Los misterios del amor
—Cuéntame exactamente lo que te dijo.
—Dijo que yo era interesante. Y todo un personaje.
—¿Dijo que le gustabas?
—Creo que más bien le gustaba la idea que él se ha hecho de mí.
—Que te guste la idea que tienes de alguien, es distinto a que te guste esa persona de verdad —dice Maggie.
—Creo que si un chico dice que eres interesante y todo un personaje significa que le pareces especial —argumenta la Rata.
—Pero eso no quiere decir que quiera estar contigo. Puede que piense que eres especial… y rara —dice Maggie.
—Bueno, ¿qué ocurrió cuando nos marchamos? —pregunta la Rata, pasando por alto el comentario de la otra.
—Lali vino a rescatarnos. Él se fue a casa. Dijo que ya había tenido suficientes emociones por esa noche.
—¿Te ha dicho algo desde entonces? —pregunta Maggie.
Me rasco un picor imaginario.
—No, pero da igual.
—Te llamará —asegura la Rata con confianza.
—Por supuesto que llamará. Tiene que llamarte —dice Maggie, quizá con demasiado entusiasmo.
Han pasado cuatro días desde el incidente de la pintura en el granero, y estamos diseccionando lo ocurrido por enésima vez. Al parecer, la Rata y Walt volvieron después de que Lali nos rescatara, y, al ver que habíamos desaparecido junto con la escalera, se figuraron que estábamos bien. El lunes, cuando aparecimos en el instituto, no podíamos dejar de reírnos. Cada vez que uno de nosotros miraba por la ventana y veía «198» y esa enorme mancha roja, nos partíamos de risa. Cynthia Viande hizo referencia al incidente y dijo que el vandalismo contra la propiedad privada no quedaría impune, y que los perpetradores, si eran descubiertos, serían llevados a juicio.
Todos nos reímos por lo bajo.
Todos salvo Peter.
—¿De verdad los polis pueden llegar a ser tan estúpidos? —pregunta una y otra vez—. Porque estábamos allí. Y ellos nos vieron.
—¿Y qué es lo que vieron? ¿A unos cuantos chicos cerca de un viejo granero?
—Ese tal Peter… madre mía… —me dice Lali más tarde—. Es un paranoico. ¿Qué diablos estaba haciendo allí, para empezar?
—Creo que le gusta Maggie.
—Pero Maggie está con Walt…
—Lo sé.
—¿Es que ahora tiene dos novios? ¿Cómo es posible tener dos novios?
—Oye —dice Peter más tarde, cuando se acerca a mí en el pasillo—. No tengo muy claro si podemos confiar en Sebastian o no. ¿Y si nos delata?
—No te preocupes. Él sería la última persona que nos delataría.
Cuando oigo el nombre de Sebastian siento un vuelco en el estómago.
Desde el beso, la presencia de Sebastian ha sido como una sombra invisible sobre mi piel. No puedo ir a ningún sitio sin que esté él. En la ducha, sus manos me aplican el champú. Su rostro flota tras las palabras de mis libros de texto. El domingo, Maggie, Walt y yo fuimos a un rastrillo, y mientras rebuscaba entre las pilas de camisetas de los años sesenta solo pensaba en cuál le gustaría a Sebastian.
Llamará, seguro.
Pero no lo hace.
Pasa una semana, y el sábado por la mañana preparo de mala gana una pequeña maleta. Miro con perplejidad la ropa que he dejado sobre la cama. Son como los pensamientos aleatorios e inconexos de un millar de desconocidos. ¿En qué estaba pensando cuando compré ese suéter de los años cincuenta con abalorios? ¿Y ese pañuelo de color rosa para la cabeza? ¿Y esos leggins con las rayas amarillas? No tengo nada que ponerme para la entrevista. ¿Cómo puedo ser quien se supone que soy vestida de esa manera?
¿Y quién se supone que debo ser?
Limítate a ser tú misma.
Pero ¿quién soy?
