Pintando la mona
—Carrie, no lograrás librarte de esta con un comentario ingenioso —dice la señora Givens mientras señala el bote de pintura.
—No tenía pensado hacer ningún comentario ingenioso —insisto, como si fuera completamente inocente.
Tengo un problema con la autoridad. De verdad. Me quedo hecha polvo. Me convierto en auténtica gelatina cuando debo enfrentarme a algún adulto.
—¿Qué pensabas hacer con la pintura, entonces? —La señora Givens es una de esas señoras de mediana edad a las que no se puede mirar sin pensar: «Si alguna vez llego a convertirme en alguien como ella, pégame un tiro». Se carda el pelo hasta convertirlo en una mata seca que parece a punto de incendiarse en cualquier momento. De pronto me imagino a la señora Givens con la cabeza en llamas corriendo por los pasillos del instituto, y casi me da la risa.
—¿Carrie? —me llama.
—La pintura es para mi padre… para uno de sus proyectos.
—Esto no es propio de ti, Carrie. Nunca te habías metido en problemas antes.
—Se lo prometo, señora Givens. Esto no es nada.
—Muy bien. Puedes dejarme la pintura aquí y recogerla después de clase.
—Givens me ha confiscado el bote de pintura —le susurro a la Rata cuando entramos en clase de cálculo.
—¿Cómo lo ha encontrado?
—Me ha pillado cuando intentaba guardarlo en la taquilla.
—Mierda… —dice la Rata.
—Ya te digo. Tendremos que recurrir al plan B.
—¿Cuál es el plan B?
—Hay que entrar en acción —le explico—. Ya pensaré en algo.
Me siento y miro por la ventana. Estamos en octubre. La época idónea para encontrar una hoja roja perfecta y plancharla entre dos trozos de papel encerado. O para introducir clavos en una manzana crujiente mientras el jugo se desliza entre tus dedos. O para vaciar el viscoso contenido de una calabaza y tostar las semillas hasta que estén a punto de explotar. Pero, sobre todo, es el momento idóneo para pintar el año de nuestra graduación en el instituto en el tejado del granero. Siempre son los chicos los que se encargan de eso. Pero la Rata y yo decidimos que este año lo haríamos nosotras. ¿Por qué los chicos siempre se encargan de todo lo divertido? Lali también quiso unirse al grupo. Ella traería la escalera, y la Rata y yo nos en cargaríamos de la pintada. Más tarde, Maggie dijo que también iba a participar. Maggie resulta bastante inútil en este tipo de situaciones, pero se me ocurrió que podría ocuparse de las bebidas y el tabaco. Y luego Maggie se lo contó todo a Peter. Le advertí expresamente que no le dijera nada, pero me replicó que no podía hacer algo así, y ahora Peter está entusiasmado, aunque asegura que no tomará parte en el acto en sí. En lugar de eso, planea quedarse allí para dirigirnos.
Después de cálculo, me dirijo al granero para echar una ojeada a la estructura. Tiene al menos cien años, y, aunque parece bastante firme, el tejado es más alto e inclinado de lo que yo pensaba. Pero si nos acobardamos, es probable que los chicos lo hagan la semana que viene, y no quiero que eso ocurra. Se acabó lo de desperdiciar las oportunidades. Quiero dejar una especie de impronta en el Instituto Castlebury para que cuando sea vieja pueda decir: «Lo hice. Pinté el año de nuestra graduación en el viejo granero». De un tiempo a esta parte, no le tengo tanta manía al instituto como solía, y he estado de bastante buen humor. Hoy llevo puesto un peto, unas zapatillas Converse y una camiseta de cuadros rojos y blancos que compré en una tienda retro para la ocasión. También me he hecho dos trenzas, y llevo una cinta de cuero alrededor de la cabeza.
Estoy aquí de pie, mirando el tejado, cuando de repente me siento inundada por una misteriosa felicidad y empiezo a realizar mi mejor imitación de John Belushi en Desmadre a la americana. Doy una vuelta completa al granero y, al llegar al lugar de inicio, veo que Sebastian Kydd está allí mirándome con curiosidad mientras saca un cigarrillo de su paquete de Marlboro.
—¿Te diviertes? —pregunta.
