Un artista del engaño
Cuando llegamos a casa, a nuestro pobre padre casi le da un infarto al ver el pelo de Dorrit. Luego entra en su habitación para mantener una charla con ella. Eso es lo peor, que mi padre vaya a tu habitación para hablar. Intenta que te sientas mejor, pero nunca lo consigue. Por lo general, te cuenta una larga historia sobre algo que le ocurrió a él cuando era niño, o algo que hace referencia a la naturaleza. Y seguro que eso es lo que está haciendo con Dorrit.
La puerta de Dorrit está cerrada, pero nuestra casa tiene ciento cincuenta años, así que puedes oír cada una de las palabras de una conversación si estás al otro lado de la puerta. Y es justo ahí donde estamos Missy y yo.
—Bueno, Dorrit —dice mi padre—, sospecho que lo que has hecho con tu… ejem… cabello está indirectamente relacionado con la superpoblación, un problema cada vez más importante en nuestro planeta. La Tierra no fue creada para sustentar esta enorme cantidad de gente agrupada en espacios reducidos… y los resultados suelen ser estas mutilaciones del cuerpo humano: piercings, tintes para el pelo, tatuajes… El deseo de destacar es un instinto básico del hombre, y se manifiesta de formas cada vez más extremas. ¿Comprendes lo que te digo?
—No.
—Lo que quiero decir… —continúa— es que debes resistirte a esos instintos injustificados. Un ser humano de provecho es capaz de dominar sus deseos imprudentes o indeseables. ¿Me explico con claridad?
—Claro, papá —responde Dorrit con ironía.
—En cualquier caso, yo sigo queriéndote —dice mi padre, que termina de esa forma todas sus «charlas». Y después suele llorar. Y tú te sientes tan mal que prometes no volver a hacerle enfadar.
En esta ocasión, sin embargo, los sollozos se ven interrumpidos por el timbre del teléfono.
Por favor, que sea Sebastian, rezo cuando Missy contesta. Mi hermana tapa astutamente el auricular con la mano.
—¿Carrie? Es para ti. Es un chico.
—Gracias —replico con tranquilidad. Me llevo el teléfono a mi habitación y cierro la puerta.
Tiene que ser él. ¿Quién más podría ser?
—¿Hola? —pregunto con voz alegre.
—¿Carrie?
—¿Sí?
—Soy George.
—George… —repito, intentando que mi voz no suene decepcionada.
—¿Llegaste a casa sin problemas?
—Claro.
—Bueno, lo pasé genial el sábado por la noche. Me preguntaba si te gustaría que volviéramos a salir juntos.
No lo sé. Pero lo ha pedido con demasiada educación para rechazarlo. Y no quiero herir sus sentimientos.
—Vale.
—Hay una posada rural muy agradable en la carretera que va de aquí a Castlebury. Pensé que podríamos ir el próximo sábado.
—Suena genial.
—Te recogeré sobre las siete. Cenaremos a las ocho y podré llevarte a casa alrededor de las once.
Colgamos y me voy al baño para examinar mi cara. De pronto siento el impulso de cambiar mi apariencia de forma radical. Quizá debiera teñirme el pelo de azul y rosa, como Dorrit. O cortármelo muy corto y de punta. O teñírmelo de rubio platino. Cojo un perfilador y empiezo a pintar el contorno de mi boca. Luego relleno el interior con una barra roja y bajo las comisuras de mis labios. Dibujo dos lágrimas negras en mis mejillas y doy un paso atrás para evaluar los resultados.
No está mal.
Me voy con la cara de payaso triste a la habitación de Dorrit. Está hablando por teléfono. Por lo que oigo de la conversación, intuyo que está intercambiando impresiones con alguna de sus amigas. Cuelga con brusquedad el auricular cuando me ve.
—¿Y bien? —le pregunto.
—¿Y bien qué?
—¿Qué te parece mi maquillaje? Estaba considerando la posibilidad de ir así a clase.
—¿Se supone que eso es un comentario relacionado con mi pelo?
—¿Qué te parecería si mañana me presentara en el instituto con esta pinta?
—Me daría igual.
—Apuesto a que sí…
—¿Por qué eres tan mezquina? —grita Dorrit.
—¿Soy mezquina?
Tiene razón. Estoy siendo mezquina. Estoy de mal humor.
Y todo por culpa de Sebastian. A veces creo que todos los problemas del mundo son culpa de los hombres. Si no hubiera hombres, las mujeres siempre seríamos felices.
—Venga, Dorrit. Solo bromeaba.
Dorrit se coloca las manos encima de la cabeza.
—¿De verdad me queda tan mal? —susurra.
Mi cara de payaso ya no parece una broma.
Cuando mi madre se puso enferma, Dorrit empezó a preguntarme qué ocurriría. Yo sonreía, porque he leído en algún sitio que si sonríes, aun cuando te sientes mal, el movimiento de los músculos faciales engaña al cerebro y le hace creer que eres feliz.
