35

Un hombre libre en París

«20 de junio», escribo.

Me llevo los nudillos a los labios y miro a través de la ventanilla.

Tren Amtrak. Papá, Missy y Dorrit me han acompañado hasta la estación para despedirse. No dejé de decirles a Missy y a Dorrit que no hacía falta que vinieran. No dejé de decirles que no era para tanto. No dejé de decirles que solamente pasaría el verano fuera. Pero todos estábamos nerviosos, y chocamos los unos con los otros mientras me acompañaban hasta la puerta. No es que estuviéramos en el año 1893 y yo pensara irme a China ni nada de eso, pero está claro que actuábamos como si así fuera.

Y allí estábamos, de pie en el andén, intentando charlar sobre cosas sin importancia.

—¿Tienes la dirección? —me preguntó mi padre por enésima vez.

—Sí, papá. La he copiado en mi libreta de direcciones. —Solo para asegurarme, saco la libreta de direcciones del bolso en el que pinté «Carrie» y leo la entrada en voz alta—: El número 245 de la calle Cuarenta y siete Este.

—¿Y dinero? ¿Llevas dinero?

—Doscientos dólares.

—Eso es solo para las emergencias. No irás a gastártelo todo en algún sitio, ¿verdad?

—No.

—Y llama cuando llegues.

—Lo intentaré.

Lo intentaré… pero mis palabras quedan ahogadas por el largo y lento aullido del tren que se acerca. Los altavoces cobran vida: «El tren de las once cero tres hacia la estación Penn de Nueva York y hacia Washington capital llegará dentro de aproximadamente un minuto…».

—Adiós, adiós… —Nos abrazamos todos mientras la gigantesca locomotora se detiene sobre las vías y las ruedas graznan como una bandada de cuervos—. Adiós, adiós… —Mientras mi padre me sube la maleta al tren y yo me sujeto el gorro sobre la cabeza—. Adiós, adiós… —El tren se pone en marcha con una sacudida, las puertas se cierran y siento el corazón en la boca del estómago—. Adiós, adiós…

Alivio.

Me abro camino por el pasillo como un marinero borracho. Nueva York, pienso mientras me dejo caer sobre un asiento de cuero rojo agrietado y saco mi diario.

Ayer me despedí de todos mis amigos. Maggie, Walt, la Rata y yo nos reunimos en el Hamburger Shack para comernos una última hamburguesa con cebollas y pimientos a la brasa. Walt ya no trabaja allí. Ha conseguido un trabajo de recepcionista en un despacho de abogados. Su padre ha dicho que, aunque no puede perdonarle que sea gay, está dispuesto a pasarlo por alto si consigue tener éxito. La Rata se irá al campamento gubernamental de verano en Washington, y Maggie pasará el verano en Hilton Head, donde su hermana y su cuñado han alquilado un chalet. Maggie va a ayudarles con los niños, y sin duda se ligará a unos cuantos socorristas mientras tanto.

Me enteré de que Lali va a ir a la Universidad de Hartford, donde planea estudiar contabilidad.

Sin embargo, todavía había una persona a la que quería ver.

Sabía que debía dejarlo correr.

Pero no pude hacerlo.

Sentía curiosidad. O tal vez tenía que comprobar por mí misma si se había acabado de verdad. Necesitaba pruebas de que ya no me quería y de que nunca lo había hecho.

El sábado por la tarde, alrededor de las siete, me acerqué en coche hasta su casa. No esperaba que estuviese allí. Había planeado dejarle una nota para decirle que me iba a Nueva York y que esperaba que pasara un buen verano. Me convencí a mí misma de que era lo más correcto, lo más cortés, y que comportarme así me convertiría en mejor persona de algún modo.

Su coche estaba en el camino de entrada.

Me dije que no llamaría a la puerta. Le dejaría la nota en el parabrisas del coche.

Pero justo entonces oí la música que salía de la casa. La puerta de tela metálica estaba abierta, y supe de repente que tenía que verlo una última vez.

Llamé a la puerta.

—¿Sí? —Su voz, algo molesta, venía del salón.

Volví a llamar.

—¿Quién es? —quiso saber, más irritado todavía.

