La mañana se presentó cálida y luminosa. En el horizonte, las pardas colinas de septiembre parecían muros de adobe en ruinas que casi podías tocar con la mano. Mi coche recorrió kilómetros y kilómetros antes de que las colinas cambiaran de posición.
Mientras cruzábamos el valle, Carl Hallman me habló de su familia. Su padre había venido al oeste antes de la primera guerra, tras heredar dinero suficiente para comprar un pequeño naranjal en las afueras de Purissima. El viejo era un ahorrativo alemán de Pennsylvania, y cuando murió sus propiedades cubrían ya varios miles de hectáreas. La principal añadidura al naranjal del principio la había hecho su esposa, Alicia, descendiente de una antigua familia de terratenientes.
Le pregunté a Carl si su madre vivía aún.
—No. Mamá murió, hace mucho tiempo.
No deseaba hablar de su madre. Quizá la había querido demasiado, o no lo suficiente. Pero siguió hablando de su padre, con una especie de pasión rebelde, como si todavía viviera bajo su sombra. Jeremiah Hallman había sido un personaje importante en el condado, incluso, en cierta medida, en el estado: jefe fundador de la asociación de regantes, secretario de la cooperativa de cultivadores, jefe del comité central de su partido en el condado, senador del estado durante un decenio, y cacique político del lugar hasta el final de su vida.
Un triunfador que no había transmitido los genes del éxito a sus dos hijos.
El hermano mayor de Carl, Jerry, era abogado, pero no ejercía. Después de licenciarse en la facultad de Derecho, Jerry había colgado su placa en Purissima durante unos meses. Tras perder varios casos y crearse unos cuantos enemigos y ningún amigo, se había retirado al rancho de la familia. Allí encontraba consuelo en un invernadero lleno de orquídeas Cymbidium y en sus sueños de grandeza en algún campo de actividad no especificado. Prematuramente viejo a los treinta años y pico, Jerry estaba dominado por su esposa, Zinnie, una rubia divorciada de origen incierto que se había casado con él cinco años antes.
Carl hablaba con amargura de su hermano y de su cuñada, y casi con la misma amargura de sí mismo. Creía haber defraudado a su padre durante toda su vida. Cuando Jerry se dio por vencido, el senador proyectó dejar el rancho a Carl y enviarle a Davis para que estudiase agronomía. Como la agronomía no le interesaba, Carl dejó los estudios. Lo que verdaderamente le gustaba, según dijo, era la filosofía.
Carl había conseguido convencer a su padre para que le dejase ir a Berkeley. Allí encontró a la que ahora era su esposa, una antigua compañera del instituto, y poco después de cumplir veintiún años se casó con ella, a pesar de las objeciones de la familia. Fue una mala jugada hacerle aquello a Mildred. Mildred era otra de las personas a las que había defraudado. Ella se casó convencida de que su marido era un hombre sano, pero ya en los primeros tiempos de su matrimonio, al cabo de un par de meses, Carl había tenido su primera crisis seria.
Carl hablaba amargamente, despreciándose a sí mismo. Aparté los ojos de la carretera para mirarle. Rehuyó mi mirada.
—No quería hablarle de mi otra…, de aquella otra crisis. De todos modos, no prueba que esté loco. Mildred nunca creyó que lo estuviese, y ella me conoce mejor que nadie. Fue la tensión a que me veía sometido…, trabajando todo el día y estudiando durante la mitad de la noche. Quería ser algo grande, alguien a quien incluso papá respetara… Misionero médico o algo por el estilo. Trataba de reunir calificaciones suficientes para que me admitiesen en la facultad de Medicina, y al mismo tiempo estudiaba teología, y… Bueno, fue demasiado para mí. Quedé hecho polvo y tuvieron que llevarme a casa. Y eso fue todo.
Volví a mirarle de soslayo. Habíamos pasado por la larga serie de barrios periféricos y nos encontrábamos en campo abierto. A la derecha de la carretera se extendía el valle, ancho y pacífico bajo el cielo luminoso, y las colinas habían retrocedido, fundiéndose con el azul. Carl no prestaba ninguna atención al mundo exterior. Mostraba un aire extraño, de persona confinada, casi como si se encontrase atrapado en el pasado, o en sí mismo.
—Fueron dos años fatales para todos nosotros —prosiguió—. Especialmente para Mildred. Se esforzó al máximo por poner al mal tiempo buena cara, pero aquello no era lo que tenía pensado hacer en la vida, llevar la casa de unos parientes políticos en un agujero perdido en el campo. Y yo no le servía de nada. Durante meses estuve tan deprimido que apenas me sentía capaz de levantarme y afrontar la luz del día. La poca luz que hubiera. Sé que no puede ser verdad pero, tal como yo los recuerdo, durante aquellos dos meses todos los días fueron nublados y oscuros. Tan oscuros que apenas podía ver para afeitarme cuando me levantaba al mediodía.