—Pase lo que pase, todos estaremos bien —le digo a Dorrit.
—¿Lo prometes?
—Claro, Dorrit. Ya lo verás.
—¡Ha venido alguien! —grita Missy.
Dorrit y yo nos miramos, dejando a un lado nuestra pequeña discusión.
Bajamos a toda prisa las escaleras. Allí, en la cocina, está Sebastian. Pasea la mirada entre mi cara de payaso triste y el pelo rosa y azul de Dorrit. Y empieza a sacudir la cabeza muy despacio.
—Si piensas relacionarte con los Bradshaw debes estar preparado. Esto puede llegar a ser una locura. Cualquier cosa es posible.
—Y que lo digas… —conviene Sebastian. Lleva una cazadora negra de cuero, la misma que tenía puesta en la fiesta de Tommy Brewster y la noche que pintamos el granero… la noche que nos besamos.
—¿Siempre te pones esa cazadora? —pregunto mientras Sebastian toma la curva que conduce a la autopista.
—¿No te gusta? La compré cuando vivía en Roma.
De pronto me siento como arrollada por una ola gigantesca. He estado en Florida y en Texas, y en los alrededores de Nueva Inglaterra, pero jamás he viajado a Europa. Ni siquiera tengo pasaporte. Ahora desearía haberlo hecho, porque seguro que así sabría qué decirle a Sebastian. Deberían hacer pasaportes para las relaciones.
Un chico que ha vivido en Roma. Suena muy romántico.
—¿En qué piensas? —pregunta Sebastian.
Pienso que lo más probable es que no te guste porque nunca he estado en Europa y no soy lo bastante sofisticada.
—¿Has estado en París alguna vez? —pregunto.
—Claro —responde—. ¿Tú no?
—En realidad, no.
—Eso suena parecido a estar «un poco embarazada». O has estado o no.
—No he estado allí físicamente. Pero eso no quiere decir que no haya viajado hasta allí muchas veces con la imaginación.
Se echa a reír.
—Eres una chica muy rara.
—Gracias. —Miro por la ventana para ocultar mi sonrisa. No me importa que piense que soy rara. El mero hecho de tenerlo cerca me hace feliz.
No le pregunto por qué no me ha llamado. No le pregunto dónde se ha metido. Cuando lo encontré en mi cocina, apoyado contra la encimera como si ese fuera su sitio, fingí que todo era de lo más normal, que no me sorprendía en absoluto.
—¿Interrumpo algo? —preguntó él, como si no fuera extraño que de repente hubiese decidido aparecer.
—Depende de lo que signifique para ti interrumpir.
Me sentí como si estuviera cubierta de diamantes, como si el sol me hubiese iluminado de repente.
—¿Te apetece salir?
—Claro.
Corrí escaleras arriba y me limpié el maquillaje de payaso. Era muy consciente de que debería haber respondido que no, o al menos haberme hecho un poco de rogar, porque ¿qué chica acepta una cita imprevista en tales condiciones? Eso sienta malos precedentes, le hace creer al chico que puede verte siempre que quiera, que puede tratarte como le dé la gana. Sin embargo, no permití que eso me impidiera salir con él. Mientras me ponía las botas, me pregunté si llegaría a arrepentirme de ser tan facilona.
No obstante, ahora no me arrepiento. ¿Quién inventó esas normas sobre las citas? ¿Y por qué no puedo estar exenta de ellas?
Posa su mano sobre mi pierna. Como si nada. Como si lleváramos saliendo mucho tiempo. Me pregunto una cosa: si fuera su novia de verdad, ¿sentiría siempre esta sensación maravillosa que me provoca su mano sobre mi pierna? Me parece que sí. Me resulta imposible creer que pueda sentir otra cosa cuando estoy con él.
Me he perdido en mis pensamientos.
—No es tan genial, ¿sabes? —me dice.
—¿A qué te refieres? —Me vuelvo de nuevo hacia él, aunque por un instante mi felicidad se encuentra abocada al borde de un inexplicable abismo.
—A Europa —responde.
—Ah… —digo con un suspiro—. Europa.
—Hace dos veranos, cuando vivía en Roma, recorrí los países vecinos (Francia, Alemania, Suiza, España…), y cuando regresé aquí, me di cuenta de que este lugar es igual de hermoso.
—¿Castlebury? —pregunto con una exclamación ahogada.
—Es tan hermoso como Suiza.
¿A Sebastian Kydd le gusta realmente Castlebury?
—Siempre te he imaginado —le digo indecisa— viviendo en Nueva York. O en Londres. O en algún otro lugar excitante.
Frunce el ceño.
—No me conoces tan bien. —Y justo cuando estoy a punto de pegarme un tiro por miedo a haberlo insultado, añade—: Pero lo harás. De hecho… —continúa—, puesto que pienso que deberíamos llegar a conocernos mejor, voy a llevarte a ver una exposición de arte.
—Ah… —Asiento. Tampoco sé absolutamente nada sobre arte. ¿Por qué no estudié historia del arte cuando tuve la oportu nidad?
