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Carl permaneció tenso y silencioso en el asiento, a mi lado. Al cabo de un rato dijo:

—¿Sabía usted que las palabras pueden matar, señor Archer? A un viejo lo puedes matar discutiendo con él. Eso hice con mi padre. Al menos —añadió, cambiando de tono—, durante los últimos seis meses he pensado que fui el responsable. Papá murió en el baño aquella noche. Cuando el doctor Grantland le examinó, dijo que había sufrido un ataque al corazón provocado por un exceso de excitación. Yo me culpé a mí mismo de su muerte. Jerry y Zinnie me echaron la culpa también. ¿Le extraña que perdiese los estribos? Estaba convencido de ser un parricida.

»Sin embargo, ahora ya no estoy tan seguro —prosiguió—. Cuando averigüé lo del doctor Grantland, me puse a pensar otra vez en todo lo ocurrido. ¿Por qué iba a aceptar la palabra de un hombre como ése? Ni siquiera tiene derecho a llamarse médico. La tensión de la incertidumbre es lo que no puedo soportar. Verá, si papá murió de un ataque al corazón, entonces yo soy responsable.

—No necesariamente. Todos los días mueren viejos.

—No trate de confundirme —dijo en tono perentorio—. Veo las cosas muy claramente. Si papá murió de un ataque al corazón, yo le maté con mis palabras, y soy un asesino. Pero si murió de otra cosa, entonces el asesino es otra persona. Y el doctor Grantland la está encubriendo.

Para entonces yo ya estaba casi seguro de estar escuchando delirios paranoicos. Decidí tratar el asunto con sumo tacto:

—No me parece demasiado probable, Carl. ¿Por qué no lo deja correr de momento? Piense en otra cosa.

—¡No puedo! —exclamó—. Tiene que ayudarme a llegar a la verdad. Prometió que me ayudaría.

—Yo le… —empecé a decir.

Carl me sujetó el codo derecho. El coche viró hacia un lado, levantando grava. Frené al mismo tiempo que forcejeaba con el volante y con las manos de Carl, que se aferraban a mí. El coche se salió de la calzada y quedó con un lado en la cuneta poco profunda. Conseguí librarme de Carl.

—Ha hecho una tontería —dije.

A Carl le daba lo mismo, o no era consciente de lo que había ocurrido.

—Tiene que creerme —dijo—. Alguien tiene que creerme.

—Ni siquiera usted mismo se cree lo que dice. Ya me ha contado dos historias. ¿Cuántas quedan todavía?

—¿Me está llamando embustero?

—No. Pero necesita poner en orden sus pensamientos. Usted es el único que puede hacerlo. Y el hospital es el sitio apropiado para ello.

Los edificios del gran hospital ya eran visibles delante de nosotros, en el hueco que quedaba entre dos colinas. Los dos nos fijamos en ellos al mismo tiempo. Carl dijo:

—No. No voy a volver allí. Usted prometió ayudarme, pero no piensa hacerlo. Es igual que todos los demás. Así que tendré que hacerlo yo mismo.

—¿Hacer qué?

—Averiguar la verdad. Averiguar quién mató a mi padre y entregarlo a la justicia.

Con la mayor gentileza posible dije:

—Lo que dice son disparates, muchacho. Usted respete su parte del trato y yo cumpliré la mía. Vuelva al hospital y cúrese. Mientras tanto, yo veré qué consigo averiguar.

—Me está siguiendo la corriente y nada más. No piensa usted hacer nada.

—¿No?

Guardó silencio. Para demostrarle que estaba de su parte, dije:

—Probablemente me será de utilidad que me diga lo que sepa sobre ese Grantland. Hace un rato mencionó un historial suyo.

—Sí, y no mentía. Lo supe de buena fuente…, de un hombre que le conoce.

—¿Otro paciente?

—Es un paciente, sí. Pero eso no prueba nada. Está perfectamente cuerdo. A su cerebro no le ocurre nada.

—¿Es eso lo que él dice?

—También lo dicen los médicos. Está internado a causa de su adicción a los narcóticos.

—Pues no es lo que se dice una buena recomendación para hacer de testigo…

—A mí me dijo la verdad —respondió Carl—. Conoce al doctor Grantland desde hace años, y lo sabe todo sobre él. Grantland solía suministrarle narcóticos.

—Mal hecho, si es verdad. Pero sigue habiendo un largo trecho entre eso y el asesinato.

—Entiendo. —Su tono era desconsolado—. Usted quiere que piense que lo hice yo. No me da ninguna esperanza.

—Escúcheme —dije.

Pero estaba muy ensimismado, examinando un horror secreto. Soltó un gemido y, bruscamente, se volvió hacia mí. Una tristeza apagada velaba sus ojos. Sus manos encorvadas avanzaron juntas hacia mi garganta. Inmovilizado detrás del volante, alargué la mano hacia la manija para ganar un poco de libertad de acción, pero Carl era demasiado rápido para mí. Sus manazas se cerraron sobre mi cuello. Le golpeé la cara con la mano derecha, pero casi ni se dio cuenta.

Su rostro casi pegado al mío era inmenso y blandengue, perlado de gotitas de sudor límpido. Me zarandeó. La luz del día comenzó a desvanecerse.

—¡Déjeme! —exclamé—. ¡Maldito imbécil!

Pero las palabras resultaron torpes graznidos.

Volví a golpearle, ineficazmente, sin punto de apoyo. Una de sus manos dejó mi cuello y se estrelló con fuerza en la punta de mi barbilla. Perdí el conocimiento.

Cuando volví en mí me hallaba en la cuneta, junto a las señales de los neumáticos que había dejado mi coche. Al levantarme, los campos, que parecían un tablero de damas, se colocaron en su sitio a mi alrededor, con un leve balanceo. Me sentía curiosamente pequeño, como un alfiler clavado en un mapa.