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Me encontraba soñando con un mono pelón que vivía completamente solo en una jaula. El problema del mono era que la gente siempre trataba de meterse en la jaula. Esto lo tenía en un estado permanente de tensión nerviosa. Salí del sueño cubierto de sudor, consciente de que había alguien en la puerta. No en la puerta principal, sino en la lateral, la que daba al garaje. Crucé con los pies desnudos el frío linóleo de la cocina y vi las primeras luces del alba por la ventana que había sobre el fregadero. La persona de la puerta, quienquiera que fuese, había empezado a llamar, quedamente, persistentemente. Encendí la luz de fuera, quité el cerrojo y abrí la puerta.

Un joven muy corpulento que vestía un mono de trabajo retrocedió torpemente bajo la luz de la bombilla del garaje. Había suciedad en el pelo claro de su barba de dos o tres días. Sus ojos de color azul pálido, de mirada fija, se alzaron hacia la luz con una expresión extrañamente patética.

—Apáguela, ¿quiere?

—Me gusta poder ver.

—Justamente. —Miró a través de la puerta abierta del garaje, hacia la calle, silenciosa y gris—. No quiero que me vean.

—Pues entonces, ¿por qué no se larga?

Luego volví a mirarle y lamenté mi hosquedad. Había en su piel una especie de lustre amarillento y aceitoso que era algo más que un efecto de la luz. Quizás estaba en apuros.

Volvió a mirar hacia la calle hostil.

—¿Puedo entrar? Usted es el señor Archer, ¿no es así?

—Es un poco temprano para visitas. No sé cómo se llama usted.

—Carl Hallman. Ya sé que es temprano. He estado levantado toda la noche.

El joven se tambaleó y buscó apoyo en la jamba de la puerta. Tenía la mano negra de suciedad, y en el dorso de la misma había arañazos que todavía sangraban.

—¿Ha sufrido algún accidente, Hallman?

—No —titubeó, y siguió hablando, ahora más despacio—. Hubo un accidente. Pero no me ocurrió a mí. No es lo que usted piensa.

—Entonces, ¿a quién le ocurrió?

—A mi padre. Mi padre se mató.

—¿Anoche?

—Hace seis meses. Es una de las cosas que quiero preguntarle…, que quiero decirle. ¿No puede concederme unos minutos?

Un cliente antes del desayuno era lo último que yo necesitaba aquella mañana. Pero se trataba de una de esas veces en las que tienes que decidir entre tu propia conveniencia y ese elemento desconocido que son los apuros de otro hombre. Además, el otro hombre y su forma de hablar no hacían juego con su atuendo desastrado, sus zapatos cubiertos de barro. Sentí que mi curiosidad se despertaba.

—Bueno, pase.

No pareció haberme oído. Sus ojos vidriosos permanecieron clavados en mi rostro demasiado tiempo.

—Entre, Hallman. Hace demasiado frío para estar aquí en pijama.

—Oh. Lo siento. —Entró en la cocina, llenando casi toda la puerta—. He hecho muy mal en molestarle.

—No es molestia, si se trata de algo urgente.

Cerré la puerta y enchufé la cafetera eléctrica. Carl Hallman se quedó de pie en medio de la cocina. Le acerqué una silla y noté que olía a campo.

—Siéntese y cuéntemelo todo.

—Justamente de eso se trata. Quiero decir que no sé nada. Ni siquiera sé si es urgente.

—En tal caso, ¿a qué viene armar tanto alboroto?

—Lo siento. No le encuentra sentido, ¿verdad? Me he pasado la mitad de la noche corriendo.

—¿Desde dónde?

—Desde cierto lugar. No importa cuál.

Su rostro se cerró, inexpresivo, casi letárgico. Se estaba acordando de aquel cierto lugar.

Un pensamiento que desde hacía rato yo trataba de suprimir logró abrirse paso. La ropa de Carl Hallman era del tipo que te hacen llevar en la cárcel. Había en él la humildad torpe que los hombres adquieren allí. Y también algo extraño, más extraño que el miedo, algo que podía ser uno de los disfraces de camaleón que utiliza la culpabilidad. Cambié de táctica.

—¿Alguien le ha enviado a verme?

—Sí. Un amigo me dio su nombre. Usted es detective privado, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—¿Su amigo tiene nombre? —pregunté.

—No sé si usted se acordaría de él. —Carl Hallman estaba azorado. Hizo crujir sus sucios nudillos y bajó los ojos—. No sé si a mi amigo le gustaría que utilizara su nombre.

—Él utilizó el mío.

—Es un poco distinto, ¿no? Usted tiene una…, una especie de cargo público.

—De modo que soy un funcionario, ¿eh? Bueno, dejémonos de adivinanzas, Carl.

El agua empezaba a hervir en la cafetera. Recordé que tenía mucho frío. Fui a mi dormitorio en busca del albornoz y las zapatillas. Miré la pistola que guardaba en el armario, pero decidí dejarla allí. Al volver a la cocina, Carl Hallman seguía en el mismo sitio, pero ahora se hallaba sentado.

—¿Qué piensa hacer? —me preguntó con voz apagada.

—Tomarme una taza de café. ¿Le apetece una?

—No, gracias. No me apetece nada.