Soy un caso perdido.
Sebastian lo descubrirá y me dejará plantada antes de que tengamos una auténtica primera cita.
—Max Ernst —dice—. Es mi artista favorito. ¿Quién es el tuyo?
—¿Peter Max? —Es el único nombre que se me ocurre en ese momento.
—Qué graciosa eres… —replica antes de echarse a reír.
Me lleva al museo de arte Wadsworth Atheneum, en Hartford. He ido allí de excursión con el colegio un millón de veces, y siempre nos obligaban a sujetar la mano pegajosa de otro compañero de clase para no perdernos. Odiaba que nos llevaran de esa forma y que nos regañara algún ayudante del profesor, que siempre solía ser la madre de alguien.
Cuando me coge de la mano, me pregunto dónde estaría Sebastian entonces.
Contemplo nuestros dedos entrelazados y veo algo que me deja asombrada.
¿Sebastian Kydd se muerde las uñas?
—Vamos —dice mientras tira de mí hacia delante. Nos detenemos frente a un cuadro de un niño y una niña sentados en un banco de mármol junto a un lago de ensueño perdido en las montañas. Sebastian está detrás de mí, con la cabeza apoyada sobre la mía y los brazos alrededor de mis hombros—. A veces desearía poder entrar en este cuadro. Cerrar los ojos y despertarme ahí. Y quedarme para siempre.
¿Y qué pasa conmigo?, grita una vocecilla en mi cabeza. No sé por qué, pero de pronto no me gusta que me deje fuera de esa fantasía.
—¿No te aburrirías?
—No, si tú estás allí conmigo.
Estoy a punto de caerme. Se supone que los chicos no dicen esas cosas. O, mejor dicho, se supone que sí lo hacen, pero no es cierto. En realidad, ¿quién dice cosas como esa?
Un chico que está desesperadamente enamorado de ti. Un chico que se da cuenta de lo increíble y maravillosa que eres, aunque no seas animadora ni la chica más guapa del instituto. Un chico que te considera hermosa tal como eres.
—Mis padres están en Boston —dice—. ¿Quieres venir a mi casa?
—Claro. —Imagino que iría a cualquier parte con tal de estar con él.
Mi teoría es que se puede saber cómo es una persona al ver su habitación, pero, en el caso de Sebastian, no es cierto. Su dormitorio se parece más a la habitación de invitados de una antigua casa de huéspedes que a la guarida de un chico. Tiene un edredón rojo y negro hecho a mano, y un antiguo timón de madera colgado en la pared. Nada de pósteres, ni fotografías, ni álbumes, ni pelotas de béisbol… ni siquiera unos calcetines sucios. Miro por la ventana para contemplar un prado de color marrón apagado y, más allá, los austeros ladrillos amarillos de una clínica de rehabilitación. Cierro los ojos e intento fingir que estoy con Sebastian en el cuadro de Max Ernst, bajo un cielo azul celeste.
Ahora que estoy realmente en su habitación (con él, de verdad), me siento un poco inquieta.
Sebastian coge mi mano y me conduce hasta la cama. Coloca las manos a ambos lado de mi cara y me besa.
Apenas puedo respirar. Sebastian Kydd… y yo. Está ocurriendo de verdad.
Después de un rato, levanta la cabeza y me mira. Está tan cerca que puedo ver las diminutas motas verde oscuro que hay alrededor del iris de sus ojos. Está tan cerca que podría contarlas si me lo propusiera.
—No me has preguntado por qué no te he llamado —me dice.
—¿Se supone que debía hacerlo?
—La mayoría de las chicas lo habrían hecho.
—Puede que yo no sea como la mayoría de las chicas. —Eso suena bastante arrogante, pero no pienso decirle que me he pasado las dos últimas semanas en un estado de pánico emocional, saltando cada vez que sonaba el teléfono, mirándolo de reojo en clase, prometiéndome que nunca, jamás, volvería a hacer algo malo si él me hablaba de nuevo como lo hizo la noche del granero… Y después odiándome a mí misma por ser tan estúpida e infantil.
—¿Has pensado en mí? —pregunta con malicia.
Ay, madre. Una pregunta trampa. Si digo que no, se sentirá insultado. Si digo que sí, pareceré patética.
—Puede que un poco.
—Yo he pensado en ti.
—Entonces, ¿por qué no me has llamado? —le pregunto con tono juguetón.
—Tenía miedo.
—¿De mí? —Me echo a reír, pero él parece extrañamente serio.
—Tenía miedo de enamorarme de ti. No quiero enamorarme de nadie ahora mismo.
—Ah. —Siento el corazón en la boca del estómago.
—¿Y bien? —me pregunta mientras recorre mi mandíbula con los dedos.
Ajá. Sonrío. Solo es otra de sus preguntas trampa.
—Tal vez no hayas conocido a la chica adecuada —murmuro.
Acerca los labios a mi oreja.
—Esperaba que dijeras eso.