la ciudad para ver a Brockley en el hospital. Alguien tenía que echarle el rapapolvo que se merecía. Le he dicho lo que pienso de la negligencia con que llevan ese lugar.
—¿Crees que ha sido prudente, querido?
—Al menos ha sido una satisfacción. ¡Esos condenados médicos! Reciben el dinero del público y… —Señaló el coche de Grantland con el pulgar—. Hablando de médicos, ¿qué hace aquí el doctor? ¿Se ha puesto alguien enfermo?
—Creía que estabas enterado de lo de Carl. ¿No te ha parado Ostie en la carretera?
—He visto su coche, pero él no estaba. ¿Qué le ocurre a Carl?
—Está en el rancho, con un arma de fuego. —Zinnie, al ver que el asombro se pintaba en el rostro de su marido, repitió—: Creía que estabas enterado. Me figuraba que por eso no venías a casa, porque le tienes miedo a Carl.
—No le tengo miedo —dijo él, alzando la voz.
—Pues se lo tenías el día que se marchó de aquí. Y deberías tenérselo, después de las cosas que te dijo. —Con acierto inconsciente, quizá no del tono inconsciente, añadió—: Creo que quiere matarte, Jerry.
Jerry se apretó el estómago con las dos manos, como si ella acabara de asestarle un puñetazo. Luego las dobló formando puños.
—Eso quisierais vosotros, ¿verdad? Tú y Charlie Grantland.
La puerta de tela metálica vibró. Grantland salió de la casa al oír su nombre. Con falsa jovialidad dijo:
—Me ha parecido que alguien pronunciaba mi nombre en vano. ¿Cómo está usted, señor Hallman?
Jerry Hallman, sin hacerle caso, dijo a su esposa:
—Te he hecho una pregunta sencilla. ¿Qué hace él aquí?
—Pues te daré una respuesta sencilla. No había por aquí ningún hombre en el que pudiera confiar, que pudiera llevar a Martha a la ciudad. Así que llamé al doctor Grantland para que la llevara en su coche. Martha está acostumbrada a él.
Grantland se había acercado hasta colocarse junto a ella. Zinnie se volvió y le dirigió una sonrisita, a la que su boca con el carmín corrido dio doble sentido. De los tres, ella y Grantland formaban la unidad aparejada. Su marido era el que estaba solo. Como si no pudiese aguantar la soledad, dio media vuelta, bajó rígidamente los escalones de la galería y desapareció por la puerta principal del invernadero.
Grantland se sacó un pañuelo gris del bolsillo del pecho y limpió la boca de Zinnie. El centro del cuerpo de ella osciló hacia él.
—No —dijo él en tono apremiante—. Ya está al cabo de la calle. Debes de habérselo dicho.
—Le pedí el divorcio…, ya lo sabes…, y no es tonto del todo. De todas formas, ¿qué más da? —Tenía la falsa seguridad, o el abandono de una mujer que ha contraído un compromiso sexual y ha colgado toda su vida de él como de un trapecio—. Puede que Carl le mate.
—¡Cállate, Zin! ¡Ni lo pienses siquiera!
La voz se le quebró. Mientras él hablaba, la mirada de Zinnie se había desplazado hacia mí y le había telegrafiado mi presencia. El médico giró sobre la punta de los pies como un bailarín. La sangre se le esfumó debajo del bronceado. Cualquiera le hubiese tomado por un viejo de ojillos redondos con ictericia. Luego recobró la serenidad y sonrió, una sonrisa con las comisuras extendidas hacia abajo, pero una sonrisa confiada. Resultaba perturbador ver cómo la cara de un hombre cambiaba con tanta rapidez, tan radicalmente.
Arrojé a lo lejos la colilla de mi cigarrillo, que parecía haber durado mucho tiempo, y le devolví la sonrisa. Sentida desde dentro, como una máscara carnavalesca de caucho, mi sonrisa era una mueca rígida. Jerry Hallman alivió mi sensación de embarazo, si era eso lo que yo sentía. Salió precipitadamente del invernadero con unas podaderas en la mano y una expresión apagada, turbia, en el rostro.
Zinnie le vio y retrocedió hacia la pared.
—¡Charlie! ¡Cuidado!
Grantland se volvió de cara a Jerry mientras éste subía los escalones. En sus ojos había una expresión muy solitaria. Las podaderas apuntaban al frente, asidas con las dos manos, reluciendo bajo el sol, como una daga de doble hoja.
—¡Eso, Charlie! —exclamó—. ¡Cuidado! Te crees que puedes largarte con mi esposa, y encima con mi hija. No vas a quitarme nada mío.
—No tenía intención de quitarle nada —tartamudeó Grantland—. La señora Hallman me telefoneó…
—¡No me vengas a mí con «la señora Hallman»! No la llamas así en la ciudad, ¿verdad? —Deteniéndose en lo alto de los escalones, con las piernas muy separadas, Jerry Hallman se puso a abrir y cerrar las podaderas—. Largo de aquí, embaucador asqueroso. Si quieres seguir siendo hombre, márchate de mi propiedad y no te acerques más a ella. Eso incluye a mi mujer.
Grantland se había puesto su careta de viejo. Se apartó de los filos amenazadores de las podaderas y miró a Zinnie en busca de apoyo. Ella permaneció inmóvil en la sombra, con la cara verdosa, como un bajorrelieve en la pared. Movió la boca y por fin logró decir:
—Basta ya, Jerry. Lo que dices no tiene sentido.
Jerry Hallman se encontraba en ese trémulo punto de equilibrio que hay en la rabia humana, un punto en el que cabía la posibilidad de que se excitase hasta el extremo de cometer un asesinato. Había llegado el momento de que alguien pusiera fin al asunto. Aparté a Grantland con un hombro, me acerqué a Hallman y le dije que bajara las podaderas.
—¿Con quién cree que está hablando? —balbuceó.
—Usted es el señor Jerry Hallman, ¿no es así? Me habían dicho que era usted un hombre inteligente, señor Hallman.
Me miró con expresión terca. El blanco de sus ojos aparecía amarillento a causa de alguna dolencia interna, mala digestión o mala conciencia. Algo muy profundo que llevaba dentro de la cabeza asomaba por sus ojos y me miraba, saliendo gradualmente a la luz. Miedo y vergüenza, quizá. Los ojos parecían desconcertados por un dolor oculto. Dio media vuelta, bajó los escalones y entró en el invernadero, cerrando la puerta con fuerza a sus espaldas. Nadie le siguió.