31

Pinky se apodera de Castlebury

Maggie me obliga a asistir a esa reunión del comité de baile con ella —dice Peter entre susurros—. ¿Te importaría preparar el periódico para la impresión?

—No hay problema. Pásalo bien. Gayle y yo nos encargaremos de todo.

—No se lo digas a la señora Smidgens, ¿vale?

—No lo haré —le aseguro—. Puedes confiar en mí plenamente.

Peter no parece del todo convencido, pero no le queda otra opción. Maggie ha entrado en el departamento de arte y está detrás de él.

—¿Peter? —pregunta.

—Ya voy.

—Venga, Gayle —digo cuando ellos ya están al otro lado del pasillo—. Es hora de ponerse a trabajar.

—¿No te da miedo meterte en problemas?

—No. Un escritor no debe tener miedo. Un escritor debe ser como un animal con garras.

—¿Quién lo dice?

—Mary Gordon Howard.

—¿Quién es esa?

—Da igual. ¿No te alegras de que por fin podamos vengarnos de Donna LaDonna?

—Sí. Pero ¿y si ella no sabe que el artículo se refiere a ella?

—Aunque ella no lo sepa, todos los demás lo sabrán, te lo prometo.

Gayle y yo trabajamos deprisa para quitar el artículo de Peter sobre la eliminación de los requerimientos gimnásticos de los estudiantes de último año y lo sustituimos por mi historia de la abeja reina… también conocida como Donna LaDonna. Luego, Gayle y yo llevamos la maqueta de la edición de mañana de The Nutmeg a la sala de audiovisuales, donde muchos empollones felices que trabajan allí la convertirán en un periódico. Peter y la señora Smidgens se pondrán furiosos, por supuesto. Pero ¿qué van a hacer? ¿Despedirme? No lo creo.

Me despierto temprano a la mañana siguiente. Por primera vez en mucho tiempo, me emociona de verdad ir al instituto. Corro hasta la cocina, donde mi padre está friendo un huevo.

—¡Ya te has levantado! —exclama.

—Sí —replico mientras me preparo una tostada con mantequilla.

—Pareces contenta —señala con tiento antes de llevar el huevo a la mesa—. ¿Eres feliz?

—Claro, papá. ¿Por qué no iba a serlo?

—No quería sacar el tema —dice nervioso e incómodo—, pero Missy me contó algo sobre lo que ocurrió con… bueno… con Sebastian. No quisiera empeorar las cosas, pero durante semanas he querido decirte que… bueno… que no puedes dejar que tu felicidad dependa de nadie. —Pincha la yema del huevo mientras asiente, como si quisiera mostrarse de acuerdo con su propio consejo—. Sé que crees que no soy más que un viejo y que no sé mucho sobre lo que pasa a mi alrededor, pero soy un gran observador. Y he observado el pesar que te ha causado este incidente. Deseaba ayudarte (créeme, nada le duele más a un padre que ver el dolor de su propia hija), pero sabía que no podía hacerlo. Cuando ocurren esa clase de cosas, estás solo. Ojalá no fuera así, pero lo es. Y si logras superar esas cosas por ti mismo, te conviertes en una persona más fuerte. Tiene un gran impacto en tu desarrollo como ser humano saber que posees las fuerzas necesarias para salir del bache y…

—Gracias, papá —le digo antes de darle un beso en la coronilla—. Lo he entendido.

Subo las escaleras y rebusco en mi armario. Considero la posibilidad de ponerme algo estrafalario, como unos leggins de rayas con una camisa de cuadros, pero decido no hacerlo. No quiero atraer atención innecesaria. Me pongo un jersey de algodón de cuello vuelto, unos pantalones de pana y unos mocasines.

Fuera hace uno de esos días de abril inusualmente cálidos que te hacen pensar que la primavera está cerca. Decido disfrutar del clima y caminar hasta el instituto.

En autobús, el trayecto es de seis kilómetros y medio. Pero conozco todos los atajos, y, si zigzagueo entre las callejuelas que hay detrás del instituto, puedo llegar allí en veinticinco minutos. Mi ruta pasa junto a la casa de Walt, un bonito edificio de dos plantas con un enorme seto en la parte delantera. Los exteriores de la casa están muy bien cuidados gracias a los esfuerzos de Walt, pero siempre me sorprende que su familia quepa en una morada tan diminuta. Son cinco chicos y hay cuatro dormitorios, lo que significa que Walt siempre ha tenido que compartir su habitación con su hermano pequeño, algo que detesta.

