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Me quité la chaqueta, la sacudí con la palma de la mano para quitarle el polvo y eché a andar hacia el hospital. Éste se extendía en medio de sus propios campos como una ciudad estado. No tenía muros. Quizás el lugar de éstos lo ocupaban las colinas que se alzaban a su alrededor, desiguales y desnudas, por tres lados. Amplias avenidas separaban los edificios de cemento, que no mostraban ningún indicio externo de su función. Las personas que caminaban por las aceras no parecían muy distintas de las personas de cualquier otro lugar, salvo en que no había ninguna prisa, ningún sitio al que acudir presurosamente. Aquel lugar inmovilizado por el sol, con sus edificios inmensos, inescrutables, tenía un aire irreal; quizás era sólo la prisa lo que faltaba.

Un hombre gordo que vestía unos tejanos salió de detrás de un coche aparcado y se me acercó confiadamente. En voz baja y tono cortés me preguntó si quería comprar un estuche de cuero para las llaves del coche.

—Es un cuero muy bueno, labrado a mano, señor, hecho a mano en el hospital —explicó mientras me lo mostraba.

—Lo siento, pero no sabría qué hacer con él. ¿Dónde debo ir para obtener cierta información, acerca de un paciente?

—Depende de en qué sala esté.

—No sé cuál es la sala.

—Será mejor que pregunte en administración. —Señaló un edificio de aspecto nuevo, color blanco sucio, que se alzaba en el cruce de dos calles. Pero el hombre no estaba dispuesto a dejarme ir—. ¿Ha venido en autobús?

—A pie.

—¿Desde Los Ángeles?

—Parte del camino.

—Sin coche, ¿eh?

—El coche me lo han robado.

—Qué mala suerte. Yo vivo en Los Ángeles, ¿sabe? Tengo una «rubia» Buick, un coche bastante bueno. Mi esposa lo tiene sobre unos bloques en el garaje. Dice que así los neumáticos no se estropean.

—Buena idea.

—Sí —dijo él—. Quiero tener el coche en buen estado.

Unos anchos peldaños de cemento subían hasta la entrada del edificio de administración. Me puse la chaqueta sobre la camisa húmeda y entré por la puerta de cristal. La morena acicaladísima que había detrás del mostrador de información me dedicó una resplandeciente sonrisa profesional.

—¿Desea algo, señor?

—Quisiera ver al director.

La sonrisa se endureció un poco.

—Hoy tiene un programa muy apretado. ¿Quiere darme su nombre, por favor?

—Archer.

—¿Y para qué desea verle, señor Archer?

—Asunto confidencial.

—¿Se trata de uno de nuestros pacientes?

—Sí, ya que lo pregunta.

—¿Es usted pariente suyo?

—No.

—¿Qué paciente le interesa, y exactamente qué le interesa de él, señor?

—Será mejor que eso me lo guarde para el director.

—Quizá tenga que esperar toda la mañana para verle. Tiene una serie de reuniones. Ni siquiera puedo prometerle que cuando acabe tenga tiempo para usted.

Lo dijo con gentileza, pero se trataba de una despedida. No había forma de burlar su aplomo sereno, de perro guardián, de modo que decidí atacar de frente.

—Uno de sus pacientes se escapó anoche. Es violento.

No se inmutó.

—¿Desea presentar una queja?

—No necesariamente. Necesito consejo.

—Quizás yo pueda ayudarle a conseguirlo, si me da usted el nombre del paciente. De lo contrario, me es imposible saber qué médico es responsable de él.

—Carl Hallman.

Sus finas cejas se movieron hacia arriba, nerviosamente; reconocía el nombre.

—Si quiere hacer el favor de sentarse, señor, intentaré obtener la información que desea.

Descolgó uno de sus teléfonos. Me senté y encendí un cigarrillo. Todavía era temprano, y yo era la única persona que había en la sala de espera. Los muebles de color y las baldosas enceradas resultaban insistentemente alegres. Yo mismo me animé un poco al entrar una bandada de enfermeras alegres y jóvenes que luego, sin dejar de gorjear, se alejaron por un pasillo.

La mujer del mostrador colgó el teléfono y, con un dedo encorvado, me hizo señas para que me acercara a ella.

—El doctor Brockley le recibirá. Está en su despacho. Lo encontrará en el edificio que hay detrás de éste, en el pasillo principal.

