5

Langostas de roca

Maggie, sal del coche.

—No puedo.

—Por favor…

—¿Qué pasa ahora? —pregunta Walt.

—Necesito un cigarrillo.

Maggie, Walt y yo estamos sentados en el coche de Maggie, que está aparcado en el callejón sin salida que hay al final de la calle de Tommy. Llevamos aquí dentro al menos quince minutos, porque a Maggie le entra no sé qué paranoia relacionada con las multitudes y se niega a salir del coche cuando vamos a una fiesta. No obstante, tiene el mejor coche. Un Cadillac gigantesco con capacidad para nueve personas que engulle gasolina como si fuera agua, con un equipo estéreo cuadrafónico y una guantera llena de cigarrillos de su madre.

—Ya te has fumado tres.

—No me siento bien —lloriquea Maggie.

—Tal vez te sintieras mejor si no te hubieras fumado todos esos cigarrillos seguidos —le digo. Me pregunto si la madre de Maggie se da cuenta de que cada vez que su hija le devuelve el coche le faltan alrededor de cien cigarrillos. Le pregunté a Maggie sobre eso una vez, pero ella se limitó a poner los ojos en blanco antes de decirme que su madre es tan despistada que no se daría cuenta ni de que una bomba explota en su casa—. Vamos… —la animo—. Sabes que lo que pasa es que estás asustada.

Ella me dirige una mirada asesina.

—Ni siquiera nos han invitado a esta fiesta.

—Tampoco nos han dicho que no viniéramos. Así que eso significa que podemos entrar.

—No soporto a Tommy Brewster —murmura antes de cruzar los brazos.

—¿Desde cuándo te tiene que caer bien alguien para ir a su fiesta? —señala Walt. Maggie le fulmina con la mirada y él se encoge de hombros—. Ya estoy harto. Voy a entrar.

—Yo también —me apresuro a añadir.

Salimos del coche. Maggie nos mira a través del parabrisas y enciende otro cigarrillo. Luego cierra deliberadamente las cuatro puertas.

Hago una mueca.

—¿Quieres que me quede con ella?

—¿Quieres pasarte toda la noche en el coche?

—La verdad es que no.

—Yo tampoco —asegura Walt—. Y no pienso consentir este tipo de gilipolleces durante el resto del curso.

Me sorprende la vehemencia de Walt. Por lo general, tolera las neuras de Maggie sin rechistar.

—Además, ¿qué es lo peor que puede pasarle? —añade—. ¿Que choque contra un árbol?

—Tienes razón. —Miro a nuestro alrededor—. No hay muchos árboles.

Empezamos a caminar calle arriba hacia la casa de Tommy. Lo único bueno de Castlebury es que, aunque es un lugar de lo más aburrido, a su manera es muy hermoso. Incluso aquí, en esta flamante urbanización en la que apenas hay árboles, el césped de los jardines tiene un color verde intenso y la calle es como un lazo negro y fresco. El aire es cálido y hay luna llena. Las luces iluminan las casas y los prados que hay alrededor. En octubre todo estará lleno de calabazas.

—¿Maggie y tú tenéis problemas?

—No lo sé —contesta Walt—. Últimamente es como un grano en el culo. No sé qué demonios le pasa. Solíamos pasarlo bien.

—Quizá esté atravesando una mala época.

—Lleva atravesando una mala época todo el verano. Yo también tengo problemas de los que podría quejarme.

—¿Como cuáles?

—¿Todos? —replica él.

—¿Vosotros también mantenéis relaciones sexuales? —le pregunto de repente. Si quieres conseguir información de alguien, debes hacer preguntas que no se esperen. Por lo general se quedan tan desconcertados que te dicen la verdad.

—Tercera base[1] —admite Walt.

—¿Eso es todo?

—No estoy seguro de querer ir más allá.

Suelto una risotada, en señal de que no me lo trago.

—¿No es en eso en lo que pensáis todos los chicos? ¿En ir más allá?

—Depende de la clase de chico que seas —dice él.

El volumen de la música (de Jethro Tull) amenaza con derribar la casa de Tommy. Estamos a punto de entrar cuando un coche amarillo recorre la calle a toda pastilla con un rugido, gira en el callejón sin salida y aparca en el bordillo justo por detrás de nosotros.