Cuando llego a casa de Walt, sin embargo, noto algo inusual. Han montado una tienda de campaña de color verde en el extremo más alejado del patio, y hay un cable naranja que sale de la casa y llega hasta la tienda. Sé muy bien que Walt jamás permitiría que alguien montara una tienda en el patio… lo consideraría una abominación. Me acerco más, y justo en ese momento la solapa de la tienda se abre y aparece Walt, pálido y desaseado, con una camiseta arrugada y unos vaqueros que tienen el aspecto de que ha dormido con ellos. Se frota los ojos y mira con furia a un petirrojo que da saltitos en las cercanías en busca de gusanos.

—Lárgate. ¡Fuera! —exclama mientras se acerca al petirrojo moviendo los brazos—. Malditos pájaros… —dice cuando el animalillo sale volando.

—¿Walt?

—¿Eh? —Entorna los párpados. Walt necesita gafas, pero se niega a ponérselas porque piensa que las gafas solo conseguirán empeorarle la vista—. ¿Carrie? ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Qué haces tú en esa tienda? —pregunto con el mismo tono perplejo.

—Es mi nuevo hogar —responde con una mezcla de ironía y sarcasmo—. ¿No te parece fabuloso?

—No lo entiendo.

—Espera un momento —dice—. Tengo que mear. Vuelvo ahora mismo.

Entra en la casa y sale varios minutos después con una taza de café.

—Te invitaría a entrar, pero te prometo que no encontrarías nada agradable en su interior.

—¿Qué está pasando? —Lo sigo dentro de la tienda. Hay una lona impermeable en el suelo, un saco de dormir, una áspera manta del ejército, una pila de ropa y una pequeña mesa de plástico con una vieja lámpara y un paquete abierto de galletas Oreo. Walt revuelve la pila de ropa, saca un paquete de cigarrillos y me lo ofrece.

—Una de las ventajas de no vivir en casa es que nadie te dice que no fumes.

—Ja… —Me siento de piernas cruzadas sobre el saco de dormir.

Enciendo un cigarrillo mientras intento comprender la situación.

—¿Así que no vives en tu casa? —pregunto.

—No —responde—, me mudé hace unos cuantos días.

—¿No hace un poco de frío para acampar?

—Hoy no. —Se gira a un lado y sacude la ceniza del cigarrillo en un rincón de la tienda—. De cualquier forma, estoy acostumbrado. Me chifla pasar penurias.

—¿En serio?

Deja escapar un suspiro.

—¿Tú qué crees?

—¿Por qué estás aquí, entonces?

Inhala profundamente.

—Mi padre. Richard descubrió que soy gay. Ay, sí… —añade al ver mi expresión horrorizada—. Mi hermano leyó mi diario…

—¿Tú tienes un diario?

—Por supuesto, Carrie —contesta con impaciencia—. Siempre lo he hecho. La mayor parte del contenido está relacionado con la arquitectura (recortes de edificios que me gustan y algunos dibujos), pero también hay algunas cosas personales (unas cuantas polaroids en las que aparecemos Randy y yo), y el imbécil de mi hermano consiguió de algún modo sumar dos y dos y se lo dijo a mis padres.

—Mierda…

—Sí. —Walt apaga el cigarrillo y enciende otro de inmediato—. A mi madre le importa un bledo, por supuesto… tiene un hermano que es gay, aunque nadie habla de ello. Lo consideran «un solterón empedernido». Pero mi padre se ha vuelto loco. Es tan gilipollas que nadie diría que es una persona religiosa, pero lo es. Cree que ser «homosexual» es un pecado mortal o algo así. De cualquier forma, ya no me permite ir a la iglesia y eso es un alivio. No obstante, mi padre ha decidido que no puede estar tranquilo si duermo en casa. Teme que pueda contagiárselo a mis hermanos.

—Pero, Walt, eso es ridículo…

—Podría ser peor. Al menos me deja utilizar la cocina y el baño.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—Como si tú no tuvieras ya bastantes cosas de las que preocuparte…

—Sí, pero siempre tengo tiempo para las preocupaciones de mis amigos…

—Pues quién lo diría.

