9

La carretera particular atravesaba, recta como una regla, el laberinto geométrico de naranjos. A medio camino entre la carretera general y la casa, se ensanchaba delante de varios cobertizos que semejaban graneros y se utilizaban para embalar la fruta. Las naranjas que había en los árboles todavía no estaban maduras, y los cobertizos pintados de rojo aparecían vacíos, desiertos. Detrás de ellos, en un claro, se alzaba una hilera de chozas destartaladas, igualmente vacías, que proporcionaban algún cobijo a los recolectores nómadas.

Cerca de un kilómetro y medio más allá estaba la casa principal, alejada de la carretera, medio oculta por frondosos robles. Sus paredes de adobe pardo parecían tan autóctonas como los robles. La «rubia» Ford de color rojo y el coche patrulla del sheriff, aparcado junto a la calzada de grava, que describía una curva, parecían fuera de lugar o, mejor dicho, fuera de época. Lo que más me llamó la atención, cuando aparcaba en la calzada, fue un columpio infantil colgado con una soga nueva de una rama de uno de los árboles. Nadie había hablado de un niño.

Al apagar el motor del Buick, el silencio se hizo casi absoluto. La casa y sus jardines estaban tranquilos. Las sombras yacían, suaves como la paz, en la honda galería. Resultaba difícil dar crédito a la otra cara de la postal.

El silencio fue quebrado por el golpe de una puerta de tela metálica. Una mujer rubia enfundada en unos pantalones de raso negro y una camisa blanca salió de la galería. Cruzó los brazos sobre los senos y se quedó quieta como un gato, observándonos mientras subíamos por el sendero.

—Zinnie —dijo Mildred en voz baja. Alzó la voz—: ¿Zinnie? ¿Todo anda bien?

—Oh, muy bien. De maravilla. Sigo esperando que Jerry vuelva a casa. No le habrás visto en la ciudad, ¿eh?

—Nunca veo a Jerry. Y tú lo sabes.

Mildred se detuvo al pie de los escalones. Había una barrera de hostilidad, como una valla electrificada, entre las dos mujeres. Zinnie, que como mínimo era diez años mayor, mostraba en su cuerpo una postura defensiva, compacta, contra la presión de los ojos de Mildred. Luego dejó caer los brazos en un gesto más bien dramático que tal vez iba dirigido a mí.

—Yo misma apenas le veo nunca.

Se rió con nerviosismo. Su risa era áspera y desagradable, al igual que su voz. Me resultó fácil pasar por alto lo desagradable. Era una mujer hermosa, y sus ojos verdes me miraban con interés. El talle sobre sus ajustadas caderas era del tipo que puedes rodear con las dos manos, y que probablemente te gustaría rodear.

—¿Quién es tu amigo? —ronroneó.

Mildred me presentó.

—Encima un detective privado —dijo Zinnie—. Ya tenemos la casa abarrotada de policías. Pero pasad, pasad. Ese sol pega fuerte.

Nos abrió la puerta. La otra mano subió hasta su rostro, cuya piel aparecía reseca a causa del sol, y luego siguió hasta su lustroso pelo. El seno derecho subió elásticamente debajo de la camisa de seda blanca. Bonita máquina, pensé; seudo-Hollywood, probablemente vacía, ciertamente cara, y no nueva; pero una bonita máquina. Ella captó mi mirada y no pareció importarle. Echó a andar por el vestíbulo, contoneando las caderas, hasta una sala de estar grande y fresca.

—Esperaba una excusa para tomarme una copa. Mildred, tú tomarás «ginger-ale», ya lo sé. Por cierto, ¿cómo está tu madre?

—Mamá está bien, gracias. —De repente, Mildred se olvidó de ceremonias—. Oye, Zinnie, ¿dónde está Carl?

Zinnie alzó los hombros.

—Ojalá lo supiera. No se ha sabido nada de él desde que lo vio Sam Yogan. Ostervelt tiene a varios de sus agentes buscándole. Lo malo es que Carl conoce el rancho mejor que cualquiera de ellos.

—Dijiste que habían prometido que no dispararían.

—No te preocupes por eso. Le cogerán sin recurrir a fuegos artificiales. Y ahí es donde entras tú, cuando dé señales de vida, si es que las da.

—Sí. —Mildred permaneció de pie en medio de la habitación, como una desconocida—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Nada en absoluto. Relájate. Y si tú no necesitas una copa, yo sí. ¿Y usted, señor Archer?

—Un Gibson, si es posible.

—Eso está hecho. Yo misma soy una chica Gibson.[1]

Sonrió alegremente, demasiado alegremente para las circunstancias. De hecho, Zinnie parecía ser de esas personas que se esfuerzan mucho, dejando aparte las demás cosas que pudiera ser.

Su sala de estar mostraba las señales de una de esas personas con el impulso irresistible de estar a la última en todo. Su mobiliario, reluciente y nuevo, era desmontable y se hallaba repartido en cubos, rectángulos y arcos. Ofrecía un extraño contraste con el suelo de roble oscuro y el techo de gruesas vigas. En las paredes de adobe colgaban reproducciones modernas con marcos de roble. Una fila de volúmenes del club del libro ocupaba la repisa sobre la antigua chimenea de piedra. En una mesita de mármol había un ejemplar de Harper’s Bazaar y otro de Vogue, y una campanilla de plata, antigua y muy bella. Era una habitación en la que un presente incómodo luchaba por vencer a un pasado persistente.