—¿Quién coño es ese? —pregunta Walt molesto.

—No tengo ni idea. Pero el amarillo es un color mucho más guay que el rojo.

—¿Conocemos a alguien que conduzca un Corvette amarillo?

—No —respondo intrigada.

Me encantan los Corvette. En parte porque mi padre cree que son malísimos, pero sobre todo porque en mi conservadora ciudad resultan glamurosos y son una señal de que la gente que los conduce pasa de lo que piensen los demás. Hay un concesionario de Corvette en la ciudad, y, cada vez que paso por allí, elijo el coche que conduciría si tuviera oportunidad. Aunque un día mi padre me arruinó la diversión al informarme de que la carrocería de un Corvette está fabricada con plástico en lugar de con metal, y que si tienes un accidente el coche se queda destrozado. Ahora, cada vez que veo un Corvette, me imagino el plástico rompiéndose en un millón de trocitos.

El conductor se toma su tiempo para salir; apaga las luces y luego sube y baja las ventanillas, como si no lograra decidir si quiere asistir a la fiesta o no. Al final, la puerta se abre y Sebastian Kydd sale del coche como si fuera el mismísimo Great Pumpkin[2], si Great Pumpkin tuviera dieciocho años, midiera uno ochenta y cinco de estatura y fumara Marlboro. Contempla la casa, sonríe con desdén y echa a andar.

—Buenas noches —dice antes de saludarnos a Walt y a mí con un gesto de cabeza—. Espero que sean buenas, cuando menos. ¿Entramos?

—Después de ti —replica Walt, que pone los ojos en blanco.

«Entramos»… Juntos. Se me doblan las rodillas.

Sebastian desaparece de inmediato entre la multitud mientras Walt y yo nos vamos abriendo paso hacia la barra. Cogemos un par de cervezas y luego regresamos a la puerta principal para asegurarnos de que el coche de Maggie sigue al final de la calle. Un instante después me encuentro con la Rata y Peter, que están apoyados contra un altavoz.

—Espero que no tengas que ir al servicio —grita la Rata a modo de saludo—. Jen P. ha visto a Sebastian Kydd, ha enloquecido porque es tan guapo que «no ha podido soportarlo», y ha empezado a hiperventilar, así que ahora Jen S. y ella se han encerrado en el cuarto de baño.

—¡Ja! —replico mientras observo detenidamente a la Rata. Intento descubrir si su mirada es distinta desde que mantiene relaciones sexuales, pero lo cierto es que me parece la misma.

—En mi opinión, a Jen P. le sobran muchas hormonas —añade la Rata sin dirigirse a nadie en particular—. Debería haber una ley al respecto.

—¿Qué pasa? —pregunta Peter a voz en grito.

—Nada —responde la Rata antes de mirar a su alrededor—. ¿Dón de está Maggie?

—Encerrada en el coche.

—Cómo no… —La Rata asiente y da un trago de su cerveza.

—¿Maggie está aquí? —pregunta Peter animado.

—Todavía está en el coche —le explico—. Tal vez tú logres sacarla de allí dentro. Yo me he rendido.

—No hay problema —grita él.

Sale corriendo como un hombre con una misión.

La escena del baño parece demasiado interesante para perdérsela, así que subo las escaleras. El cuarto de baño está al final de un largo pasillo, y hay una fila de chicos esperando para entrar. Donna LaDonna no deja de llamar a la puerta.

—Jen, soy yo. Déjame entrar —exige.

La puerta se abre un poco y Donna se cuela dentro. Los de la fila se vuelven locos.

—¡Oye! ¿Qué pasa con nosotros? —grita alguien.

—He oído que hay un aseo en la planta baja.

Muchos de los chicos, molestos, pasan por mi lado en el mismo momento en que Lali sube a toda prisa las escaleras.

—¿Qué narices está pasando aquí?

—Jen P. ha enloquecido al ver a Sebastian Kydd y se ha encerrado en el baño con Jen S. Acaba de entrar Donna LaDonna para intentar sacarla de ahí dentro.