Le serví una taza, de todos modos, y se la bebió ávidamente.

—¿Tiene hambre?

—Es usted muy amable, pero de ninguna manera podría aceptar…

—Le freiré un par de huevos.

—¡No! No quiero que lo haga.

De pronto había alzado la voz, fuera de sí. Era una voz extraña para salir de aquel pecho que parecía un barril; era como la voz de un chiquillo llamando desde un escondrijo.

—Veo que se ha enfadado conmigo —añadió.

Hablé al chiquillo:

—No me enfado tan fácilmente. Le he preguntado un nombre, y usted no quiere dármelo. Tendrá sus motivos. De acuerdo. ¿Qué ocurre, Carl?

—No lo sé. Al reñirme usted, hace un momento, no se me ha ocurrido otra cosa que pensar en mi padre. Siempre se enfadaba. Aquella última noche…

Me quedé esperando, pero no hubo más. Su garganta emitió un ruido que tal vez era un sollozo, o un gruñido de dolor. Me volvió la espalda y clavó los ojos en la cafetera. El poso del café que había en la mitad superior semejaba arena negra en un reloj estático que no dejase pasar el tiempo. Freí seis huevos en mantequilla y preparé unas tostadas. Carl engulló las suyas. Yo engullí las mías y serví el resto del café.

—Me está tratando muy bien —dijo él por encima de la taza—. Mejor de lo que merezco.

—Es un pequeño servicio que prestamos a los clientes. ¿Se siente mejor?

—Físicamente sí. Mentalmente… —Hizo una pausa y cambió de tema—. Hace un café muy bueno. En la sala el café era terrible, cargado de achicoria.

—¿Ha estado en el hospital?

—Sí. El Hospital del Estado. —Luego añadió, con cierto tono de desafío—: No me avergüenzo de ello.

Pero me estaba observando atentamente, en espera de mi reacción.

—¿Qué le pasó?

—Me diagnosticaron una manía depresiva. No me considero un maniaco depresivo. Sé que estaba trastornado. Pero todo eso ya ha pasado.

—¿Le dieron de alta?

Bajó la cabeza sobre la taza de café y me miró desde abajo, de soslayo.

—¿Se ha fugado del hospital?

—Sí. Me he fugado. —Las palabras le salieron con dificultad—. Pero no es lo que usted se imagina. Estaba virtualmente curado, listo para que me dejasen salir, pero mi hermano no quería que me dieran el alta. Quiero tenerme encerrado. —Su voz adoptó un ritmo de sonsonete—: Por lo que se refiere a Jerry, podría quedarme allí hasta pudrirme.

La melodía era conocida; las personas recluidas siempre tenían que echarle la culpa a alguien, preferiblemente a un pariente cercano.

—¿Sabe con certeza que su hermano le tenía allí encerrado? —dije.

—Estoy seguro. Él hizo que me internasen. Él y el doctor Grantland hicieron que Mildred firmase los papeles. Una vez estuve dentro, él me aisló por completo. No venía a visitarme. Hizo que me censurasen la correspondencia, para que ni siquiera pudiera escribir cartas.

Las palabras salían de su boca más y más aprisa, atropelladamente. Hizo una pausa y tragó saliva. La nuez subía y bajaba como una válvula bajo la piel de su garganta.

—Usted no sabe lo que es verse aislado de esta forma, sin saber qué está pasando —prosiguió—. Desde luego, Mildred venía a verme, siempre que tenía ocasión de hacerlo, pero ella tampoco sabía de qué iba el asunto. Y no podíamos hablar libremente de cosas de familia. La obligaban a visitarme en la sala, y siempre había una enfermera presente, escuchándonos. Como si no pudiesen fiarse de mí ni siquiera tratándose de mi propia esposa.

—¿Por qué, Carl? ¿Era usted violento?

De pronto, pesadamente, como si le hubiese golpeado el cogote, su cabeza se hundió entre los hombros. Le miré de arriba abajo, pensando que debía de ser temible cuando se ponía violento. Sus hombros estaban bien recubiertos de músculo, y eran lo suficientemente anchos para uncir un par de bueyes.

—Me porté como un imbécil los primeros días… Rasgué un par de colchones, cosas por el estilo. Me aplicaron el tratamiento hidropático. Pero nunca le hice daño a nadie. Al menos no recuerdo haberlo hecho. —Su voz había bajado hasta apenas resultar audible. La alzó al mismo tiempo que levantaba la cabeza—. De todos modos, no volví a desobedecer después de aquello, ni una sola vez. No pensaba darles ninguna excusa para tenerme encerrado. Pero fue inútil. Y no tenían ningún derecho.

—De modo que saltó el muro.

Me miró con expresión de sorpresa, con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo supo que saltamos el muro?

No me tomé la molestia de explicarle que lo había dicho en sentido figurado solamente y que, al parecer, había dado en la verdad literal.

—Conque no se escapó usted solo, ¿eh?

No contestó. Entornó los ojos suspicazmente, sin apartarlos de mi cara.

—¿Dónde están los demás, Carl?

—Sólo hay uno más —dijo con voz entrecortada—. No importa quién sea. De todas formas, lo leerá usted en los periódicos.

—No estoy tan seguro. Estas cosas no las hacen públicas a menos que los fugados sean peligrosos.