6

Mala química

He tenido novios antes y, para ser sincera, todos fueron una decepción.

No había nada terrible en esos chicos. Fue culpa mía. Soy una especie de esnob en lo que se refiere al sexo masculino.

Hasta ahora, el mayor problema de los chicos con los que he salido es que no eran demasiado inteligentes. Y, al final, acabo odiándome a mí misma por estar con ellos. Me asustaba fingir ser algo que no era. Me di cuenta de lo fácil que resultaba, y eso me hizo comprender que las demás chicas también lo hacían… lo de fingir, quiero decir. Una chica puede empezar fingiendo en el instituto y seguir así el resto de su vida, hasta que explota y sufre una crisis emocional, algo que les ha ocurrido a unas cuantas madres de por aquí. De repente, un día estallan y no vuelven a levantarse de la cama en tres años.

Pero me estoy apartando del tema. Novios. He tenido dos importantes: Sam, que era un colgado, y Doug, que estaba en el equipo de baloncesto. Sam era el que más me gustaba de los dos. Podría haber llegado a quererlo, pero sabía que no duraría mucho. Sam era guapo pero estúpido. Iba a clases de carpintería, algo que yo ni siquiera sabía que existía hasta que me regaló para San Valentín una cajita de madera que él mismo había hecho. A pesar de su falta de inteligencia (o quizá gracias a ella, por más perturbador que resulte), cuando estaba con él me parecía tan atractivo que me daba vueltas la cabeza. Iba a su casa después de clase y nos quedábamos en el sótano con sus hermanos, escuchando Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, mientras se pasaban una pipa de agua. Luego Sam y yo subíamos a su habitación y nos enrollábamos durante horas. La mitad del tiempo tenía la impresión de que no debería estar allí, de que estaba desperdiciando un tiempo precioso con una actividad que no me conduciría a nada (en otras palabras, que no utilizaba mi tiempo de manera «constructiva», como diría mi padre). Sin embargo, me sentía tan bien que no podía dejarlo. Puede que mi mente me dijera que me levantara, me fuera a casa, estudiara, escribiera historias y viviera la vida, pero mi cuerpo era como una criatura marina sin huesos, incapaz de moverse en tierra. Ni siquiera recuerdo haber mantenido una conversación con Sam. No hacíamos más que tocarnos y besarnos en una burbuja de tiempo que parecía no tener conexión alguna con la vida real.

Más tarde, mi padre nos llevó a mis hermanas y a mí de excursión cultural por Alaska durante dos semanas, y allí conocí a Ryan, que era alto y delicado como la madera pulida. Ryan iba a ir a la universidad de Duke, y yo me enamoré de él. Cuando regresé a Castlebury, apenas soportaba mirar a Sam. Él no dejaba de preguntarme si había conocido a otra persona. Fui una cobarde y le dije que no, sobre todo porque Ryan vivía en Colorado y sabía que no volvería a verlo. Con todo, Ryan había hecho estallar la burbuja de Sam y la había convertido en un pequeño charco de jabón líquido. Al fin y al cabo, de eso están hechas las burbujas: de aire y un poco de jabón. Se acabaron las maravillas de la buena química, del buen rollo.

Con mala química, sin embargo, ni siquiera consigues una burbuja. ¿Doug y yo? Mala química.

Doug era un año mayor, un estudiante de último año cuando yo iba a tercero. Era uno de los deportistas, un jugador del equipo de baloncesto, amigo de Tommy Brewster, Donna LaDonna y el resto de la tropa VIP. Doug no era muy listo. Tampoco era tan guapo como para que hubiera un montón de chicas detrás de él, pero era bastante atractivo. Lo único malo de él eran los granos. No tenía muchos, solo un par de ellos que siempre parecían estar en el máximo apogeo de su ciclo vital. Pero yo sabía que tampoco era perfecta. Si quería tener novio, tendría que pasar por alto los pequeños defectos.

Nos presentó Jen P. y, como era de esperar, a finales de semana él se acercó a mi taquilla y me preguntó si quería ir al baile.

