Transformación
«Querida señorita Bradshaw», comienza la carta.
Nos complace informarle de que ha quedado disponible una plaza en el seminario de verano para escritores, que cuenta con el galardonado novelista nacional Viktor Greene. Si usted desea asistir, háganoslo saber de inmediato, por favor, ya que las plazas son limitadas.
THE NEW SCHOOL
¡Me han aceptado! Me han aceptado, me han aceptado, me han aceptado… O al menos eso es lo que creo. ¿Dice específicamente que me han aceptado? «Ha quedado una plaza disponible.» ¿En el último minuto? ¿Alguien ha renunciado? ¿Soy una especie de alumna de reserva? «Las plazas son limitadas»… Ya. Eso significa que, si no la acepto, se la ofrecerán a otra persona. Tienen decenas de personas esperando, quizá centenares…
—¡Papáááááá!
—¿Qué? —pregunta sorprendido.
—Tengo… He recibido esta carta… Nueva York…
—Deja de saltar y dime de qué se trata.
Me llevo la mano al pecho para intentar controlar los estruendosos latidos de mi corazón.
—Me han aceptado en ese curso para escritores. En Nueva York. Y, si no acepto la plaza de inmediato, se la ofrecerán a otra persona.
—¡Nueva York! —exclama mi padre—. ¿Y qué pasa con Brown?
—No lo entiendes, papá. ¿Ves? Justo aquí: curso de verano para escritores. Del 22 de junio al 19 de agosto. Y Brown no empieza hasta el día del Trabajo, el 1 de septiembre. Hay tiempo de sobra para…
—No lo sé, Carrie.
—Pero, papá…
—Creí que eso de escribir no era más que un pasatiempo.
Lo miro fijamente, atónita.
—No lo es. Es lo que realmente quiero hacer. —No puedo expresar con palabras lo mucho que lo deseo. Y no quiero asustarlo.
—Pensaremos en ello, ¿de acuerdo?
—¡No! —grito. Pensará en ello, lo volverá a pensar y luego otra vez, y, para cuando se lo haya pensado del todo, ya será demasiado tarde. Sacudo la carta bajo sus narices—. Tengo que decidirme ahora. De lo contrario…
Al final, se sienta y lee la carta.
—No estoy seguro —dice—. ¿Nueva York en verano? Puede ser un sitio muy peligroso.
—Millones de personas viven allí. Y están bien.
—Hummm… —murmura él mientras reflexiona—. ¿Sabe George algo de esto?
—¿Si sabe que me han aceptado? Todavía no. Pero fue él quien me animó a enviar mis relatos. George me da todo su apoyo.
—Bueno…
—Papá, por favor.
—Si George va a estar allí…
¿Qué tiene que ver George en todo esto? ¿A quién le importa George? Esto está relacionado conmigo, no con George.
—Estará allí todo el verano. Realizará un período de prácticas en el New York Times.
—¿En serio? —Mi padre parece impresionado.
—Ya ves, lo de pasar todo el verano en Nueva York es algo apropiado hasta para un gran alumno de Brown.
Mi padre se quita las gafas y se pellizca el puente de la nariz.
—Está muy lejos…
—A dos horas de aquí.
—Es otro mundo… Detesto la idea de que ya te estoy perdiendo…
—Papá, me perderás de todas formas antes o después. ¿Por qué no nos quedamos con «antes»? De esa forma tendremos más tiempo para acostumbrarnos.
Mi padre se echa a reír.
¡Sí!… estoy dentro.
—Supongo que dos meses en Nueva York no te vendrán mal —dice, como si intentara convencerse a sí mismo—. El primer curso en Brown es muy intenso. Y sé lo difícil que ha sido este año para ti. —Se frota la nariz en un intento de retrasar lo inevitable—. Mis hijas… significan mucho para mí.
Y, como si esa fuera la señal, empieza a llorar.
—Me has sorprendido —dice Donna LaDonna unos días después—. Eres mucho más dura de lo que pensaba.
—Ya… —Entorno los ojos para mirar por el visor—. Gira la cabeza hacia la derecha. E intenta no parecer tan feliz. Se supone que tu vida es deprimente.
—No quiero parecer fea.
Suspiro y levanto la cabeza.
—Solo intenta no parecer una maldita animadora, ¿vale?
—Vale —accede a regañadientes. Levanta la rodilla hasta la barbilla y me mira a través de esas pestañas embadurnadas de máscara.
