Dejé que la última palabra quedase colgando en el silencio, girando a un lado y a otro, una pregunta y una amenaza y una petición. Carl Hallman miró la ventana sobre el fregadero, donde la mañana brillaba sin obstáculo. De la calle llegaban esporádicos ruidos de tráfico. Se volvió para mirar hacia la puerta por la que había entrado. Tenía el cuerpo en tensión, y se le marcaban los tendones del cuello. Su rostro estaba pensativo.
Se levantó de pronto, con un movimiento brusco que hizo caer la silla, y en dos zancadas llegó a la puerta.
—Recoja la silla —dije secamente.
Se detuvo con la mano en el tirador de la puerta, la tensión vibrándole por todo el cuerpo.
—No me dé órdenes. No aceptaré órdenes suyas.
—Es una sugerencia, muchacho.
—No soy un muchacho.
—Lo es para mí. Tengo cuarenta años. ¿Qué edad tiene usted?
—No es asunto su… —Hizo una pausa, en pugna consigo mismo—. Veinticuatro.
—Pues compórtese de acuerdo con la edad que tiene. Recoja la silla, siéntese y hablaremos. No le conviene seguir huyendo.
—No es mi intención. Nunca lo fue. Es sólo que… Tengo que volver a casa y poner las cosas en claro. Lo que me ocurra luego no me importa.
—Pues debería importarle. Es usted joven. Tiene esposa y un porvenir.
—Mildred se merece alguien mejor que yo. Mi porvenir está en el pasado.
Pero se volvió de espaldas a la puerta, a la mañana luminosa y temible que había al otro lado, recogió la silla y se sentó en ella. Yo me senté en la mesa de la cocina, bajando los ojos hacia él. La tensión le había hecho brotar el sudor del cuerpo; formaba gotitas en su frente y una mancha oscura en la pechera de la camisa.
—Me toma por loco, ¿verdad? —dijo muy bruscamente.
—Lo que yo piense no importa. No soy su psiquiatra. Pero si está loco, necesita el hospital. Si no lo está, me parece una forma descabellada de demostrarlo. Debería volver allí y dejar que le dieran el alta.
—¿Volver? Usted está chi… —Se contuvo.
Me reí en su cara, en parte porque me había hecho gracia, y en parte porque pensé que él lo necesitaba.
—¿Que estoy chiflado? Adelante…, ¡dígalo! No soy orgulloso. Dice un psiquiatra amigo mío que deberían construir hospitales mentales con bisagras en las esquinas. De vez en cuando volverían lo de dentro afuera, para que la gente que está en el exterior quedase dentro, y los de dentro quedaran fuera. Creo que mi amigo no anda desencaminado.
—Se está riendo de mí.
—¿Y qué si es así? Estamos en un país libre.
—Sí, en un país libre. Y no puede obligarme a volver allí.
—Creo que debería volver. Si sigue como ahora, se meterá en más líos.
—No puedo volver. Jamás me permitirían salir, ahora.
—Le dejarán salir cuando llegue el momento oportuno. Si se entrega voluntariamente, lo que ha hecho no le perjudicará demasiado. ¿Cuándo se escaparon?
—Anoche… a primera hora, después de cenar. No rompimos nada. Amontonamos los bancos junto a la pared del patio. Yo ayudé al otro tipo a subir hasta arriba, y luego 61 me ayudó a mí, con una sábana anudada. Nos fuimos sin que nadie nos viera, creo. Tom…, el otro tipo…, tenía un coche esperándole. Me llevaron durante un trecho. El resto lo hice a pie.
—¿Hay algún médico en especial al que pueda ver, si vuelve?
—¡Médico! —Era una palabrota en su vocabulario—. He visto demasiados médicos. Son un hatajo de farsantes, todos ellos, y el doctor Grantland es el peor. No deberían permitirle ejercer siquiera.
—De acuerdo, le quitaremos la licencia.
Alzó los ojos, sobresaltado. Se sobresaltaba con facilidad. Luego montó en cólera.
—Usted no me toma en serio. He venido para que me ayude en un asunto serio, y lo único que recibo son chistes sin gracia. Me está poniendo furioso.