—Ay, Dios… ¿Es que he me he comportado como una mala amiga?

—Mala amiga, no —dice Walt—. Pero estabas absorta en tus propios problemas.

Me hago un ovillo abrazándome las rodillas y clavo la mirada en las paredes de lona.

—Lo siento, Walt. No tenía ni idea. Puedes venirte a vivir a mi casa hasta que se suavicen las cosas. Tu padre no puede seguir estando cabreado contigo para siempre.

—¿Te apuestas algo? —pregunta—. Según él, soy un engendro del diablo. Ya no me considera hijo suyo.

—¿Por qué no te marchas? ¿Por qué no huyes de aquí?

—¿Para ir adónde? —pregunta lanzando un resoplido—. Además, ¿qué sentido tendría? Richard se niega a pagarme la universidad como castigo por ser gay. Teme que lo único que haga allí sea vestirme de mujer e ir a las discotecas, o algo parecido… Así que necesito ahorrar todo lo que pueda. Supongo que viviré en esta tienda hasta septiembre, cuando me vaya a la escuela de diseño de Rhode Island. —Se apoya contra la almohada húmeda—. No está tan mal. Casi me gusta vivir aquí.

—Bueno, pues a mí no. Te quedarás en mi casa. Yo dormiré en la habitación de mi hermana y tú puedes quedarte con la mía…

—No quiero caridad, Carrie.

—Pero seguro que tu madre…

—Nunca se opone a mi padre cuando él está así. Eso solo empeora las cosas.

—Odio a los hombres heterosexuales.

—Ya… —Walt deja escapar un suspiro—. Yo también.

Estoy tan desconcertada por la situación de Walt que tardo unos minutos en darme cuenta de que hay algo diferente en la asamblea esta mañana. El salón de actos está algo más tranquilo de lo habitual, y cuando me siento al lado de Tommy Brewster, veo que está leyendo The Nutmeg.

—¿Has visto esto? —me pregunta mientras señala el periódico.

—No —respondo con indiferencia—. ¿Por qué?

—Creí que escribías para este periodicucho.

—Y lo hice. Una vez. Pero eso fue hace meses.

—Bueno, pues será mejor que lo leas —me dice en tono de advertencia.

—Vale. —Me encojo de hombros. Y para enfatizar que no tengo nada que ver con el asunto, me levanto, camino hasta la parte delantera del salón de actos y cojo un ejemplar de The Nutmeg del montón que hay en uno de los rincones del escenario. Cuando me doy la vuelta, veo que tres chicas de primero esperan detrás de mí.

—¿Podemos coger un ejemplar? —pregunta una de ellas mientras las otras se agrupan a su alrededor.

—He oído que hablan sobre Donna LaDonna —dice otra—. ¿Puedes creerlo? ¿Puedes creer que alguien haya hecho eso?

Les entrego tres periódicos y camino hacia mi sitio, aunque debo clavarme las uñas en la palma de la mano para controlar los temblores. Mierda. ¿Y si me pillan? No me pillarán si actúo con normalidad y Gayle mantiene la boca cerrada.

Esta es mi teoría: puedes salirte con la tuya siempre que actúes como si no hubieras hecho nada malo.

Abro el periódico y finjo leerlo mientras echo una miradita de reo jo para ver si Peter ha llegado ya. Ha llegado, y también está absorto en The Nutmeg. Está totalmente sonrojado, desde las mejillas hasta la mandíbula.

Vuelvo a sentarme en mi lugar. Al parecer, Tommy ya ha terminado de leer el artículo y está que echa humo por las orejas.

—Quienquiera que haya escrito esto debería ser expulsado del instituto. —Observa la página principal de nuevo para buscar el nombre—. ¿Quién es Pinky Weatherton? Jamás he oído hablar de él.

¿Él?

—Yo tampoco. —Aprieto los labios, como si me hubiera quedado perpleja también. No puedo creer que Tommy piense que Pinky Weatherton es un alumno real… y un chico, nada menos. Pero ahora que Tommy ha presentado esa posibilidad, le sigo el juego—. Debe de ser alguien nuevo.