—Genial. —Aprieto el botón del disparador y recuerdo el «secretillo» de Donna LaDonna: detesta sus pestañas. Sin la máscara, no son más que pelillos cortos y claros, como las pestañas de un perro. Es el mayor temor de Donna, que un chico la vea algún día sin la máscara de pestañas y salga corriendo y dando gritos.
Una pena. Hago unas cuantas fotos más y luego grito:
—¡Ya está! —Dejo la cámara mientras Donna baja las piernas de la barandilla del porche.
—¿Cuándo vamos a hacer lo de Marilyn? —pregunta mientras la sigo hasta su casa.
—Podemos hacer lo de Marilyn esta tarde. Pero eso significa que tendremos que dejar lo punk para mañana.
Sube por las escaleras y asoma la cabeza por uno de los lados.
—Odio lo punk. Es de lo más vulgar.
—Te daremos un toque andrógino —le digo con el fin de conseguir que el proyecto le resulte lo más atractivo posible—. Como el de David Bowie. Vamos a pintar todo tu cuerpo de rojo.
—Estás loca. —Sacude la cabeza y corre a cambiarse, pero no está enfadada. He aprendido muchas cosas sobre ella. Las rabietas son la forma de bromear de Donna LaDonna.
Aparto una caja de cereales y me siento en la encimera de mármol a esperarla. La casa de Donna es una amalgama de texturas (mármol, dorados, gruesas cortinas de seda…) que no encajan juntas. Cuando uno entra en su casa, tiene la impresión de que ha entrado en una especie de casa de los horrores. Aunque en los últimos días he llegado a acostumbrarme.
Supongo que puedes acostumbrarte a cualquier cosa si la vives el tiempo suficiente.
Puedes acostumbrarte incluso a la idea de que tu ex mejor amiga siga saliendo con tu ex novio, y a que vayan a ir al baile de graduación juntos. Pero eso no significa que tengas que hablar con ellos. Y tampoco significa que tengas que hablar sobre ellos. No cuando la cosa dura ya cuatro meses.
Es otra de esas cosas que tienes que superar.
Cojo la cámara y examino las lentes. Soplo con suavidad para eliminar una mota de polvo y luego vuelvo a ponerle la tapa.
—¿Donna? —la llamo—. ¡Date prisa!
—¡No puedo subirme la cremallera! —contesta a voces.
Pongo los ojos en blanco y dejo la cámara sobre la encimera con mucho cuidado. ¿Voy a tener que verla en ropa interior otra vez? Donna, según he podido comprobar, es una de esas chicas que están dispuestas a quitarse la ropa a la menor oportunidad. No le hace falta ningún tipo de provocación, tan solo cierta intimidad. Lo primero que hizo (lo primero que hace siempre, según me dijo ella misma cuando me llevó a su casa después de clase) fue quitarse la ropa.
—Creo que el cuerpo humano es hermoso —dijo mientras se quitaba el suéter y la falda para arrojarlos sobre la colcha.
Intenté no mirar, pero no pude resistirme.
—Claro, si se tiene un cuerpo como el tuyo…
—Bueno, tu cuerpo no está mal —dijo de forma despectiva—. Aunque te vendrían bien algo más de curvas.
—No reparten las tetas perfectas como si fueran caramelos, ¿sabes? No es algo que puedas comprar en unos grandes almacenes.
—Eres muy graciosa. Cuando era pequeña, mi abuela solía decirnos que los bebés se compraban en los grandes almacenes.
—Pues se equivocaba de extremo a extremo.
Subo las escaleras hacia la habitación de Donna y me pregunto una vez más cómo hemos llegado a ser amigas. O a llevarnos bien, al menos. En realidad, no somos amigas. Somos demasiado diferentes para eso. Jamás llegaré a entenderla del todo, y ella no tiene ningún interés en llegar a entenderme a mí. Pero, aparte de eso, es una gran chica.
Me parece que han pasado un millón de años desde que entré en aquel curso de fotografía que se impartía en la biblioteca y me emparejaron con ella. Seguí asistiendo a las clases, y ella también, y, después del artículo sobre la abeja reina, su actitud hacia mí comenzó a cambiar.
—Todavía no he logrado entender lo de los dichosos «Puntos F» —me dijo una tarde—. Cada vez que veo la letra F, pienso en la palabra «follar». No puedo evitarlo.
—Puntos Folladeros —dije—. Son como pequeños moteles de carretera, pero la gente solo va allí para mantener relaciones sexuales.
Después de eso, Donna dejó de odiarme y decidió que yo era una chica chiflada, divertida y estrafalaria. Y cuando nos ordenaron trabajar en parejas de nuevo, Donna me eligió como compañera.