—Esto es absurdo —comenta Lali. Se acerca a la puerta y empieza a aporrearla mientras grita—: ¡Salid de ahí de una maldita vez, imbéciles! ¡La gente tiene que mear! —Después de pasarse varios minutos golpeando la puerta y gritando sin éxito, se encoge de hombros con exasperación y vocifera a voz en grito—: ¡Vámonos a The Emerald!

—Claro —replico con fanfarronería, como si fuéramos allí a menudo. The Emerald es uno de los pocos bares de la ciudad que (según mi padre) tiene fama de estar siempre lleno de personajes de dudosa reputación, por ejemplo: alcohólicos, divorciados y drogadictos. Solo he estado allí tres veces, y cada una de ellas miré con desesperación a mi alrededor para ver si descubría a alguno de esos famosos degenerados, pero nunca conseguí ver a nadie que encajara con esa descripción. De hecho, yo era la única que parecía sospechosa: no dejaba de temblar como una hoja, aterrada por la posibilidad de que alguien me pidiera el carnet de identidad y, al ver que no lo tenía, llamara a la policía.

Pero eso fue el año pasado. Este año cumpliré diecisiete. Maggie y la Rata tienen casi dieciocho, y Walt ya es mayor de edad, así que no pueden echarlo de una patada.

Lali y yo nos reunimos con Walt y la Rata, que también quieren ir al bar. Nos acercamos al coche de Maggie, donde Peter y ella mantienen una profunda conversación. Eso me irrita bastante, aunque no sé por qué. Decidimos que Maggie llevará a Walt a The Emerald, la Rata llevará a Peter y yo iré con Lali.

Gracias a la rápida conducción de Lali, somos las primeras en llegar. Aparcamos la camioneta tan lejos del edificio como nos es posible, para evitar cualquier eventual detección.

—Oye, esto es muy raro —digo mientras esperamos—. ¿Te has fijado en que Peter y Maggie estaban absortos en su conversación? Resulta de lo más extraño, sobre todo porque Walt me ha dicho que Maggie y él tienen problemas.

—Menuda sorpresa… —dice Lali con un resoplido—. Mi padre cree que Walt es gay.

—Tu padre cree que todo el mundo es gay. Incluso Jimmy Carter. De todas formas, Walt no puede ser gay. Lleva dos años con Maggie. Y sé con seguridad que han hecho algo más que enrollarse, porque él me lo ha contado.

—Un chico puede mantener relaciones sexuales con una chica y ser gay —insiste Lali—. ¿Recuerdas a la señora Crutchins?

—Pobre señora Crutchins… —digo con un suspiro antes de admitir su razonamiento.

Era nuestra profesora de lengua el año pasado. Tenía unos cuarenta años y estaba soltera; un buen día conoció a «un hombre maravilloso» del que hablaba a todas horas. En menos de tres meses, se casaron. Sin embargo, un mes después anunció a la clase que iba a anular su matrimonio. Los rumores decían que su marido había resultado ser gay. La señora Crutchins nunca lo admitió ni lo desmintió, pero dejaba escapar pequeños comentarios del tipo: «Hay cosas con las que una mujer no puede vivir». Después de eso, la señora Crutchins, que siempre había sido una mujer alegre y una apasionada de la literatura inglesa, pareció encogerse como un balón desinflado.

La Rata aparca su Gremlin verde a nuestro lado, y detrás de ella llega el Cadillac. Es terrible lo que dicen sobre las mujeres al volante, pero lo cierto es que realmente Maggie es una conductora malísima. Cuando intenta aparcar el coche, sube las ruedas delanteras al bordillo. Sale del coche, mira los neumáticos y luego se encoge de hombros.

Un momento después, todos hacemos lo posible por entrar en The Emerald con aire indiferente, aunque en realidad no es un local tan sórdido… al menos, no a primera vista. Tiene bancos tapizados en cuero rojo y una pequeña pista de baile con una de esas bolas de discoteca, y la camarera es una mujer teñida de rubio que parece la encarnación de la expresión «tía buena».

—¿Mesa para seis? —pregunta, como si fuéramos sin duda lo bastante mayores para beber.