—De acuerdo. Éste es un país libre.
—Maldito sea.
No hice caso de su maldición. Se sentó y permaneció con la cabeza baja durante varios minutos, completamente inmóvil. Finalmente dijo:
—Mi padre era el senador Hallman, de Purissima. ¿Le dice algo el nombre?
—Leí en la prensa que había muerto la primavera pasada.
Asintió con la cabeza, espasmódicamente.
—Al día siguiente me encerraron, y ni siquiera me permitieron asistir al entierro. Sé que perdí los estribos, pero no tenían ningún derecho a tratarme así. Lo hicieron porque no querían que metiera las narices en sus asuntos.
—¿Quiénes «lo hicieron»?
—Jerry y Zinnie. Zinnie es mi cuñada. Me odia desde siempre, y a Jerry lo tiene dominado. Quieren mantenerme encerrado durante el resto de mi vida, para poderse quedar con la propiedad.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—He tenido mucho tiempo para pensar. Me he pasado seis meses atando cabos. Cuando me dijeron lo del doctor Grantland… Bueno, es obvio que le pagaron para que me hiciese encerrar. Puede que hasta le pagaran para que matase a mi padre.
—Me figuraba que la muerte de su padre había sido accidental.
—Lo fue, según el doctor Grantland. —En los ojos de Carl había una expresión vehemente y astuta que no me gustaba nada—. Es posible que se tratara realmente de un accidente. Pero me consta que el doctor Grantland tiene un mal historial. Lo averigüé la semana pasada.
Resultaba difícil saber si lo que decía eran fantasías. Todo detective privado tiene que vérselas con algunos casos mentales, y a mí me había tocado mi parte, pero no era ningún experto en la materia. A veces incluso los expertos las pasaban negras para distinguir entre la sospecha justificada y los síntomas de paranoia. Procuré no salirme de la neutralidad:
—¿Cómo se enteró de lo del doctor Grantland?
—Prometí que no lo diría nunca. Hay una…, hay otras personas metidas en el asunto.
—¿Ha hablado con alguien más sobre esas sospechas suyas?
—Hablé con Mildred, la última vez que me visitó. El domingo pasado. No pude decirle mucho, con todos aquellos fisgones del hospital escuchándonos. La verdad es que no sé mucho. Por eso tenía que hacer algo.
Se estaba poniendo tenso otra vez.
—Tranquilícese, Carl. ¿Le importa si hablo con su esposa?
—¿De qué?
—De cosas en general. De su familia. De usted.
—No tengo inconveniente, si ella tampoco lo tiene.
—¿Dónde vive?
—En el rancho, en las afueras de Purissima… No, ahora no vive allí. Después de ingresar yo en el hospital, Mildred no podía seguir compartiendo la casa con Jerry y Zinnie. Así que volvió a instalarse en Purissima, con su madre. Viven en el doscientos veinte de Grant… Pero yo se lo enseñaré. Iré con usted.
—No lo creo aconsejable.
—Pero es que tengo que ir. Hay tantas cosas que aclarar… No puedo esperar más.
—Pues va a tener que esperar, si quiere que le ayude. Le haré una proposición, Carl. Deje que le lleve de nuevo al hospital. Viene más o menos de paso para ir a Purissima. Luego hablaré con su esposa, para ver qué piensa ella de estas sospechas que me ha contado…
—Ella no me toma en serio, tampoco.
—Bueno, pues yo sí. Hasta cierto punto. Me daré un garbeo por ahí y averiguaré lo que pueda. Si hay algún indicio fidedigno de que su hermano trata de estafarle, o de que el doctor Grantland hizo algo que no debía hacer, me ocuparé del asunto. A propósito, cobro cincuenta al día más los gastos.
—No tengo dinero ahora. Lo tendré en abundancia cuando reciba lo que me corresponde.
—¿Trato hecho, pues? Usted vuelva al hospital y yo me encargaré de investigar por ahí.
Asintió a regañadientes. Era evidente que el plan no le hacía gracia, pero estaba demasiado cansado y confundido para discutir.