Zinnie cogió la campanilla y la agitó. Mildred se sobresaltó al oírla. Estaba sentada, muy tensa, en el borde de un sofá desmontable. Me senté a su lado, pero no prestó atención a mi presencia. Se volvió para mirar por la ventana, hacia los naranjales.

Una niña muy pequeña entró en la habitación y se detuvo cerca de la puerta al ver a los desconocidos. Por su pelo rubio claro y sus delicadas facciones de porcelana, saltaba a la vista que era hija de Zinnie. La niña vestía primorosamente. Llevaba un vestido azul cielo, con fajín y, en el pelo, una cinta azul que hacía juego. Lentamente se llevó una mano a la boca. Tenía las uñitas pintadas de rojo.

—Estaba llamando a Juan, querida —dijo Zinnie.

—Quiero llamarle yo, mami. Déjame la campanilla.

Aunque no tenía mucho más de tres años, hablaba de forma muy clara y pura. Se adelantó rápidamente y cogió la campanilla. Zinnie le dejó que la hiciera sonar. Por encima del ruido, un filipino con chaqueta blanca dijo desde la puerta:

—¿Señora?

—Prepara unos Gibsons, Juan. Ah, y «ginger-ale» para Mildred.

—Yo también quiero un Gibson —dijo la niña.

—De acuerdo, cariño. —Zinnie se volvió hacia el criado—. Un cóctel especial para Martha.

El filipino sonrió, dándose por enterado, y desapareció.

—Dile hola a la tía Mildred, Martha.

—Hola, tía Mildred.

—Hola, Martha. ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Cómo está el tío Carl?

—El tío Carl está enfermo —dijo Mildred con voz monótona.

—¿No va a venir el tío Carl? Mami dijo que vendría. Lo dijo por teléfono.

—No —la interrumpió su madre—. No entendiste lo que dije, querida. Estaba hablando de otra persona. El tío Carl está muy lejos. Vive muy lejos de aquí.

—¿Quién va a venir, mami?

—Mucha gente. Papi no tardará en llegar. Y el doctor Grantland. Y la tía Mildred ya está aquí.

La niña alzó los ojos hacia ella, sus ojos claros y serenos, y dijo:

—No quiero que venga papi. No me gusta papi. Quiero que venga el doctor Grantland. Vendrá y nos llevará a un lugar bonito.

—A nosotras no, querida. A ti y a la señora Hutchinson. El doctor Grantland os llevará a dar un paseo en su coche, y pasaréis el día con la señora Hutchinson. Puede que también toda la noche. ¿Verdad que será divertido?

—Sí —respondió la niña—. Será divertido.

—Anda, ve a decirle a la señora Hutchinson que te dé la comida.

—Ya he comido. Me lo he comido todo. Has dicho que podía tomarme un cóctel especial.

—En la cocina, querida. Juan te dará tu cóctel en la cocina.

—No quiero ir a la cocina. Quiero quedarme aquí, con gente.

—No, no puedes quedarte. —Zinnie comenzaba a ponerse nerviosa—. Vamos, sé buena chica y haz lo que te digo, o se lo diré a papi. No le gustará.

—No me importa. Quiero quedarme aquí y hablar con la gente.

—En otra ocasión, Martha.

Se levantó y obligó a la pequeña a salir de la habitación. Un largo lamento terminó al cerrarse una puerta.

—Es una niña preciosa —comenté.

Mildred se volvió hacia mí.

—¿A cuál de ellas se refiere?… Sí, Martha es bonita. Y lista. Pero Zinnie tiene una forma de tratarla… La trata como si fuera una muñeca.

Mildred iba a decir algo más, pero Zinnie volvió a la salita, seguida de cerca por el criado con las bebidas. Me tomé la mía a toda prisa y me comí la cebollita a guisa de almuerzo.

—Tómese otra, señor Archer. —Una copa había convertido la tensión de Zinnie en una especie de vivacidad—. Nos queda el resto de la coctelera para despacharlo entre los dos. A menos que consigamos persuadir a Mildred y se baje de su pedestal.

—Ya sabes lo que pienso sobre este asunto. —Mildred apretó defensivamente su vaso de «ginger-ale»—. Veo que has hecho redecorar la habitación.

—Con uno tengo bastante, gracias —rechacé—. Lo que me gustaría hacer, si usted no tiene inconveniente, es hablar con el hombre que vio a su cuñado. Sam no sé qué…

—Sam Yogan. Desde luego, hable con Sam si quiere.

—¿Está por aquí?

—Me parece que sí. Venga, le ayudaré a buscarle. ¿Vienes, Mildred?

—Será mejor que me quede —dijo ésta—. Si Carl viene a la casa, quiero estar aquí para recibirle.

—¿No le tienes miedo?