Esta semana debemos elegir un tema y fotografiarlo. Donna y yo hemos elegido la «transformación». En realidad, yo elegí el tema y a Donna le encantó. Con el aspecto de Donna, supuse que podría vestirla con distintos disfraces y transformarla en tres mujeres diferentes. De las fotografías me encargaría yo.
—¿Donna? —la llamo una vez más.
Tiene la puerta abierta, pero llamo de todas formas, por educación. Está inclinada hacia delante y se esfuerza por subirse la cremallera del vestido negro de aire retro que encontré entre la vieja ropa de mi madre. Gira la cabeza y se pone en jarras.
—Carrie, por el amor de Dios, no hace falta que llames a la puerta. ¿Quieres acercarte y ayudarme un poco?
Se da la vuelta y por un momento, al verla con el vestido de mi madre, siento que el pasado y el futuro se unen como dos ríos que desembocan en el mar. Me siento aislada… como la superviviente de un naufragio sin tierra a la vista.
—¿Carrie? —me llama—. ¿Te ocurre algo?
Respiro hondo y sacudo la cabeza. Ahora tengo un remo, me recuerdo a mí misma. Ha llegado la hora de remar hacia mi futuro.
Doy un paso hacia delante y le subo la cremallera.
—Gracias —dice.
En la planta baja, Donna se tumba en el sofá y adopta una pose seductora mientras yo preparo el trípode.
—Eres una chica muy singular, ¿sabes?
—Sí, claro —replico con una sonrisa.
—No singular en el mal sentido —dice, apoyada sobre los codos—, sino en el bueno. No eres lo que pareces.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, siempre he pensado que eras rarita. Una especie de empollona. Quiero decir que eres bonita y todo eso, pero nunca has querido explotarlo.
—Tal vez prefiera utilizar mi cerebro.
—No, no es eso —susurra—. Supongo que creía que podía pasarte por encima sin problemas. Pero luego leí aquel artículo en The Nutmeg. Debería haberme cabreado, pero me hizo admirarte. Pensé: «Esta chica puede valerse por sí misma. Es una digna rival para mí». Y no hay muchas chicas de las que pueda decir lo mismo. —Levanta la vista—. Porque tú eres Pinky Weatherton, ¿no?
Abro la boca con la intención de soltar un montón de explicaciones y argumentos que dejan claro que no lo soy, pero luego la cierro de nuevo. Ya no necesito fingir.
—Sí —digo sin más.
—Vaya… Seguro que has engañado a un montón de gente. ¿No te da miedo que se descubra?
—Da igual. Ya no necesito seguir escribiendo para The Nutmeg. Me voy a Nueva York este verano.
—Bueno… —Donna parece un poco impresionada, pero también algo celosa. Para no quedar por debajo, añade—: ¿Sabes que tengo una prima en Nueva York?
—Sí. —Asiento—. Me lo has dicho un millón de veces.
—Es un pez gordo de la publicidad. Y tiene a un millón de tíos detrás de ella. Y es muy guapa.
—Me alegro.
—Me refiero a que es guapa de verdad. Y tiene mucho éxito. Además… —Hace una pausa para colocarse el vestido—. Deberías conocerla.
—Está bien.
—No, en serio —insiste—. Te daré su número de teléfono. Deberías llamarla y salir con ella. Te caerá bien. Es aún más salvaje que yo.
Entro en el camino de acceso y me detengo confusa.
Hay una camioneta roja aparcada frente al garaje, y tardo unos segundos en darme cuenta de que es la furgoneta de Lali. Ha venido a mi casa y me está esperando.
Tal vez haya roto con Sebastian, pienso con crueldad. Tal vez lo hayan dejado y haya venido a pedirme disculpas, así que quizá, solo quizá, yo pueda quedar de nuevo con Sebastian y volver a ser amiga de Lali…
Hago una mueca cuando aparco junto a la camioneta. ¿En qué estoy pensando? Jamás podría volver a salir con Sebastian. Ese chico es historia para mí, como un suéter favorito con una mancha horrible. ¿Y mi amistad con Lali? Estropeada de por vida. Así que ¿qué demonios hace aquí?
La encuentro sentada en el patio, con mi hermana. Siempre educada, Missy le da conversación, aunque es probable que la presencia de Lali aquí la haya dejado tan perpleja como a mí.
—¿Y cómo está tu madre? —pregunta Missy incómoda.
—Bien —responde Lali—. Mi padre le ha regalado un nuevo cachorrito, así que es feliz.