—Desde luego —respondo. Debería sentirme abochornada, pero no lo estoy. Odio esa estúpida norma según la cual las chicas deben avergonzarse por todo, por lo que hace mucho tiempo decidí que no lo haría—. ¿Y tú? ¿Lo pasas bien?
—Relativamente.
Estoy segura de que se está divirtiendo, pero no conmigo. Después de esa noche en The Emerald… nada. No me ha llamado, ni se ha pasado por casa… Lo único que he conseguido de él es que me mire con perplejidad cuando me ve en clase de cálculo, en los pasillos o en el granero.
Me digo a mí misma que no pasa nada; de todas formas, no necesito tener novio… Pero eso no evita que mi mente siga sus propios derroteros cada vez que él está cerca. Es casi tan malo como tener doce años… peor aún, porque me recuerda que a estas alturas ya debería haber espabilado un poco.
Echo un vistazo a Sebastian pensando que es una suerte que no pueda leerme los pensamientos, pero él ya no me presta atención. Contempla por encima de mi hombro a las dos Jen, que ascienden con mucho cuidado por la colina con sus tacones altos, como si nunca hubieran caminado sobre la hierba. Su aparición no resulta sorprendente. Las dos Jen siempre siguen a Sebastian a todas partes, como dos pequeños y alegres remolques.
—Anda… —comento—. Ya está aquí tu club de fans.
Él me mira con expresión interrogante, pero no dice nada. En mis fantasías, Sebastian es una persona perspicaz e inteligente. Pero lo cierto es que en realidad no sé nada de él.
Lali viene a buscarme en la camioneta esa noche a las nueve en punto. Llevamos jerséis negros de cuello vuelto, pantalones de ese mismo color y zapatillas de deporte. Hay una luna llena espectacular. Lali me pasa una cerveza, yo pongo la radio y empezamos a cantar a gritos. Estoy segura de que esto va a ser lo mejor que hemos hecho en nuestra vida. Estoy segura de que este va a ser el auténtico «momento del último año»… Un momento para recordar.
—¡Que te jodan, Cynthia Viande! —grito sin ningún motivo aparente.
—¡Que te jodan, Instituto Castlebury! —exclama Lali—. ¡Que se jodan los VIP también!
Llegamos al camino de acceso del instituto a casi ciento treinta kilómetros la hora y nos adentramos directamente en el césped. Intentamos subir colina arriba, pero la camioneta se queda atascada, así que decidimos dejar el coche en un oscuro rincón del aparcamiento. Mientras nos afanamos en sacar la escalera de la parte trasera, oigo el revelador ronroneo de un motor de ocho cilindros en V y, cómo no, Sebastian Kydd aparca exactamente a nuestro lado.
¿Qué demonios está haciendo aquí?
Baja la ventanilla.
—¿Necesitáis ayuda, chicas?
—No.
—Sí —dice Lali. Me dirige una de esas miradas que significan: «Cállate». Y yo se la devuelvo.
Sebastian sale del coche. Es como una pantera que acaba de despertarse de la siesta. Incluso bosteza.
—¿Una noche floja?
—Podría decirse así —dice Lali.
—Podrías mover el culo y ayudarnos, ya que al parecer no piensas marcharte —añado.
—¿Podemos confiar en ti? —pregunta Lali.
—Depende de lo que queráis confiarme —responde él.
Al final, llevamos la escalera hasta el granero, y es entonces cuando aparece la Rata con la pintura y una enorme brocha. Dos gigantescas luces cónicas se mueven en el aparcamiento, lo que indica que Maggie ya ha llegado en su Cadillac. Maggie asegura que no puede estar pendiente de las luces largas y las cortas, así que por lo general deja ciegos a sus colegas los motoristas. Aparca el coche y asciende por la colina con Walt y Peter pisándole los talones. Peter se ocupa de examinar la pintura.
—¿Roja? —pregunta, y luego, como si no lo hubiéramos oído la primera vez, repite—: ¿Roja?
—¿Qué tiene de malo el rojo?
—No es el color que se utiliza tradicionalmente en Castlebury para esto. Debería ser azul.
—Queríamos que fuese roja —señalo—. Quien hace la pintada, elige el color.
—Pero no es el color correcto —insiste Peter—. Durante el resto del curso, cuando mire por la ventana, veré el año de nuestra graduación pintado en rojo y no en azul.