¿Y si llama mientras estoy fuera? ¿Por qué no ha llamado todavía?
Tal vez le haya ocurrido algo.
¿Como qué? Lo has visto todos los días en el instituto y estaba bien.
—¿Carrie? —me llama mi padre—. ¿Estás lista?
—Casi. —Doblo una falda de cuadros y el suéter de abalorios antes de meterlos en la maleta; añado un cinturón ancho y una bufanda de Hermès que era de mi madre. La compró en un viaje a París que hizo con mi padre hace unos años.
—¿Carrie?
—¡Ya voy!
Corro escaleras abajo.
Mi padre siempre se pone nervioso antes de un viaje. Estudia los mapas y estima el tiempo y la distancia. Solo se siente cómodo con lo desconocido o lo inesperado si se trata de un número en una ecuación. No dejo de recordarle que no es para tanto. Brown es su alma máter, y solo está a cuarenta y cinco minutos de distancia.
Pero él se agobia. Lleva el coche al centro de lavado. Va a sacar dinero. Revisa su peine de viaje.
Dorrit pone los ojos en blanco.
—¡Vas a estar fuera menos de veinticuatro horas!
Llueve durante el viaje. Mientras nos dirigimos al este, me fijo en que las hojas de los árboles ya han empezado a huir de sus ramas, como las bandadas de pájaros que emigran al sur durante el invierno.
—Carrie —dice mi padre—, no te ahogues en un vaso de agua. No te machaques tanto por cosas sin importancia. —Por lo general, percibe cuándo algo va mal, aunque rara vez es capaz de dar con el mo tivo.
—No lo hago, papá.
—Porque si lo haces —continúa, calentando motores para uno de sus temas favoritos—, pierdes dos veces. Pierdes lo que has perdido, pero también pierdes la perspectiva. En la vida pasan muchas cosas. La vida es más grande que las personas. Se trata de la naturaleza. El ciclo vital… Escapa a nuestro control.
Pues no debería ser así. Tendría que haber una ley que dijera que siempre que un chico besa a una chica tiene la obligación de llamarla en menos de tres días.
—Así que, en resumen, viejo, la vida pasa y luego te mueres.
Lo digo de una manera que hace reír a mi padre. Por desgracia, puedo oír a Sebastian en el asiento trasero, riéndose también.
—Carrie Bradshaw, ¿no es así? —El tipo llamado George se cambia mi expediente de una mano a otra y me estrecha la mano—. Y usted debe de ser el señor Bradshaw.
—Así es —dice mi padre—. Curso de 1958.
George me estudia con la mirada.
—¿Estás nerviosa?
—Un poco.
—No lo estés. —Esboza una sonrisa tranquilizadora—. El profesor Hawkins es uno de los mejores. Tiene un doctorado en literatura inglesa y en física. He visto en tu solicitud que te interesan la ciencia y la escritura. Aquí en Brown podrás hacer las dos cosas. —Se ruboriza un poco, como si se diera cuenta de que está actuando como un vendedor. Añade de pronto—: Además, tienes muy buen aspecto.
—Gracias —replico en un murmullo. Me siento como un cordero que se dirige al matadero.
Comprendo de inmediato que me estoy comportando como una estúpida y que exagero demasiado. George tiene razón, en Brown todo es perfecto: los encantadores edificios de ladrillo rojo del campus de Pembroke College; College Green, salpicado de voluptuosos olmos que aún conservan las hojas; y la magnífica biblioteca John Carter Brown, con su pórtico de gigantescas columnas. Lo único que tengo que hacer es insertar mi imagen en esa imagen típica de una postal.