El segundo edificio era enorme. El pasillo central parecía lo suficientemente largo para organizar en él una carrera de cien metros. Le di vueltas a la idea de emprenderla. Desde mi servicio militar, las grandes instituciones me deprimían: cauces, burocracia, protocolo, pasarse la pelota, «dese prisa» y «espere». Sólo de vez en cuando conocías a un hombre con suficiente sentido común para impedir que la gran máquina se atascara debido a su propio peso.

La puerta en la que figuraba el nombre del doctor Brockley se hallaba abierta. El médico salió de detrás de su escritorio. Era un hombre de mediana estatura, y edad también mediana, que llevaba un traje gris de punto de espiga. Me estrechó la mano con fuerza.

—¿El señor Archer? Casualmente esta mañana he llegado antes de la hora, así que puedo dedicarle quince minutos. Luego tengo que visitar la sala.

Me hizo sentar en una silla de respaldo recto junto a la pared, me acercó un cenicero y tomó asiento tras su escritorio, de espaldas a la ventana. Era rápido en sus movimientos, y muy quieto cuando estaba en reposo. Su calva y sus ojos vigilantes le daban aspecto de lagarto a la espera de que una mosca se coloque a su alcance.

—Me dicen que tiene usted una queja contra Carl Hallman. Quizá debería señalarle que el hospital no es responsable de los actos de Hallman. Nos interesan, pero no somos responsables. Se marchó de aquí sin permiso.

—Lo sé. Me lo dijo él.

—¿Es usted amigo de Hallman?

—No le conozco en absoluto. Se presentó en mi casa a primera hora de esta mañana, pidiéndome que le ayudase.

—¿Qué clase de ayuda quería?

—Es una historia bastante complicada, relativa a su familia. Creo que gran parte de ella es pura fantasía. Lo principal, según parece, es que se siente responsable de la muerte de su padre. Desea librarse de esa sensación. Así que acudió a mí. Verá usted, yo soy detective privado. Un amigo de Carl me recomendó a él.

Cuando mencioné mi profesión, o subprofesión, la temperatura descendió. El médico dijo glacialmente:

—Si lo que busca es información sobre la familia, yo no puedo dársela.

—No es eso lo que busco. Me dije que lo mejor que podía hacer por Hallman era traerle de nuevo aquí. Logré convencerle y casi llegamos hasta aquí. Luego se excitó y empezó a ponerse violento. De hecho —hasta entonces había evitado decirlo, porque me daba vergüenza—, me cogió por sorpresa y me robó el coche.

—No parece propio de él.

—Tal vez no debería decir que me lo robó. Estaba trastornado y no creo que supiese lo que se hacía. Pero se lo llevó, y quiero que me lo devuelva.

—¿Está seguro de que se lo llevó?

Otro burócrata, pensé, con un nudo corredizo hecho de trámites administrativos escondido en la manga. Otro de ésos.

—Le confieso, doctor, que nunca he tenido coche —dije—. Fue todo un sueño. El coche era un símbolo sexual, ¿comprende? Y su desaparición significa que estoy entrando en la menopausia.

Su respuesta no mostró el menor asomo de expresión, sonrisa o irritación.

—Me refería a si está seguro de que no fue el otro quien le robó el coche. Había otro paciente con él cuando se escapó anoche. ¿No permanecieron juntos?

—Yo sólo vi a uno. ¿Quién era el otro?

El doctor Brockley cogió una carpeta de manila de la cubeta de asuntos pendientes y estudió su contenido, o fingió estudiarlo.

—Normalmente —dijo al cabo de un rato—, no hablamos de nuestros pacientes con extraños. Por otro lado, me gustaría… —Cerró la carpeta y la depositó bruscamente sobre el escritorio—: Se lo diré así: ¿Qué piensa hacer usted en relación con el supuesto robo de su coche? Querrá que castiguen a Hallman, naturalmente.

—¿De veras?

—¿No es eso lo que quiere?

—No.

—¿Por qué no?

—Creo que su sitio está en el hospital.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Está furioso, y podría ser un peligro. Es un chico muy fuerte. No quiero ser alarmista, pero intentó estrangularme.

—¿De veras? ¿No estará exagerando?

Le enseñé las señales que tenía en el cuello. El doctor Brockley se olvidó de sí mismo durante un segundo y dejó que se le viera su humanidad, como una luz detrás de una puerta.