—¿Y qué más da? —pregunta Sebastian.
—El rojo es una provocación. Es mandar a la mierda la tradición —dice Walt—. Pero, bueno, ¿no es esa la intención?
—Tienes razón, hermano. —Sebastian asiente.
Maggie se rodea el pecho con los brazos.
—Estoy asustada.
—Fúmate un cigarrillo —replica Walt—. Eso calmará tus nervios.
—¿Quién tiene las bebidas? —pregunta Lali. Alguien le pasa una botella de whisky. Ella da un trago y se limpia la boca con la manga.
—Vale, Bradley. Subamos a ese tejado —dice la Rata.
Al unísono, echamos la cabeza hacia atrás y alzamos la vista hacia lo alto. La luna anaranjada se ha escondido tras el tejado, que proyecta una sombra negra y rectangular. Bajo esa luz escalofriante, nuestra meta parece tan alta como el Everest.
—¿Vais a subir ahí? —pregunta Sebastian atónito.
—A Bradley se le daba muy bien la gimnasia —dice la Rata—. Muy, pero que muy bien. Hasta que cumplió los doce años, al menos. ¿Recuerdas cuando diste aquel salto en la barra de equilibrios y aterrizaste de c…?
—Preferiría no hacerlo —replico antes de echarle una miradita de soslayo a Sebastian.
—Yo subiría también, pero me dan miedo las alturas —explica Lali. Las alturas, de hecho, son lo único a lo que admite tenerle miedo, probablemente porque cree que eso la convierte en una persona más interesante—. Cada vez que cruzo el puente hacia Hartford tengo que tumbarme en el suelo para no marearme.
—¿Y si eres tú la que conduce? —pregunta la Rata.
—En ese caso, se detiene en medio del tráfico y se sienta allí temblando hasta que llega la policía y se lleva su coche —respondo. Me parece una posibilidad de lo más divertida.
Lali me mira con rabia.
—Eso no es cierto. Si conduzco yo es diferente.
—Claro, claro… —añade Walt.
Maggie da un buen trago de whisky.
—Quizá deberíamos irnos a The Emerald. Me está entrando frío.
De eso nada… No después de todo este esfuerzo.
—Vete a The Emerald si quieres, Mags. Yo pienso acabar esto —le digo con la esperanza de parecer convencida.
Peter le frota los hombros a Maggie, un gesto que a Walt no le pasa desapercibido.
—Nos quedaremos. Iremos a The Emerald más tarde.
—Está bien —dice la Rata con tono mordaz—. El que no quiera estar aquí debería marcharse ya. Los que quieran quedarse, que se callen de una vez.
—Yo me quedo —dice Walt, que enciende un cigarrillo—. Y no pienso callarme.
El plan es sencillo: Lali y Peter sujetarán la escalera mientras yo subo. Una vez que esté arriba, Sebastian subirá con el bote de pintura. Coloco la mano sobre uno de los peldaños. El metal acanalado está bastante frío. Mira hacia arriba, me recuerdo a mí misma. El futuro está ante ti. No mires abajo. Nunca mires atrás. Nunca dejes que te vean sudar.
—Venga, Carrie.
—Puedes hacerlo.
—Ha llegado arriba. Ay, madre mía… ¡Está en el tejado! —Esa es Maggie.
—¿Carrie? —dice Sebastian—. Estoy justo detrás de ti.
La luna llena se ha convertido en una brillante esfera blanca rodeada por un millón de estrellas.
—¡Aquí arriba todo es precioso! —grito—. Deberíais echar una ojeada.
Me incorporo poco a poco y doy unos cuantos pasos para probar mi equilibrio. No es tan difícil. Me recuerdo a mí misma que todos los chicos han hecho esto en el pasado. Sebastian se encuentra en el extremo superior de la escalera con la pintura. Con el bote en una mano y la brocha en la otra, comienzo a avanzar hacia un lado del tejado.
Empiezo a pintar mientras el grupo de abajo entona una especie de cántico.
—Uno… Nueve… Ocho…
—MIL NOVECIENTOS OCHENTA Y…
Y justo cuando estoy a punto de pintar el último número, me resbalo.