Sin embargo, a medida que transcurre el día después de la entrevista en el desaliñado despacho del profesor («¿Cuáles son sus ob jetivos, señorita Bradshaw?», «Me gustaría causar algún tipo de impacto en la sociedad, me gustaría contribuir en algo importante»), después del paseo turístico por el campus, los laboratorios de química, la sala de ordenadores, los dormitorios de los estudiantes de primer año y finalmente la cena con George en Thayer Street, empiezo a sentirme más y más frágil, como una muñeca de papel de seda. A mitad de la cena, cuando George menciona que hay un concierto de un grupo de rock en el teatro Avon, siento que no puedo negarme, aunque preferiría tumbarme en la habitación del hotel y pensar en Sebastian.
—Ve —me anima mi padre. Ya le han informado de que George es la clase de joven (inteligente, bien educado y amable) con el que siempre ha deseado que yo saliera.
—Te va a encantar Brown —dice George en el coche. Conduce un Saab.
Tiene un buen motor, aunque un poco caro, de corte europeo. Como George, pienso. Si no estuviera tan obsesionada con Sebastian, es probable que lo encontrara atractivo.
—¿Por qué te gusta tanto Brown? —pregunto.
—Soy de Nueva York, así que supone un agradable respiro. Por supuesto, pasaré este verano en la ciudad. Eso es lo bueno de Brown. Los programas de prácticas. Trabajaré para el New York Times.
De pronto, George me resulta mucho más interesante.
—Siempre he querido vivir en Nueva York —comento.
—Es el mejor sitio del mundo. Pero, por ahora, me basta con Brown. —Me sonríe vacilante—. Necesito explorar otras facetas de mí mismo.
—¿Cómo eras antes?
—Un tipo torturado —responde con una sonrisa—. ¿Y tú?
—Bueno, yo también soy una chica algo torturada —replico, pensando en Sebastian.
Sin embargo, cuando llegamos al teatro me hago la promesa de sacarme a Sebastian de la cabeza. Hay varios grupos de estudiantes sentados fuera junto a unas diminutas mesas de estilo francés, bebiendo cerveza y coqueteando. Mientras nos abrimos paso entre la multitud, George me pasa el brazo sobre los hombros y me da un apretón. Levanto la vista para mirarlo con una sonrisa.
—Eres una auténtica monada, Carrie Bradshaw —me susurra entonces al oído.
Nos quedamos hasta la hora del cierre, y cuando regresamos al coche George me besa. Me besa de nuevo en el camino de acceso al hotel. Es un beso limpio e indeciso, el beso de un hombre tradicional. Saca un bolígrafo de la guantera.
—¿Puedo pedirte el número de teléfono?
—¿Para qué? —pregunto entre risas.
—Para poder llamarte, boba. —Intenta besarme de nuevo, pero aparto la cabeza.
Me siento algo mareada, y la cerveza me ataca con todas sus fuerzas en cuanto me tumbo. Me pregunto si le habría dado mi número a George de no haber estado tan borracha. Es probable que tampoco le hubiera dejado que me besara. Pero seguro que Sebastian me llama ahora. Los chicos siempre llaman en cuanto hay otro hombre interesado. Son como los perros: jamás notan si has cambiado de peinado, pero detectan si hay otro hombre olisqueando su territorio.
Estamos de vuelta en Castlebury a media tarde del domingo, pero está claro que mis teorías no eran correctas. Sebastian no ha llamado. Maggie, sin embargo, sí lo ha hecho. Varias veces. Estoy a punto de telefonearla cuando vuelve a llamarme.
—¿Qué haces? ¿Puedes pasarte a verme?
—Acabo de volver —le digo, súbitamente decepcionada.
—Ha ocurrido algo. Algo importante. No puedo explicártelo por teléfono. Tengo que decírtelo en persona. —Maggie parece muy preocupada, así que me pregunto si sus padres van a divorciarse.
La madre de Maggie, Anita, me abre la puerta. Anita tiene un aspecto ojeroso, pero resulta evidente que en otro tiempo fue bastante guapa. Es una mujer muy, muy amable… de hecho, demasiado. Es tan amable que siempre me da la sensación de que la amabilidad se ha tragado a la auténtica Anita, y de que un buen día la señora hará algo drástico, como quemar la casa.