Eso estuvo bien. Doug vino a recogerme en el pequeño coche blanco de su madre. Pude hacerme una idea de cómo era su madre viendo el coche: una mujer nerviosa con la piel pálida y la melena rizada apretada de quien su hijo se avergonzaba. Me deprimió bastante, pero me dije a mí misma que debía vivir la experiencia hasta el final. En el baile, estuve con las dos Jen, con Donna LaDonna y con otras chicas mayores. Todas permanecían de pie con una pierna a un lado, así que yo hice lo mismo y fingí que no me sentía intimidada.

—Hay unas vistas preciosas desde la parte superior de la calle Mott —dijo Doug después del baile.

—¿Ese lugar no está al lado de la casa encantada?

—¿Crees en fantasmas?

—Claro. ¿Tú no?

—No —dijo él—. Ni siquiera creo en Dios. Eso son cosas de chicas.

Juré que me parecería menos a las chicas.

Había unas buenas vistas desde la parte superior de la calle Mott. Se veía todo, desde los manzanares hasta las luces de Hartford. Doug dejó la radio encendida y luego colocó la mano bajo mi barbilla, me volvió la cabeza y me besó.

No fue horrible, pero tampoco hubo pasión. Me quedé sorprendida cuando me dijo:

—Se te da bien besar. Supongo que has practicado mucho.

—No. Casi nada.

—¿En serio? —preguntó.

—En serio —respondí.

—Porque no quiero salir con una chica que haya salido con todos los tíos…

—No he estado con nadie. —Pensé que estaba loco. ¿Es que no sabía nada sobre mí?

Había más coches aparcados a nuestro alrededor, y seguimos enrollándonos. La noche empezaba a resultarme deprimente. Así que eso era, ¿no? Así era salir con alguien VIP. Sentarse en un coche rodeado de otros coches en los que todo el mundo se enrollaba y ver hasta dónde se podía llegar, como si fuera una especie de requisito. Empecé a preguntarme si los demás lo disfrutaban tan poco como yo.

Con todo, asistía a los partidos de baloncesto de Doug e iba a su casa después de clase, aunque había cosas que me apetecían mucho más, como leer novelas románticas. Su casa era tan espantosa como la había imaginado: un lugar diminuto en una calle diminuta (Maple Lane), que podría haber estado en Ciudad Cualquiera, Estados Unidos. Supongo que si hubiera estado enamorada de Doug eso no me habría importado. No obstante, si hubiera estado enamorada de Doug habría sido incluso peor, porque habría mirado a mi alrededor y me habría dado cuenta de que así sería mi vida, y en ese momento se habría hecho pedazos mi sueño.

Sin embargo, en lugar de decir: «Doug, no quiero verte más», me rebelé.

Ocurrió después de otro baile. Casi había dejado que Doug llegara a la tercera base, así que él supuso que era el momento de meterme en cintura. El plan era quedarnos en el coche con otra pareja: Donna LaDonna y un tío llamado Roy, que era el capitán del equipo de baloncesto. Ellos estaban en el asiento delantero. Nosotros, en el trasero. Íbamos a un sitio en el que nunca nos pillarían, un lugar en el que nadie nos encontraría: un cementerio.

—Espero que no sigas creyendo en fantasmas —dijo Doug antes de darme un apretón en la pierna—. De lo contrario, pensarás que nos están observando.

No respondí. Estaba estudiando el perfil de Donna LaDonna. Su cabello era como un remolino de algodón de azúcar blanco. Pensé que se parecía a Marilyn Monroe. Deseé parecerme también a Marilyn Monroe. Marilyn, supuse yo, sabría qué hacer.

Cuando Doug se bajó la cremallera de los pantalones e intentó agacharme la cabeza, tuve suficiente. Salí del coche. La única palabra que me venía a la cabeza una y otra vez era «farsa». Todo aquello era una farsa. Resumía todo lo que estaba mal entre ambos sexos.

Estaba demasiado enfadada para tener miedo. Empecé a caminar por el pequeño sendero que serpenteaba entre las lápidas. Tal vez creyera en fantasmas, pero no me asustaban. Era la gente la que daba problemas. ¿Por qué no podía ser como cualquier otra chica y darle a Doug lo que quería? Me imaginé a mí misma como una figurita de plastilina, y luego una mano que bajaba y me estrujaba hasta que la plastilina salía a borbotones entre los dedos.