—El único nuevo en este instituto es Sebastian Kydd. ¿Crees que él podría haber hecho esto?

Cruzo los brazos y miro hacia el techo, como si la respuesta pudiera estar allí.

—Bueno, salió con Donna LaDonna. ¿Y no lo dejó ella plantado o algo así? Quizá esta sea su forma de vengarse.

—Eso es verdad —dice Tommy, señalando el periódico con el dedo—. Ya decía yo que ese capullo tenía algo raro. ¿Sabías que había estado en un colegio privado? He oído que su familia es rica. Lo más seguro es que los chicos normales le parezcamos chusma. Se cree mejor que nosotros.

—Claro… —Asiento de manera entusiasta.

Tommy se golpea la palma con el puño de la otra mano.

—Tenemos que hacer algo con ese tío. Rajarle las ruedas. O hacer que lo expulsen del instituto. Oye… —Se queda callado de repente y se rasca la cabeza—. ¿No saliste tú también con él? ¿No he oído yo que…?

—Un par de veces, sí —admito antes de que pueda encajar las piezas—. Pero resultó ser tal y como tú lo has descrito. Un auténtico capullo.

Siento los ojos de Peter clavados detrás de mí durante toda la clase de cálculo. Sebastian también está allí, pero, desde el incidente del aparcamiento, he evitado mirarlo. Hoy, sin embargo, no puedo reprimir una sonrisa cuando lo veo entrar en clase. Él me mira extrañado y luego me devuelve la sonrisa, como si lo aliviara que yo no siguiera enfadada con él.

¡Ja! Si él supiera…

Salgo a toda prisa del aula en cuanto suena el timbre, pero Peter me pisa los talones.

—¿Cómo es posible que haya ocurrido esto? —exige saber.

—¿El qué? —pregunto, fingiendo fastidio.

—¿«El qué»? —Pone los ojos en blanco, como si no pudiera creer que le tome el pelo de esa manera—. Lo del artículo de The Nutmeg, eso.

—No tengo ni idea —respondo antes de empezar a alejarme—. Hice exactamente lo que me pediste que hiciera. Llevé la maqueta a la sala de audiovisuales…

—Hiciste algo —insiste.

—Peter… —Dejo escapar un suspiro—. Si te soy sincera, no sé de qué me hablas.

—Bueno, pues será mejor que lo descubras. La señora Smidgens quiere verme en su despacho. Ahora. Y tú vas a venir conmigo.

Me agarra del brazo, pero lo retuerzo para liberarme.

—¿Estás seguro? ¿De verdad quieres decirle que no fuiste tú quien cerraste el periódico?

—Joder… —dice. Me fulmina con la mirada—. Será mejor que pienses algo rápido, es todo cuanto puedo decirte.

—No hay problema. —La posibilidad de contemplar una escena entre la señora Smidgens y Peter es algo demasiado tentador para resistirse. Soy como una pirómana que no puede mantenerse alejada del incendio que ha provocado.

La señora Smidgens está sentada detrás de su escritorio, y tiene un ejemplar de The Nutmeg frente a ella. El extremo de su cigarrillo sujeta precariamente casi cinco centímetros de ceniza.

—Hola, Peter —dice antes de llevarse el cigarrillo a los labios.

Me pregunto fascinada cuánto tardará en caerse la ceniza. Deja el cigarrillo sobre una pila de colillas, con la ceniza todavía intacta. Las virutas de humo se elevan desde las colillas mal apagadas del cenicero de cerámica.

Peter toma asiento. La señora Smidgens me saluda con un gesto de la cabeza; está claro que no le interesa lo más mínimo si estoy presente o no. Me siento de todas formas.

—Y bien… —dice mientras enciende otro cigarrillo—. ¿Quién es Pinky Weatherton?

Peter la mira fijamente y luego vuelve la cabeza para clavar su mirada en mí.

—Es un chico nuevo —contesto.

—¿Un chico?

—O una chica —dice Peter—. Él, o ella, acaba de trasladarse aquí.

La señora Smidgens no parece impresionada.

—¿De veras? ¿Desde dónde?

—Hummm… ¿Missouri? —replica Peter.

—¿Por qué no he podido localizarlo (o localizarla) en mi lista de alumnos?