—Ay, Carrie —dice Anita—, me alegra muchísimo que hayas venido. Maggie se niega a salir de su habitación, y no quiere contarme lo que le pasa. Tal vez tú puedas lograr que baje las escaleras. Te estaría muy agradecida.
—Veré lo que puedo hacer, señora Stevenson —le digo en tono tranquilizador.
Esconderse en su habitación es algo que Maggie lleva haciendo desde que yo recuerdo. No sabría decir cuántas veces he tenido que convencerla para que saliera.
La habitación de Maggie es enorme, con ventanas que van del suelo al techo en tres de las paredes y un armario que ocupa toda la longitud de la cuarta. Casi todo el mundo en la ciudad conoce la casa de los Stevenson, ya que fue diseñada por un famoso arquitecto contemporáneo y está fabricada principalmente a base de cristal. El interior del edificio es bastante espartano, porque el padre de Maggie no soporta el desorden.
Abro un poco la puerta de su habitación mientras Anita se queda a un lado, nerviosa.
—¿Mags?
Maggie está tumbada en la cama, con un camisón blanco de algodón. Se incorpora bajo las sábanas como un fantasma, aunque un fantasma algo maleducado.
—¡Anita! —grita—. ¡Te dije que me dejaras en paz!
El rostro de Anita expresa temor, culpabilidad e impotencia, aunque siempre muestra más o menos lo mismo cuando se encuentra cerca de Maggie. Se aleja cuando yo entro.
—¿Mags? —pregunto con cautela—. ¿Te encuentras bien?
Maggie se sienta con las piernas cruzadas encima de la cama y apoya la cabeza sobre las palmas de las manos.
—No lo sé. He hecho algo terrible.
—¿Qué?
—No sé cómo decírtelo.
Adivino que tendré que esperar bastante para escuchar esa terrible revelación, así que me siento en esa cosa acolchada semejante a un taburete que Maggie utiliza como silla. Según su padre, se trata de un asiento ergonómico de diseño sueco creado para corregir la postura y evitar los dolores de espalda. También tiene una especie de amortiguador, así que reboto arriba y abajo por simple diversión.
Sin embargo, de pronto siento que estoy harta de los problemas de los demás.
—Escucha, Mags —digo con firmeza—, no tengo mucho tiempo. Debo pasarme por el Hamburger Shack para recoger a Dorrit. —Es cierto, más o menos. Es probable que al final tenga que ir a buscarla.
—Pero ¡Walt estará allí! —grita.
—¿Y?
Los padres de Walt insisten en que trabaje después de clase a fin de conseguir dinero para la universidad, pero el único curro que Walt ha tenido nunca es el del Hamburger Shack, donde le pagan cuatro dólares la hora. Y solo trabaja media jornada, así que me resulta difícil creer que algún día consiga reunir dinero suficiente ni para un semestre.
—Eso quiere decir que vas a verlo.
—¿Y?
—¿Le dirás que me has visto?
Esto se vuelve cada vez más irritante.
—No lo sé. ¿Debería decirle que te he visto?
—¡No! —exclama—. Llevo evitándolo todo el fin de semana. Le dije que iría a Filadelfia a visitar a mi hermana.
—¿Por qué?
—¿No lo entiendes? —Suspira de manera dramática—. Peter.
—¿Peter? —repito algo desconcertada.
—Me he acostado con él.
—¡¿Qué?! —Tengo las piernas encajadas en el asiento sueco y reboto con tanta fuerza que el chisme se cae al suelo, y yo con él.
—¡Chist! —susurra Maggie.
—No lo entiendo —digo mientras intento librarme del artilugio ergonómico—. ¿Te has acostado con Peter?
—He mantenido relaciones sexuales con él.
Otra que muerde el polvo.
—¿Cuándo? —pregunto una vez que logro alejarme del suelo.