Nos agrupamos en uno de los bancos. Cuando viene la camarera, le pido un Singapore Sling. Siempre que voy a un bar intento pedir la bebida más exótica de la carta. El Singapore Sling es un cóctel que lleva distintos tipos de alcohol, entre los cuales se incluye uno llamado Galliano, y se sirve con una cereza al marrasquino y una sombrillita. Peter, que se ha pedido un whisky con hielo, mira mi bebida y se ríe con sorna.

—Demasiado obvio —dice.

—¿De qué estás hablando? —le pregunto sin malicia mientras le doy un trago al cóctel a través de la pajita.

—Resulta demasiado evidente que no tienes edad para beber. Solo alguien menor de edad pediría una copa con fruta y sombrillita. Y con pajita —añade.

—Ya, pero luego puedo llevarme la sombrilla a casa. ¿Qué puedes llevarte a casa tú aparte de la resaca?

La Rata y Walt consideran que esto es bastante divertido y deciden pedir solo bebidas con sombrillita durante el resto de la noche.

Maggie, por lo general, bebe Ruso Blanco, pero esta noche pide un whisky con hielo. Eso confirma que pasa algo entre Maggie y Peter. Cuando a Maggie le gusta un chico, hace exactamente lo mismo que él. Toma la misma bebida, se pone el mismo tipo de ropa y se interesa de repente por los deportes que a él le gustan, aunque sean del todo absurdos, como el descenso en piragua. Durante el segundo año, antes de que ella y Walt empezaran a salir, a Maggie le gustaba un chico de lo más raro que hacía descensos en piragua todos los fines de semana. Ni recuerdo las horas que tuve que pasar congelándome encima de una roca, esperando a que pasara al lado en su canoa. Vale, ya sé que en realidad no era una canoa, sino un kayak, pero insistí en llamarlo canoa solo para molestar a Maggie por obligarme a congelarme el culo.

Y en un momento dado, la puerta de The Emerald se abre y por un instante todos olvidan lo que están bebiendo.

De pie junto a la camarera están Donna LaDonna y Sebastian Kydd. Donna le ha puesto la mano sobre el cuello, y cuando él levanta un par de dedos, le coloca la otra en la cara, le gira la cabeza y empieza a besarlo.

Después de unos diez segundos de ese excesivo despliegue de afecto, Maggie no lo soporta más.

—Qué asco… —exclama—. Donna es una furcia. No puedo creerlo.

—No es tan mala —asegura Peter.

—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunta Maggie.

—La ayudé con los estudios hace un par de años. En realidad, es bastante graciosa. Y lista.

—Aun así, no debería enrollarse con un tío en medio de The Emerald.

—Pues él no parece estar oponiendo mucha resistencia —murmuro mientras le doy un sorbo a la bebida.

—¿Quién es ese chico? —quiere saber Lali.

—Sebastian Kydd —responde la Rata.

—Sé cómo se llama —protesta Lali—. Lo que quiero saber es quién es en realidad.

—Nadie lo sabe —replico—. Antes iba a un colegio privado.

Lali no consigue apartar los ojos de él. De hecho, ninguno de los presentes en el bar aparta la vista del numerito que están montando. Pero ahora me doy cuenta de que estoy harta de Sebastian Kydd y de las payasadas que hace para llamar la atención.

Chasqueo los dedos frente a la cara de Lali para que salga de su ensimismamiento.

—Vamos a bailar.

Lali y yo nos acercamos a la máquina de discos y elegimos algunas canciones. No solemos beber alcohol a menudo, así que ambas notamos el mareo típico de cuando se está un poco borracho, ese momento en el que todo parece divertido. Elijo mi canción favorita, «We Are Family», de Sister Sledge, y Lali opta por «Legs», de ZZ Top. Nos acercamos a la pista y empiezo a moverme siguiendo los pasos de un montón de bailes diferentes: el pony, el electric slide, el bump, el hustle y otros que he inventado yo misma. La música cambia y Lali y yo empezamos a realizar ese loco baile en línea que inventamos hace un par de años, durante un campeonato amistoso de natación; uno en el que hay que balancear los brazos en el aire, flexionar las rodillas y mover el culo. Cuando nos enderezamos, Sebastian Kydd también está en la pista.