El bote sale disparado de mi mano, rebota una vez y rueda por el tejado, dejando un impresionante rastro de pintura a su paso. Oigo un golpe sordo cuando cae sobre la hierba. Luego… nada.
—¿Carrie? —pregunta la Rata vacilante—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien.
—¡No te muevas! —grita Peter.
—No me muevo.
Y es cierto. No me estoy moviendo. Pero luego, con agonizante lentitud, empiezo a resbalarme. Intento clavar la punta del pie en las tablillas que hay entre las tejas para detenerme, pero mi zapatilla resbala sobre la mancha de pintura roja. Me aseguro a mí misma que no voy a morir. No ha llegado mi hora. Si fuera a morir, lo sabría, ¿verdad? Una parte de mi cerebro es consciente de las raspaduras de mi piel, pero todavía no siento dolor. Me imagino con una escayola que me cubre de la cabeza a los pies, pero en ese momento una mano firme sujeta mi muñeca y tira de mí hacia arriba. Veo que, por detrás de mí, el extremo de la escalera se aparta del borde, y se oye un fuerte estrépito cuando cae sobre los arbustos.
Todo el mundo está gritando.
—Estamos bien, ¿vale? Estamos bien. No hay heridos —grita Sebastian, y en ese momento empieza a oírse el ruido de la sirena de un coche de policía.
—Ya puedo despedirme de Harvard —dice Peter.
—Esconde la escalera en el granero —ordena Lali—. Si la poli nos pregunta, diremos que hemos venido aquí a fumarnos unos cigarrillos.
—Maggie, dame la botella —dice Walt. Se oye un ruido de cristales rotos cuando arroja la botella al granero.
Sebastian tira de mi brazo.
—Tenemos que llegar al otro lado.
—¿Por qué?
—No preguntes. Solo hazlo —me ordena mientras caminamos por el tejado—. Túmbate de espaldas con las rodillas flexionadas.
—Pero desde aquí no veo lo que pasa… —protesto.
—Te haré un informe. No te muevas y no digas ni una palabra, y reza para que los polis no nos descubran.
Mi respiración es tan fuerte como el ruido de un tambor.
—Hola, agentes —dice Walt cuando se acerca la policía.
—¿Qué estáis tramando, chicos?
—Nada, solo fumábamos unos cigarrillos —dice Peter.
—¿Habéis estado bebiendo?
—No —responden a coro.
Se produce un silencio seguido del sonido de unos pasos sobre la hierba mojada.
—¿Qué demonios es esto? —pregunta uno de los polis. La luz de su linterna se eleva hacia el tejado y se pierde en el cielo—. Chicos, ¿habéis pintado el granero? Eso es un delito. Una invasión de la propiedad privada.
—Hola, Marone —le dice Lali a uno de los polis—. Soy yo.
—Vaya… —dice Marone—. Lali Kandesie. Oye, Jack, es Lali, la hija de Ed.
—¿Quieres que echemos un vistazo por los alrededores? —pregunta Jack con cautela ahora que sabe que está delante de la hija de su jefe.
—No. Me parece que todo está en orden —contesta Marone.
Jack suelta un resoplido.
—Está bien, chicos. Se acabó la fiesta. Nos aseguraremos de que subís a vuestros coches y llegáis a casa sanos y salvos. —Y, tras eso, todos se marchan.
Sebastian y yo nos quedamos tumbados en el tejado. Alzo la vista hacia las estrellas, muy consciente de que su cuerpo se encuentra a escasos centímetros del mío. Si esto no es romántico, no sé qué puede serlo.
Sebastian se asoma por el borde.
—Creo que se han ido.
De repente nos miramos el uno al otro y nos echamos a reír. La risa de Sebastian (nunca había oído nada parecido) es ronca, profunda y ligeramente dulce, como una fruta madura. Imagino que el sabor de su boca también será algo afrutado, aunque también ácido, con un toque de nicotina. En cualquier caso, las bocas de los chicos nunca son como crees que van a ser. Algunas veces están agarrotadas y los dientes son afilados, y otras son suaves, como cuevas llenas de almohadones.
—Bueno, Carrie Bradshaw —me dice—, ¿cuál es tu gran plan ahora?
Me llevo las rodillas al pecho.
—No tengo ningún plan.
—¿Tú? ¿Sin un plan? Será la primera vez.