—¿Sebastian? —lo llamé.

Y allí estaba, mirándome a través de la mosquitera. Me gustaría decir que ya no me afectaba, que verlo fue algo así como una decepción. Pero no es cierto. Sentí algo tan fuerte por él como aquel primer día que lo vi en clase de cálculo.

Parecía sorprendido.

—¿Qué pasa?

—He venido a despedirme.

—Ah. —Abrió la puerta y salió afuera—. ¿Adónde vas?

—A Nueva York. Me han aceptado en el curso para escritores —dije a toda velocidad—. Te he escrito una nota. Iba a dejártela en el coche, pero… —Cogí el trozo de papel doblado y se lo entregué.

Lo leyó por encima con rapidez.

—Bueno —dijo con un movimiento de cabeza—. Buena suerte.

Arrugó la nota y me la devolvió.

—¿Qué vas a hacer? Este verano, quiero decir —le pregunté, desesperada por retenerlo allí un momento más.

—Francia —dijo—. Me voy a Francia. —Y luego esbozó una sonrisa—. ¿Quieres venir?

Tengo una teoría: si perdonas a alguien, ya no puede hacerte más daño.

El tren se sacude y repiquetea. Dejamos atrás edificios sin terminar llenos de grafitis y vallas publicitarias con anuncios de pasta dentífrica, de cremas antihemorroidales y una en la que aparece una chica disfrazada de sirena que señala con el dedo una palabra en mayúsculas: ¡LLÁMAME! Luego el paisaje desaparece y nos adentramos en un túnel.

—Ciudad de Nueva York —dice el revisor—. Estación Penn.

Cierro el diario y lo guardo en la maleta. Las luces dentro del vagón parpadean y luego se apagan.

Y, al igual que un recién nacido, comienzo mi futuro en la oscuridad.

Una escalera mecánica que sube hasta el infinito. Y luego un lugar enorme, cubierto con azulejos como los de los baños, y el intenso hedor a orines y sudor. La estación Penn.

Gente por todas partes.

Me detengo para ajustarme el sombrero. Es uno de los viejos sombreros de mi abuela, con una pluma verde y un pequeño velo de red. Por alguna razón, me pareció apropiado. Quería llegar a Nueva York con un sombrero puesto.

Formaba parte de mi fantasía.

—¡Mira por dónde vas!

—Apártate de mi camino.

—¿Es que no sabes adónde vas? —Esto último lo ha dicho una señora de mediana edad que lleva un traje negro y luce un ceño fruncido casi más negro aún.

—¿La salida? ¿Los taxis? —pregunto.

—Por ahí —me dice, señalando otra escalera mecánica que parece subir hacia la estratosfera.

Avanzo como puedo, ocultando la maleta detrás de mí. Un hombre avanza zigzagueando hacia donde estoy y se coloca a mi espalda; lleva pantalones de rayas, una gorra de lana y unas gafas de sol con cristales de color verde oscuro y montura dorada que ocultan sus ojos.

—Oye, niñita, pareces perdida.

—No lo estoy —replico.

—¿Estás segura? —pregunta—. Tengo un sitio precioso en el que podrías quedarte, un sitio realmente precioso, con agua caliente en la ducha y ropa bonita. Deja que te ayude con esa maleta, cielo, parece que pesa mucho…

—Ya tengo sitio donde quedarme. Gracias.

El tipo se encoge de hombros y se aleja con paso rápido.

—¡Oiga! ¡Oiga! —grita alguien con impaciencia—. ¿Quiere un taxi o no? No puedo pasarme aquí todo el día…

—Sí, por favor —contesto sin aliento mientras arrastro la maleta por la acera hacia un taxi amarillo. Dejo la maleta sobre el bordillo, coloco mi bolso de Carrie encima y me inclino hacia la ventanilla abierta.

—¿Cuánto? —pregunto.

—¿Adónde va?

Me doy la vuelta para coger el bolso y decirle la dirección.

¡¿Eh?!

—Espere un momento, señor.

—¿Qué pasa?

—Nada. —Busco el bolso alrededor de la maleta. Debe de haberse caído.