—La noche pasada. En el bosque que hay detrás de mi casa. —Asiente—. ¿Recuerdas la noche que pintamos el granero? No dejaba de mirarme. Me llamó ayer por la mañana y dijo que tenía que verme. Dijo que llevaba más de tres años enamorado de mí en secreto, pero que temía hablar conmigo porque me consideraba tan maravillosa que creía que no me dignaría dirigirle la palabra. Luego fuimos a dar un paseo, y empezamos a enrollarnos de inmediato.
—¿Y luego qué? ¿Lo hicisteis sin más? ¿En medio del bosque?
—No hay por qué asombrarse tanto. —Maggie parece un poco dolida, aunque también algo arrogante—. Se nota que tú nunca lo has hecho.
—¿Cómo sabes que yo no lo he hecho?
—¿Lo has hecho?
—Todavía no.
—Pues eso.
—Así que te acostaste con él. ¿Encima de las hojas? ¿Qué pasa con las ramas? Podrías haberte clavado una en el culo.
—Créeme, cuando estás haciéndolo no te preocupas por cosas como las ramas.
—¿En serio? —Tengo que admitir que siento una tremenda curiosidad—. ¿Y qué tal fue?
—Asombroso. —Suspira—. No sé muy bien cómo describirlo, pero fue la sensación más maravillosa que he sentido en mi vida. Creo que es una de esas cosas que, una vez que la pruebas, solo quieres hacerlas una y otra vez. Y… —Hace una pausa para dar efecto a sus palabras—… creo que tuve un orgasmo.
Me quedo con la boca abierta.
—Eso es increíble.
—Lo sé. Peter dice que las chicas casi nunca tienen orgasmos la primera vez. Dice que debo de ser una persona muy sexual.
—¿Peter ya lo había hecho antes? —Si es así, me pego un tiro.
—Eso parece —dice Maggie con aire de suficiencia.
Durante un minuto, ninguna de las dos dice nada. Maggie tira de un hilo de la colcha con expresión soñadora mientras yo miro por la ventana, preguntándome cómo es posible que me haya quedado tan rezagada. De pronto, el mundo parece dividido en dos clases de personas: las que lo han hecho y las que no.
—Bueno —digo finalmente—. ¿Eso significa que Peter y tú estáis saliendo?
—No lo sé —susurra—. Creo que estoy enamorada de él.
—¿Y qué pasa con Walt? Creí que estabas enamorada de Walt.
—No. —Sacude la cabeza—. Creí que estaba enamorada de Walt hace un par de años. Pero, últimamente, es más un amigo que otra cosa.
—Entiendo.
—Solíamos llegar hasta la tercera base, pero Walt nunca quería pasar de ahí. Y eso me dio que pensar. Quizá Walt no me quería, después de todo. Llevamos juntos dos años. Lo más normal es que un chico quiera hacerlo después de dos años.
Me entran ganas de señalar que tal vez se esté reservando, pero lo cierto es que resulta bastante extraño.
—Entonces, ¿tú estabas dispuesta y él no? —pregunto, solo para aclarar las cosas.
—Yo quise hacerlo el día de mi cumpleaños, pero él se negó.
—Qué raro… —le digo—. Es muy, pero que muy raro.
—Y eso significa algo.
No necesariamente. Pero no tengo suficiente ánimo para contradecirla.
De repente, y aunque sé que en realidad no tiene nada que ver conmigo, experimento una profunda sensación de pérdida. Maggie, Walt y yo éramos una especie de unidad. Durante los dos últimos años íbamos a todos lados juntos. Nos colábamos en el club de campo por las noches y robábamos carritos de golf; enfriábamos un pack de seis cervezas en el arroyo y hablábamos sin parar sobre todo, desde los quarks hasta con quién salía Jen P. ¿Qué va a pasar ahora con nosotros tres? Porque lo cierto es que no logro imaginarme a Peter ocupando el lugar de Walt en nuestras aventurillas de poca monta.
—Supongo que tendré que romper con Walt —dice Maggie—. Pero no sé cómo. ¿Qué se supone que voy a decirle?