Baila bastante bien, pero no esperaba otra cosa de él. Se mueve un poco con Lali y luego se vuelve hacia mí, me agarra de la mano y empieza a bailar el hustle. Se me da bastante bien, así que en cierto momento una de sus piernas se introduce entre las mías y empiezo a mover las caderas, ya que eso, después de todo, es parte del baile.

—¿No te conozco? —pregunta.

—Sí, en realidad, sí —respondo.

—Es cierto. Nuestras madres son amigas —añade él.

—Eran amigas —lo corrijo—. Fueron juntas a Smith.

La música termina y los dos nos vamos hacia nuestras respectivas mesas.

—¡Casi me parto de risa! —La Rata asiente con aprobación—. Deberías haber visto la expresión de Donna LaDonna cuando ha visto que bailaba contigo.

—Estaba bailando con las dos —señala Lali.

—Pero mucho más con Carrie.

—Eso es solo porque Carrie es más baja que yo —aclara Lali.

—Lo que tú digas.

—Exacto —agrego yo antes de levantarme para ir al baño.

El aseo está al final de un estrecho pasillo, al otro lado del bar. Cuando salgo, Sebastian Kydd está de pie junto a la puerta de al lado, como si esperara para entrar.

—Hola —dice. Lo suelta con un tono impostado, como si estuviera actuando en una película, pero lo cierto es que está tan bueno que no me importa.

—Hola —respondo con mucha cautela.

Sonríe. Y luego dice algo que suena absolutamente ridículo.

—¿Dónde has estado escondida durante toda mi vida?

Casi me echo a reír, pero él parece hablar en serio. Se me ocurren varias respuestas, pero al final le digo:

—Perdona, pero ¿no estabas aquí con otra persona?

—¿A qué te refieres con «estar»? Es una chica que he conocido en una fiesta.

—Pues te aseguro que a mí me parece una cita.

—Lo estamos pasando bien —añade—. Por ahora. ¿Todavía vives en la misma casa?

—Supongo que sí…

—Genial. Me pasaré por allí a verte algún día. —Y, tras eso, se aleja caminando.

Esta es una de las cosas más extrañas e intrigantes que me han sucedido nunca. Y a pesar del tufillo a peli mala que ha tenido toda la escena, lo cierto es que espero que lo haya dicho en serio.

Regreso a la mesa de lo más emocionada, pero el ambiente ha cambiado. La Rata está hablando con Lali y parece aburrida, Walt tiene una expresión taciturna y Peter agita con impaciencia los cubitos de hielo de su vaso. De pronto, Maggie decide que quiere irse.

—Supongo que eso significa que yo también me voy —comenta Walt con un suspiro.

—Te dejaré en casa a ti primero —señala Maggie—. También llevaré a Peter a casa. Vive cerca de donde yo vivo.

Nos subimos a nuestros respectivos vehículos. Me muero por contarle a Lali lo de mi encuentro con el famoso Sebastian Kydd, pero, antes de que pueda abrir la boca, Lali me suelta que «está bastante mosqueada con la Rata».

—¿Por qué?

—Por lo que ha dicho. Sobre ese tío, Sebastian Kydd. Lo de que bailaba contigo y no conmigo. ¿Es que no ha visto que estaba bailando con las dos?

Regla número cinco: muéstrate siempre de acuerdo con tus amigas, aun cuando salgas perdiendo, para que no se enfaden.

—Lo sé —le digo, aunque me detesto a mí misma—. Él bailaba con las dos.

—De todas formas, ¿por qué iba a querer bailar contigo? —pregunta Lali—. Sobre todo, estando con Donna LaDonna…

—No tengo ni idea. —Sin embargo, luego recuerdo lo que me ha dicho la Rata: ¿por qué no iba Sebastian a bailar conmigo? ¿Tan mal estoy? No lo creo. Tal vez le parezca que soy inteligente, interesante e ingeniosa. Como Elizabeth Bennet en Orgullo y prejuicio.

Rebusco en el bolso y encuentro uno de los cigarrillos de Maggie. Lo enciendo, retengo el humo durante un breve instante y luego lo echo por la ventana.

—¡Ja! —digo en voz alta y sin ningún motivo en particular.