Siento un vuelco en el corazón, y me ruborizo a causa de la vergüenza y del miedo.

Ha desaparecido.

—¿Adónde va? —pregunta el conductor del taxi una vez más.

—¿Va a coger ese taxi o no? —dice un hombre vestido con un traje gris.

—No… yo…

El tipo pasa a mi lado, se sube en el taxi y cierra la puerta con fuerza.

Me han robado.

Contemplo la entrada de la estación Penn.

No. No voy a volver. No pienso hacerlo.

Pero no tengo dinero. Ni siquiera tengo la dirección del lugar donde voy a quedarme. Podría llamar a George, pero tampoco tengo su número.

Dos hombres pasan a mi lado con un gigantesco equipo estéreo portátil. Los altavoces retumban con una canción discotequera: «Macho Man».

Cojo mi maleta. Una marea de gente me arrastra por la Séptima Avenida y me deposita frente a un grupo de cabinas telefónicas.

—Disculpe —les digo a varios de los transeúntes—. ¿Tiene una moneda? Necesito una moneda para hacer una llamada telefónica. —Jamás habría hecho algo así (suplicar) en Castlebury, pero ya no estoy en Castlebury.

Y estoy desesperada.

—Te daré cincuenta centavos por tu sombrero. —Un tipo con las cejas arqueadas me mira con curiosidad.

—¿Mi sombrero?

—Esa pluma… —dice—… es total.

—Era de mi abuela.

—Claro que sí. Cincuenta centavos. Lo tomas o lo dejas.

—Lo tomo.

Coloca cinco monedas de diez centavos en la palma de mi mano.

Introduzco la primera moneda en la ranura.

—Operadora, ¿dígame?

—¿Podría darme el número de George Carter?

—Tengo quince George Carter. ¿Cuál es la calle?

—Vive en la Quinta Avenida.

—Tengo a un William Carter en el cruce de la Quinta Avenida con la calle Setenta y dos. ¿Quiere el número?

—Sí.

Me da el número y lo repito una y otra vez en mi cabeza mientras introduzco la segunda moneda en la ranura.

Contesta una mujer.

—¿Hola? —dice con un fuerte acento alemán.

—¿Vive ahí George Carter?

—¿El señor Carter? Sí, vive aquí.

Alivio.

—¿Podría hablar con él?

—Ha salido.

—¿Qué?

—Ha salido. No sé cuándo volverá. Nunca me dice cuándo volverá.

—Pero…

—¿Quiere dejarle algún mensaje?

—Sí —respondo abatida—. ¿Podría decirle que lo ha llamado Carrie Bradshaw?

Cuelgo el teléfono y me cubro la cara con la mano. ¿Y ahora qué? De pronto me siento abrumada… exhausta, asustada y con la adrenalina a tope. Cojo mi maleta y empiezo a caminar.

Consigo caminar una manzana; después tengo que parar. Me siento sobre la maleta para descansar. Mierda. Ahora tengo treinta centavos, algo de ropa y mi diario.

De repente, me levanto, abro la maleta y saco el diario. ¿Será posible? Llevaba el diario conmigo aquel día en casa de Donna LaDonna.

Paso las páginas, dejo atrás las notas sobre la abeja reina y el Príncipe de los Empollones y Lali y Sebastian… y aquí está, escrito en su propia página con la extraña letra de Donna LaDonna y rodeado por tres círculos.

Un número. Y debajo, un nombre.

Llevo la maleta hasta una esquina en la que hay otro grupo de cabinas telefónicas. Me tiembla la mano cuando introduzco mi tercera moneda de diez centavos. Marco el número. El teléfono suena y suena. Siete veces. Nueve. Al duodécimo timbre, alguien lo coge.

—Debes de estar desesperado por verme. —La voz suena lánguida, seductora, como si su dueña acabara de despertarse.

Ahogo una exclamación, sin saber muy bien qué decir.

—¿Hola? ¿Eres tú, Charlie? —coquetea—. Si no vas a decir nada…

—¡Espere! —grito.

—¿Sí? —La voz se ha vuelto suspicaz.

Respiro hondo.

—¿Samantha Jones? —pregunto.