—Podrías intentar decirle la verdad.
—Carrie —dice con un tono zalamero—, me pregunto si tú podrías…
—¿Qué? ¿Romper con él? ¿Quieres que rompa con Walt en tu nombre?
—No, solo que vayas preparándolo —responde ella.
¿Maggie y Peter? No se me ocurren dos personas que encajen peor. Maggie es frívola y sensiblera. Y Peter es demasiado serio. Aunque puede que sus personalidades se contrarresten entre sí.
Aparco el coche en el estacionamiento del Hamburger Shack, apago el motor y pienso: «Pobre Walt».
El Hamburger Shack es uno de los pocos restaurantes que hay en la ciudad, y es famoso por sus hamburguesas cubiertas de cebolla y pimientos a la parrilla. Por aquí, eso es lo más parecido a la alta cocina. A la gente de Castlebury le chiflan la cebolla y los pimientos a la parrilla, y, aunque a mí me encanta cómo huelen, Walt, que tiene que encargarse de asar la cebolla y los pimientos, asegura que el olor le da ganas de vomitar. Se le pega a la piel, e, incluso cuando duerme, solo sueña con cebollas y pimientos.
Lo veo tras el mostrador, junto a la parrilla. Los únicos clientes son tres chicas adolescentes con el pelo teñido de múltiples tonos de rosa, azul y verde.
Acabo de pasar junto a ellas, cuando, de repente, me doy cuenta de que una de esas punks es mi hermana.
Dorrit se está comiendo un aro de cebolla, como si todo fuera de lo más normal.
—Hola, Carrie —me dice a modo de saludo—. ¿Te gusta mi pelo? —Coge su batido y vacía el vaso chupando ruidosamente por la pajita.
—Papá te matará —replico. Dorrit se encoge de hombros. Miro a sus amigas, que son igual de patéticas—. Ve al coche. Me reuniré contigo en un minuto.
—Aún no he acabado mis aros de cebolla —dice en un tono calmado. Detesto esa habilidad de mi hermana para hacer caso omiso de la autoridad, en especial cuando la voz de la autoridad soy yo.
—Vete al coche —insisto antes de alejarme.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Tengo que hablar con Walt.
Walt lleva puesto un delantal lleno de manchas, y tiene la frente cubierta de sudor.
—Odio este trabajo —dice mientras se enciende un cigarrillo en el aparcamiento.
—Pero las hamburguesas están buenas.
—Cuando salga de aquí, no quiero volver a ver una hamburguesa en toda mi vida.
—Walt —le digo—, Maggie…
Él me interrumpe.
—No ha ido a ver a su hermana a Filadelfia.
—¿Cómo lo sabes?
—Primero: ¿cuántas veces visita a su hermano? ¿Una vez al año? Y segundo: conozco a Maggie lo bastante bien para saber cuándo está mintiendo.
Me pregunto si sabe lo de Peter también.
—¿Qué vas a hacer?
—Nada, supongo. Esperaré a que ella rompa conmigo, eso es todo.
—Quizá debas romper tú con ella.
—Demasiado esfuerzo. —Walt arroja el cigarrillo hacia los arbustos—. ¿Para qué debería molestarme cuando el resultado será el mismo de todas formas?
Creo que a veces Walt es un poquito pasivo…
—Pero puede que si tú rompieras primero…
—¿Y evitarle a Maggie la sensación de culpabilidad? De eso nada.
Mi hermana se acerca con su nuevo pelo fluorescente.
—Será mejor que papá no te pille fumando —dice.
—Escucha, niñata. Primero: yo no estaba fumando. Y segundo: tú tienes cosas más importantes de las que preocuparte que los cigarrillos. Tu pelo, por ejemplo.
Walt sacude la cabeza mientras Dorrit regresa al coche.
—Mi hermano pequeño es igual que ella. Los jóvenes de esta generación… no tienen respeto por nada.