—No, no le tengo miedo. Quiero a mi marido. Sin duda te resulta difícil entender eso.

La hostilidad entre las dos mujeres seguía mostrando sus cortantes aristas. Zinnie dijo:

—Bueno, pues yo sí le tengo miedo. ¿Por qué crees que voy a mandar a Martha a la ciudad? Y estoy casi decidida a ir yo también.

—¿Con el doctor Grantland?

Zinnie no contestó. Se levantó bruscamente, dirigiéndome una mirada de soslayo. La seguí y cruzamos un comedor amueblado con formica, cromo y azulejos. El criado se acercó desde el fregadero, donde estaba lavando platos.

—¿Sí, señora?

—¿Sam está por aquí?

—Hace un rato estaba hablando con la policía.

—Eso ya lo sé. ¿Dónde está ahora?

—Dormitorios, invernadero, no sé. —El criado se encogió de hombros—. No me fijo en lo que hace Sam Yogan.

—Eso también lo sé.

Zinnie cruzó con impaciencia una trascocina hasta llegar a la puerta de atrás. En cuanto salimos fuera, un joven con sombrero vaquero asomó la cabeza por detrás de un montón de troncos de roble. Luego dio la vuelta al montón de troncos, al mismo tiempo que volvía a meter el revólver en la funda y se pavoneaba ligeramente dentro de su uniforme de ayudante de sheriff.

—Yo de usted me quedaría dentro, señora Hallman. Así podemos protegerla mejor.

Me miró con expresión inquisitiva.

—El señor Archer es detective privado.

Una expresión displicente cruzó el rostro del joven, como si mi presencia amenazara con echar a perder el juego. Esperé que así ocurriese. Había demasiadas armas de fuego por allí.

—¿Alguna señal de Carl Hallman? —le pregunté.

—¿Se ha presentado usted al sheriff?

—Me he presentado. —Dirigiéndome ostensiblemente a Zinnie, dije—: ¿No dijo usted que no habría ningún tiro? ¿Que los hombres del sheriff cogerían a su cuñado sin hacerle daño?

—Sí. El sheriff Ostervelt prometió hacer cuanto pudiese.

—No podemos garantizar nada —dijo el joven ayudante. Mientras hablaba seguía escudriñando los rincones del patio que quedaban sombreados por los árboles, así como el denso verdor de los árboles que se extendían más allá—. Tenemos que vérnoslas con un hombre peligroso. Se fugó de una sala de seguridad anoche, robó un coche para huir, probablemente robó el arma de fuego que lleva encima.

—¿Cómo sabe usted que robó un coche?

—Porque lo encontramos, en una desviación para tractores que hay entre este lugar y la carretera principal. Muy cerca de donde el viejo japonés se tropezó con él.

—¿Un descapotable Ford, de color verde?

—Ajá. ¿Lo ha visto?

—Es mío.

—¿Bromea? ¿Cómo diantres se las arregló para robarle el coche?

—Robarlo no fue exactamente lo que hizo. No pienso denunciarle. Tómense las cosas con calma, si le ven.

La cara del ayudante se endureció obtusamente.

—Yo tengo mis órdenes —declaró.

—¿Y cuáles son?

—Disparar si dispara contra mí. Y eso ya es hacer muchas concesiones. No se puede jugar con un psicópata homicida, caballero.

No dejaba de tener razón; yo lo había intentado y había salido mal librado. Pero tampoco había que pegarle un tiro.

—No se le considera homicida.

Miré de reojo a Zinnie, buscando su confirmación. No dijo nada, ni me miró siquiera. Su bonita cabeza estaba inclinada hacia un lado, en actitud forzada, de escucha, El ayudante dijo:

—Debería hablar de eso con el sheriff.

—No amenazó a Yogan, ¿verdad?

—Puede que no. El japonés y él son viejos amigos. O puede que le amenazase y el japonés no nos lo dijera. Lo que sí sabemos es que va armado y también que sabe utilizar el arma.

—Me gustaría hablar con Yogan.

—Si usted cree que le servirá de algo… La última vez que le vi estaba en los dormitorios.

Señaló entre los robles hacia una vieja estructura de adobe que se alzaba en el borde de los naranjales. A nuestras espaldas el ruido de un coche que se aproximaba flotó por encima del tejado de la casa.

—Perdone usted, señor Carmichael —dijo Zinnie—. Ése debe de ser mi marido.

Se alejó a paso rápido y desapareció al doblar la esquina de la casa. Carmichael desenfundó su revólver y la siguió al trote. Yo fui tras ellos, dando la vuelta al invernadero adosado que flanqueaba la casa.

Un Jaguar gris plateado se detuvo en la calzada, detrás del Buick descapotable. Corriendo a través del césped hacia el coche deportivo, bajo el cielo elevadísimo, Zinnie parecía una pequeña marioneta, negra, blanca y dorada, agitándose sobre un fondo de fieltro verde. El hombre corpulento que se apeó del coche la detuvo con un gesto de la mano. Zinnie volvió la cabeza para mirarnos a mí y al ayudante del sheriff, tambaleándose un poco sobre sus tacones, y adoptó una postura torpe, evasiva.