—Porque el chico acaba de trasladarse —replico—. Ayer mismo. Bueno, no exactamente ayer. Quizá la semana pasada, o algo así.

—Es probable que aún no aparezca en los sistemas.

—Ya veo… —La señora Smidgens coge el ejemplar de The Nutmeg—. Pues la verdad es que ese tal Pinky Weatherton es un escritor bastante bueno. Me gustaría ver más trabajos suyos en el periódico.

—Claro —dice Peter titubeante.

La señora Smidgens sonríe a Peter con malicia. Sacude su cigarrillo y está a punto de añadir algo cuando de pronto la larga columna de ceniza se desprende y cae por dentro de su escote. La profesora da un salto y empieza a sacudirse la ceniza de la blusa mientras Peter y yo intentamos llevar a cabo una retirada rápida. Estamos al lado de la puerta cuando ella dice:

—Esperad.

Nos damos la vuelta muy despacio.

—Respecto a ese tal Pinky… —dice entornando los ojos para protegerse del humo. Sus labios dibujan una sonrisa desagradable—. Quiero conocerlo. O conocerla. Y dile a ese tal Pinky que se decida por uno de los dos sexos.

—¿Has visto esto? —pregunta Maggie mientras deja caer un ejemplar de The Nutmeg sobre la mesa de la cafetería.

—Ah, sí —dice la Rata, al tiempo que se echa agua caliente en su sopa instantánea—. Nadie en el instituto habla de otra cosa.

—¿Cómo es posible que no me haya enterado de esto hasta ahora? —pregunta Maggie antes de dirigir a Peter una mirada acusadora.

—¿Porque has estado muy ocupada con el comité de baile? —inquiere Peter. Se sienta entre Maggie y la Rata.

Maggie coge el periódico y señala el titular.

—¿Qué clase de nombre es Pinky Weatherton, de todas formas?

—Tal vez sea un apodo. Como «la Rata».

—Pero «la Rata» no es el nombre real de Roberta. Quiero decir que ella nunca firmaría sus cosas como «La Rata».

Peter me echa una mirada y le da unas palmaditas a Maggie en la cabeza.

—No hay necesidad de que te preocupes por el funcionamiento interno de The Nutmeg. Lo tengo todo bajo control.

—¿De verdad? —Maggie lo mira con asombro—. En ese caso, ¿qué piensas hacer con Donna LaDonna? Apuesto a que está muy cabreada.

—En realidad —dice la Rata antes de soplar su sopa—, parece estar disfrutando con todo esto.

—¿En serio? —pregunta Maggie. Se vuelve desde la silla y mira hacia el lado opuesto de la cafetería.

La Rata está en lo cierto. Donna LaDonna parece encantada con tanta atención. Está sentada en su mesa habitual, rodeada por sus esbirros y sus abejas de honor, que se han agrupado en torno a ella como si fuera una estrella de cine que necesita protección de sus fans. Donna posa, sonríe y baja la barbilla mientras alza los hombros de manera seductora, como si todos sus movimientos estuvieran siendo filmados por una cámara. Entretanto, Lali y Sebastian están misteriosamente ausentes. Solo cuando me levanto para vaciar mi bandeja los veo por fin, acurrucados juntos en el extremo de una mesa situada en un rincón de la cafetería. Estoy a punto de alejarme cuando me llama Donna LaDonna en persona.

—¡Carrie! —Su voz suena tan alta como el timbre que indica el final de las clases. Me doy la vuelta y veo que agita la mano por encima de la cabeza de Tommy Brewster.

—¿Sí? —digo mientras me acerco con cautela.

—¿Has visto la historia que han escrito sobre mí en The Nutmeg? —pregunta complacida.

—¿Cómo iba a perdérmela?

—La verdad es que es una tontería —me dice, dándoselas de modesta—. Aunque sí les he dicho a Tommy y a Jen P. que quien sea que haya escrito eso debe de conocerme muy, muy bien.

—Supongo que sí —le contesto, sin darle mucha importancia.

Donna pestañea unas cuantas veces mientras me mira y, de pronto, por más que lo intento, ya no puedo seguir odiándola. He intentado acabar con ella, pero de algún modo ha conseguido invertir la situación y salir victoriosa.

Bravo por ella, pienso mientras me alejo.