¿En serio? ¿Eso es lo que piensa de mí? ¿Que soy una especie de bicho raro que siempre planea las cosas? Siempre me he considerado bastante espontánea.
—No siempre tengo un plan.
—Pues parece que siempre sabes a donde vas.
—¿De verdad?
—Desde luego. Yo apenas puedo seguirte.
¿Qué significa eso? ¿Esto es un sueño o qué? ¿De verdad estoy manteniendo esta conversación con Sebastian Kydd?
—Siempre puedes llamarme.
—Ya lo he hecho. Pero tu teléfono siempre comunica. Esta noche iba a pasarme por tu casa, pero, cuando vi que te subías a la camioneta de Lali, te seguí. Supuse que estarías tramando algo interesante. —¿Está diciendo que le gusto?—. Sin duda, eres todo un personaje.
¿Un personaje? ¿Eso es bueno o malo? ¿Qué clase de chico se enamora de un personaje?
—Supongo que puedo ser… divertida, a veces.
—Eres muy divertida. Y muy interesante. Eso es bueno. La mayoría de las chicas son un rollo.
—¿En serio?
—Venga, Carrie. Tú eres una chica. Deberías saberlo.
—Yo creo que las chicas son bastante interesantes. Quiero decir que son mucho más interesantes que los chicos. Los chicos sí que son un rollo.
—¿Yo soy aburrido?
—¿Tú? Tú no eres aburrido en absoluto. Solo quería decir…
—Lo sé. —Se acerca un poco más—. ¿Tienes frío?
—Estoy bien.
Se quita la chaqueta. Cuando me la pongo, se fija en mis manos.
—Madre mía —dice—, eso debe de doler bastante.
—Duele… un poco. —Me escuecen muchísimo los arañazos de las palmas—. Aunque no es lo peor que me ha ocurrido. Una vez me caí de la parte trasera de la camioneta de los Kandesie y me rompí la clavícula. No me enteré de que la tenía rota hasta el día siguiente. Lali me obligó a ir al médico.
—Lali es tu mejor amiga, ¿eh?
—Pues sí. Ha sido mi mejor amiga desde que teníamos diez años. Oye… —Me quedo callada un momento antes de hacerle la pregunta—: ¿Quién es tu mejor amigo?
—No tengo ningún mejor amigo —responde mientras contempla los árboles.
—Supongo que los chicos son así —replico, como si pensara en voz alta. Me miro las manos—. ¿Crees que conseguiremos bajar de este tejado?
—¿Quieres bajar de este tejado?
—No.
—Pues no pienses en ello. Al final, alguien vendrá a buscarnos. Lali, tal vez, o tu amiga la Rata. Esa tía es guay.
—Sí. —Asiento—. Tiene toda su vida planeada. Ha solicitado un ingreso anticipado en Yale. Y, sin duda, se lo concederán.
—Eso debe de ser genial —comenta él con un toque de amargura.
—¿Te preocupa tu futuro?
—¿No le preocupa a todo el mundo?
—Supongo que sí… Pero creí… no sé. Creí que irías a Harvard o algo así. ¿No estabas en un colegio privado?
—Lo estaba. Pero me di cuenta de que no quería ir a Harvard.
—¿Cómo es posible que alguien no quiera ir a Harvard?
—Porque es una gilipollez. Vas a Harvard. Luego hay que hacer un máster en derecho. O en empresariales. Después vendrá lo del traje y trabajar para una gran corporación. Coger el interurbano todos los días hasta Nueva York. Y luego alguna chica me obligará a casarme con ella y, antes de que me dé cuenta, tendré hijos y una hipoteca. Se acabó el juego.
—Puf… —No es exactamente lo que una chica desea oírle decir a un chico, pero gana muchos puntos por ser sincero—. Sé lo que quieres decir. Siempre he dicho que nunca me casaré. Es muy poco original.
—Cambiarás de opinión. Todas las mujeres lo hacen.
—Yo no. Yo seré escritora.
—Tienes pinta de escritora —dice él.
—¿En serio?
—Claro. Da la impresión de que siempre hay algo que te ronda la cabeza.
—¿Tan transparente soy?
—Un poco, sí. —Se inclina hacia delante y me besa.
Y de repente mi vida se divide en dos: en un antes y un después.