—Maldita sea, lo siento. —Pero lo sentía por su paciente, no por mí—. Carl había hecho tantos progresos estos últimos meses… Progresos auténticos, nada de simulaciones. ¿Qué fue lo que le puso furioso? ¿Usted lo sabe?

—Puede que fuese la idea de volver aquí… Todo ocurrió en la carretera, a poca distancia del hospital. La situación era un poco complicada. Le dejé hablar demasiado, de su familia, y luego cometí la equivocación de discutir con él.

—¿Recuerda de qué discutieron?

—Hablamos de un paciente que él conocía. Carl dijo que era un adicto a los narcóticos. Afirmó que ese hombre le había proporcionado información sospechosa sobre un médico conocido suyo, un tal doctor Grantland.

—Le conozco. Es el médico de cabecera de los Hallman. Por cierto, Grantland hizo las gestiones para que internasen a Carl. Es natural que Carl esté resentido con él.

—Le acusó de varias cosas. Me parece que no las repetiré, al menos delante de otro médico.

—Como guste. —Brockley había recuperado su impasibilidad—. ¿Dice usted que la fuente de la acusación era otro paciente, un adicto a los narcóticos?

—En efecto. Le dije a Carl que debería tener en cuenta lo poco fiable de su fuente de información. Se figuró que le estaba llamando mentiroso a él.

—¿Cómo se llama el adicto?

—No quiso decírmelo.

Brockley dijo pensativamente:

—El hombre que se escapó con él anoche es un heroinómano. Para nosotros es un paciente más, por supuesto…, a todos los tratamos igual…, pero su caso no se parece en nada al de Carl Hallman. A pesar de su trastorno, Carl es en esencia un joven ingenuo e idealista. Un hombre potencialmente valioso. —El médico hablaba más consigo mismo que conmigo—. Lamentaría muchísimo saber que se encuentra bajo la influencia de Tom Rica.

—¿Ha dicho Tom Rica?

Pero el hombre había alargado la mano para coger el teléfono.

—Señorita Parish. Aquí el doctor Brockley. El expediente de Tom Rica, por favor… No, tráigalo a mi despacho.

—Hace tiempo conocí a un Tom Rica —dije cuando el médico colgó el teléfono—. Veamos, tenía dieciocho años hace unos diez años, cuando dejó el instituto Compton. Lo cual significa que ahora tendrá veintiocho, quizá veintinueve. ¿Qué edad tiene el amigo de Carl Hallman?

—Veintiocho o veintinueve —dijo Brockley secamente—. Parece mucho mayor. La heroína surte ese efecto, y las cosas a las que lleva la heroína.

—El tal Rica está fichado, ¿eh?

—Sí, lo está. Me pareció que su lugar no era éste, pero las autoridades opinaban que se le podía rehabilitar. Puede que sea cierto, además. Puede que sí. Hemos curado a unos cuantos heroinómanos. Pero él no se curará vagando sin rumbo fijo por el campo.

Alguien llamó suavemente a la puerta. Entró una joven con una carpeta y se la dio a Brockley. Era alta y de constitución generosa, y los senos, junto con los hombros que los sostenían, formaban una bonita curva. El pelo era negro y lo llevaba recogido hacia atrás, en un severo moño. También llevaba un vestido de corte bastante severo, que parecía diseñado para atenuar su feminidad, sin demasiado éxito.

—Señorita Parish, le presento al señor Archer —dijo Brockley—. El señor Archer se tropezó con Carl Hallman esta mañana.

Los negros ojos de la joven se iluminaron de preocupación.

—¿Dónde le vio?

—Vino a mi casa.

—¿Está bien?

—Es difícil decirlo.

—Ha habido un pequeño problema —terció Brockley—. Nada grave. Le daré los detalles más tarde, si usted quiere. Ahora tengo un poco de prisa.

Ella se lo tomó como un reproche.

—Usted perdone, doctor.

—No hay nada que perdonar. Sé que a usted le interesa el caso.

Abrió la carpeta y empezó a leer. La señorita Parish salió con cierto apresuramiento, golpeándose una cadera en el marco de la puerta. Sus caderas eran del tipo pensado para el acto de tener hijos y para las actividades relacionadas con dicho acto. Brockley carraspeó, y con ello hizo que mi atención volviera de nuevo a él.

—Instituto Compton… Rica es su chico, en efecto —aseguró.