»Las demás personas que había en la casa eran como fantasmas grises a mi alrededor, incluso Mildred, y yo era el fantasma más gris de todos. Hasta la casa se estaba pudriendo. A menudo deseaba que se produjera un terremoto que la derribase y nos enterrase a todos de una vez… A papá y a mí, y a Mildred, Jerry y Zinnie. Pensaba mucho en matarme, pero no tenía el sentido común suficiente para hacerlo.
»De haber tenido un poco de sentido común me hubiera sometido a tratamiento entonces. Mildred quería que lo hiciese, pero yo sentía demasiada vergüenza para reconocer que lo necesitaba. Papá no lo hubiera consentido, de todos modos. Hubiese sido una vergüenza para la familia. Papá opinaba que la psiquiatría era un timo, que lo único que en realidad me hacía falta era trabajar de firme. A cada momento decía que yo me consentía demasiado a mí mismo, igual que antes hacía mamá, y que también acabaría mal si no salía al aire libre y me convertía en un hombre.
Se rió tristemente e hizo una pausa. Yo quería preguntarle cómo había muerto su madre, pero no acababa de decidirme. El chico ya estaba hurgando muy hondo y yo no deseaba que encontrase algo que no pudiera soportar. Como me había hablado de su anterior crisis y de la depresión suicida que siguió a la misma, mi principal propósito era llevarlo al hospital mentalmente de una pieza. Faltaban sólo unos kilómetros para la desviación y me sentía impaciente.
—Al final —dijo Carl—, me puse a trabajar en el rancho. Papá había aflojado la marcha, a causa de una dolencia cardiaca, y yo me hice cargo de algunas de sus tareas de supervisión. El trabajo en sí no me importaba, allá en los naranjales con los recolectores, y supongo que me sentó bien. Pero a la larga sólo sirvió para crear más problemas.
»Papá y yo nunca veíamos las cosas con los mismos ojos. Él estaba en el negocio del cultivo de naranjas porque quería hacer dinero; cuanto más dinero, mejor. Nunca se paró a pensar en el coste humano. A mí, en cambio, me ponía malo ver cómo trataban a los recolectores de naranjas. Familias enteras, hombres, mujeres y niños, eran metidos en camiones abiertos y transportados de un lado a otro, como si fueran ganado. Pagados por caja, contratados por día, y luego obligados a seguir su camino. Muchos de ellos eran inmigrantes clandestinos, sin ningún derecho legal. Lo que a papá le iba de perlas a mí no me gustaba ni pizca. Le dije lo que pensaba de su asquerosa política laboral. Le dije que estábamos en un país civilizado en pleno siglo veinte y que no tenía ningún derecho de avasallar a las personas como peones, de dejarlas sin trabajo si pedían un jornal que les permitiese vivir. ¡Le dije que era un viejo malcriado y que yo no pensaba quedarme sentado sin hacer nada mientras él oprimía a los mexicanos y estafaba a los japoneses!
—¿Los japoneses? —dije.
Desde hacía unos instantes el ritmo del discurso de Carl era más rápido, tanto que apenas podía seguirlo. En sus ojos brillaba una luz evangélica. Tenía el rostro enrojecido y acalorado.
—Sí, me avergüenza decirlo, pero mi padre estafó a algunos de sus mejores amigos, amigos japoneses. Cuando yo era niño, antes de la guerra, había bastantes en nuestro condado. Tenían centenares de hectáreas de huerta entre nuestro rancho y la ciudad. Ahora casi no queda ninguno. Los expulsaron durante la guerra y nunca volvieron. Papá compró sus tierras pagando unos pocos centavos por dólar.
»Le dije que cuando recibiese mi parte del rancho les devolvería sus propiedades a esas personas. Contrataría detectives para que las localizasen y las hicieran volver y les daría lo que era suyo. Y lo dije en serio, además. Por eso no pienso permitir que Jerry me quite mi propiedad. No nos pertenece, ¿comprende? Tenemos que devolverla. Tenemos que enmendar las cosas, entre nosotros y la tierra, entre nosotros y las demás personas.
»Papá dijo que eran tonterías, que había comprado la tierra de un modo perfectamente honrado. De hecho, pensaba que mis ideas eran cosas de loco. Todos lo pensaban, incluso Mildred. Tuvimos una escena terrible a causa de esto aquella última noche. Fue terrible… Jerry y Zinnie trataron de ponerle en contra mía, y Mildred en medio, intentando poner paz. Pobre Mildred, siempre estuvo en medio. Y supongo que estaba en lo cierto, que yo no tenía mucho sentido. De haberlo tenido, me habría dado cuenta de que papá era un hombre enfermo. Tanto si yo tenía razón como si no, y desde luego la tenía, papá no podía soportar ese tipo de líos de familia.
Salí de la carretera general por la derecha y cogí otra carretera que daba la vuelta por un paso inferior, a través de campos llanos, junto a un seto gigantesco formado por eucaliptos. Los árboles parecían antiguos y afligidos; los campos estaban desiertos.