—Estupendo —dice Missy con una sonrisa forzada. Aparta la mirada y ve que me acerco por el camino—. ¡Carrie! —Se pone en pie de un salto—. ¡Gracias a Dios que estás aquí! Tengo que practicar —dice al tiempo que mueve los dedos sobre un piano imaginario.
—Me alegro de haberte visto —dice Lali.
Sigue a Missy con la mirada hasta que mi hermana entra en la casa. Luego se vuelve hacia mí.
—¿Y bien? —le pregunto al tiempo que cruzo los brazos.
—¿Cómo has podido? —inquiere.
—¿Eh? —Me deja desconcertada. Esperaba que me suplicara perdón, y en vez de eso… ¿me ataca?—. ¿Cómo pudiste tú? —replico atónita.
Y en ese momento me fijo en los papeles que tiene en la mano. Se me cae el alma a los pies. Comprendo de inmediato qué son esos papeles: el relato que escribí sobre Sebastian y ella. El que le di a Gayle hace semanas para que lo guardara. Tenía pensado llamarla para decirle que no se molestara en publicarlo.
—¿Cómo has podido escribir esto? —pregunta Lali.
Doy un paso vacilante hacia ella y luego me siento al otro lado de la mesa. Juega a hacerse la dura, pero tiene los ojos vidriosos, como si hubiera estado llorando.
—¿De qué hablas?
—¡De esto! —Arroja los papeles sobre la mesa. Los folios se separan, pero ella se apresura a juntarlos de nuevo—. Ni se te ocurra intentar negarlo. Sé que lo has escrito tú.
—¿En serio?
Se limpia la comisura del ojo.
—No puedes engañarme. Aquí hay cosas que solo sabes tú.
Mierda. Y otra vez mierda. Ahora sí que me siento mal. Y culpable.
Pero entonces me recuerdo a mí misma que ella es la persona responsable de todo este lío.
Me reclino en la silla y coloco los pies sobre la mesa.
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo dio Jen P.
Seguro que Jen P. fue con Peter al departamento de arte, lo encontró en el cajón de Gayle y lo robó.
—¿Y por qué iba a dártelo Jen P.?
—La conozco desde hace mucho tiempo —dice pronunciando lentamente las palabras—. Algunas personas son leales.
Así que piensa ponerse en plan cruel… A mí también me conoce hace mucho tiempo. A lo mejor se le ha olvidado.
—Parece que eso de «Dios los cría y ellos se juntan» es cierto. Tú me robaste a Sebastian y ella le robó Peter a Maggie.
—Ay, Carrie… —Deja escapar un suspiro—. Siempre has sido una estúpida con los chicos. No se le puede robar el novio a alguien si él no quiere.
—¿En serio?
—Eres perversa —dice mientras sacude los folios—. ¿Cómo has podido escribir esto?
—¿Porque te lo merecías?
—¿Quién eres tú para decidir lo que se merece cada uno? ¿Quién te crees que eres? ¿Dios? Siempre te has creído un poco mejor que todos los demás. Siempre has creído que te ocurrían cosas mejores. Como esto… —Señala el patio trasero de mi casa—. Siempre has actuado como si esta no fuera realmente tu vida. Como si no fuera más que un escalón hacia un lugar mejor.
—Tal vez lo sea —replico.
—Y tal vez no.
Nos miramos la una a la otra, asombradas por la hostilidad que se respira en el ambiente.
—Bueno… —Echo la cabeza hacia atrás—. ¿Lo ha visto Sebastian?
La pregunta parece alterarla aún más. Aparta la mirada y se aprieta los ojos con los dedos. Respira hondo, como si intentara tomar una decisión, y luego se inclina sobre la mesa con una expresión atormentada.
—No.
—¿Por qué no? Yo diría que sería otro ladrillo más en el edificio «Odiemos-a-Bradley» que estáis construyendo.
—Él no lo ha visto y nunca lo verá. —Su expresión se endurece—. Hemos roto.
—¿En serio? —Mi voz se convierte en un chillido—. ¿Por qué?
—Porque lo pillé enrollándose con mi hermana pequeña.
Recojo las páginas que ha tirado sobre la mesa y les doy golpecitos hasta que las esquinas están alineadas. Luego suelto una risita. Intento reprimirme, pero es imposible. Me tapo la boca y me sale la risa por la nariz. Meto la cabeza entre las rodillas, pero no sirve de nada. Mi boca se abre y empiezo a partirme de risa.
—¡No tiene gracia! —Hace ademán de levantarse, pero en lugar de eso aplasta el puño contra la mesa—. ¡No tiene ninguna gracia! —repite.
—Claro que la tiene. —Asiento, riéndome como una histérica—. Es divertidísimo.