Para distraerme, empecé a contemplar las lápidas. Las tumbas eran bastante antiguas; algunas tenían más de cien años. Comencé a buscar un tipo en particular. Resultaba un poco macabro, pero mi estado de ánimo también lo era. Tal como cabía esperar, encontré una: «Jebediah Wilton. Muerto a los 4 meses. 1888». Me dio por pensar en la madre de Jebediah y en el dolor que debió de sentir al enterrar a su bebé. Imaginé que sería mucho más doloroso que dar a luz. Me puse de rodillas y me cubrí la boca antes de gritar.

Supongo que Doug creyó que regresaría enseguida, porque no se molestó en buscarme hasta un buen rato después. Detuvo el coche y abrió la puerta.

—Sube —dijo Doug.

—No.

—Zorra —dijo Roy.

—Sube al coche —me ordenó Donna LaDonna—. Termina ya con esta escenita. ¿Es que quieres que venga la poli o qué?

Me subí al coche.

—¿Ves? —le dijo Donna LaDonna a Doug—. Te dije que no lo haría.

—No pienso acostarme con alguien solamente para impresionarte —aseguré yo.

—Vaya… —dijo Roy—. Sí que es una zorra…

—No soy una zorra —señalé—. Solo una mujer que tiene cerebro.

—¿Ahora eres una mujer? —preguntó Doug con una sonrisa desdeñosa—. No me vengas con esas…

Sabía que eso habría debido avergonzarme, pero me aliviaba tanto que se hubiera terminado que no pude enfadarme. Estaba claro que Doug no volvería a pedirme que saliera con él.

No obstante, lo hizo. Lo primero que me encontré el lunes por la mañana fue a Doug de pie junto a mi taquilla.

—Necesito hablar contigo —me dijo.

—Pues habla.

—Ahora no. Luego.

—Estoy ocupada.

—Eres una mojigata —dijo con desprecio—. Una frígida. —Al ver que yo no respondía, añadió con un tono escalofriante—: De acuerdo. Ya sé cuál es tu problema. Ahora lo entiendo.

—Genial —repliqué.

—Me pasaré por tu casa después de clase.

—No lo hagas.

—No hace falta que me digas lo que debo hacer —me advirtió mientras hacía girar una pelota de baloncesto imaginaria sobre su dedo índice—. No eres mi madre. —Lanzó la pelota imaginaria hacia un aro invisible y se marchó.

Doug se pasó por mi casa esa tarde. Levanté la mirada de mi máquina de escribir y vi su patético coche blanco en el camino de entrada, como un ratón que se aproxima con cautela a un trozo de queso.

Del piano salió un acorde desafinado de Stravinski y luego oí los suaves pasos de Missy bajando las escaleras.

—¿Carrie? —me llamó desde abajo—. Aquí hay alguien que ha venido a verte.

—Dile que no estoy.

—Es Doug…

—Vamos a dar una vuelta en coche —dijo Doug.

—No puedo —dije—. Estoy ocupada.

—Escucha… —añadió él—. No puedes hacerme esto. —Estaba suplicando, y comencé a sentir lástima por él—. Me lo debes —susurró—. No es más que un paseo en coche…

—De acuerdo —accedí. Supuse que tal vez se lo debiera por haberlo humillado delante de sus amigos—. Mira —le dije cuando nos subimos al coche y empezamos a avanzar hacia su casa—. Siento mucho lo de la otra noche. Lo que pasa es que…

—Lo sé. No estás preparada —dijo Doug—. Lo entiendo. Con todo lo que has pasado…

—No, no se trata de eso. —Sabía que no tenía nada que ver con la muerte de mi madre. Sin embargo, no me atrevía a decirle a Doug la verdad: que mi reticencia se debía a que no lo encontraba atractivo en absoluto.

—No pasa nada —dijo—. Te perdono. Voy a darte la oportunidad de compensarme.

—¡Ja! —exclamé con la esperanza de que estuviera bromeando.

Doug pasó de largo su casa y siguió avanzando hacia el camino de tierra que conducía al río. Entre su triste casita y el río había kilómetros y kilómetros de marismas, desiertas en noviembre. Empecé a asustarme.

—Doug, para.

—¿Por qué? —preguntó él—. Tenemos que hablar.

En ese momento supe por qué los chicos odian esa frase: «Tenemos que hablar». Me provocó una sensación de hastío y ganas de vomitar.

—¿Adónde vamos? Por ahí no hay nada.

—Está el Árbol Arma —dijo.

El Árbol Arma estaba mucho más abajo, junto al río; se llamaba así porque un rayo le había arrancado las ramas y le había dado forma de pistola. Comencé a evaluar mis posibilidades de huida. Si llegábamos hasta el río, podría saltar del coche y correr por el estrecho sendero que se perdía entre los árboles. Doug no podría seguirme por allí con el coche, pero estaba claro que me alcanzaría corriendo. ¿Y qué haría después? ¿Violarme? Podría violarme y matarme después. No quería perder mi virginidad con Doug Haskell, por el amor de Dios, y menos de esa forma. Decidí que tendría que matarme primero.

Aunque tal vez solo quisiera hablar.

—Escucha, Doug, siento lo de la otra noche…

—¿Lo sientes?

—Por supuesto. Pero no quería acostarme contigo habiendo otras personas en el coche. Eso es asqueroso.

Estábamos a casi un kilómetro de la civilización.

—Ya… Bueno, supongo que eso puedo entenderlo. Pero Roy es el capitán del equipo de baloncesto y…

—Roy es repugnante. De verdad, Doug. Tú eres mucho mejor que él. Ese tío es un capullo.

—Es uno de mis mejores colegas.

—Tú deberías ser el capitán del equipo de baloncesto. Eres más alto y más guapo. Y más listo. Si quieres saber mi opinión, Roy se está aprovechando de ti.

—¿Tú crees? —Apartó la vista de la carretera para mirarme. Cada vez había más baches, ya que era un camino más adecuado para tractores que para coches, así que Doug tuvo que reducir la velocidad.

—Pues claro —dije con soltura—. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo dice que eres mejor jugador que Roy…

—Es cierto.

—Y… —Eché un vistazo al velocímetro. Treinta kilómetros la hora. El coche se sacudía como un viejo toro salvaje. Si quería escapar, tenía que hacerlo en ese momento—. Y tengo que irme a casa ya, Doug. —Bajé la ventanilla. Una gélida ráfaga de viento azotó mi cara como si fuera una bofetada—. El coche está lleno de barro. Tu madre te matará.

—Mi madre ni siquiera se dará cuenta.

—Venga, Doug. Para el coche.

—Iremos al Árbol Arma. Luego te llevaré a casa. —Pero no parecía muy seguro de esto último.

—Voy a salir. —Agarré la manija de la puerta.

Doug intentó apartarme la mano y el coche se salió del camino y chocó contra una pila de mazorcas de maíz secas.

—Por Dios, Carrie. ¿Por qué demonios has hecho eso?

Salimos del coche para inspeccionar los daños. No había demasiados. Paja atrapada en el parachoques, más que nada.

—Si tú no hubieras… —empecé a decir, con el alivio y la rabia atascados en la garganta—. El mero hecho de que quisieras demostrar a tus estúpidos amigos que no eres un fracasado…

Él me fulmino con la mirada. Su aliento formaba nubes de vapor en el aire que lo envolvían como una misteriosa niebla.

Luego le dio un puñetazo al techo del coche.

—No te habría follado ni aunque me hubieses pagado por ello —gritó antes de hacer una pausa para tomar aliento—. Tienes suerte… tienes suerte de que considerara siquiera la idea de acostarme contigo. Tienes suerte de que quisiera salir contigo en primer lugar. Fue solo porque sentía lástima por ti.

¿Qué otra cosa podía decir?

—Vale. En ese caso, deberías alegrarte.

—Oh, te aseguro que estoy muy alegre. —Le dio una buena patada al neumático delantero—. Estoy dando saltos de alegría.

Me di la vuelta y empecé a retroceder por la carretera. Mi espalda era un manojo de nervios. Cuando estuve a unos quince metros de distancia, empecé a silbar. A los treinta metros, oí el ruido del motor del coche, pero seguí andando. Al final, pasó a mi lado mirando hacia delante, como si yo no existiera. Cogí una brizna de hierba seca y la hice pedazos entre los dedos. Luego observé cómo los trocitos se alejaban flotando.

Le conté toda esta historia a la Rata y a Maggie. Incluso se la conté a Walt. La conté una y otra vez, pero hice que pareciera divertida. La convertí en algo tan divertido que la Rata no podía parar de reírse. Las risas siempre consiguen alejar las penas.