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Las cosas pasan

He escrito un relato corto sobre Mary Gordon Howard. Su doncella le puso veneno en el jerez y murió tras un interminable instante de agonía. Tiene seis páginas, y es una mierda. Lo he guardado en el cajón.

Hablo mucho por teléfono con George. Llevo a Dorrit al psiquiatra que George le buscó en West Hartford.

Me da la impresión de que estoy estancada.

Dorrit está de mal humor, pero no ha vuelto a meterse en problemas.

—Papá dice que vas a ir a Brown —dice una tarde, cuando la llevo a casa después de su cita.

—Todavía no he aceptado.

—Espero que lo hagas —dice—. Papá siempre ha querido que una de sus hijas fuera a Brown, su alma máter. Si tú vas, yo ya no tendré que preocuparme por ello.

—¿Y si no quiero ir a Brown?

—Entonces es que eres tonta —replica Dorrit.

—¡Carrie! —grita Missy, que sale corriendo de casa—. ¡Carrie! —Sacude un sobre muy grueso—. Es de Brown.

—¿Ves? —dice Dorrit. Incluso ella está emocionada.

Abro el sobre. Está lleno de programas, mapas y folletos con títulos como «La vida del estudiante». Me tiemblan las manos cuando abro la carta: «Querida señorita Bradshaw —dice—. Felicidades por…».

Ay, Dios.

—¡Voy a ir a Brown! —Empiezo a dar saltos de alegría y a correr alrededor del coche. Luego me detengo. Solo está a cuarenta y cinco minutos de aquí. Mi vida será exactamente igual, con la excepción de que estudiaré en la universidad.

Pero iré a Brown. Y eso está muy bien. Es genial.

—Brown… —dice Missy con voz aguda—. Papá se pondrá contentísimo.

—Lo sé —replico, medio flotando.

Tal vez cambie mi suerte. Tal vez mi vida siga por fin la dirección correcta.

—Bueno, papá —digo más tarde, después de que mi padre me abrace, me dé unas palmaditas en la espalda y diga cosas como: «Siempre he sabido que lo conseguirías si te aplicabas lo suficiente»—, puesto que voy a ir a Brown… —titubeo, ya que quiero decirle esto de la mejor manera posible—, me preguntaba si podría pasar el verano en Nueva York.

La pregunta lo pilla desprevenido, pero está demasiado contento con lo de Brown para ponerse a analizarla.

—¿Con George? —pregunta.

—No necesariamente —me apresuro a contestar—. Hay un curso para escritores en el que he intentado entrar…

—¿Para escritores? —dice—. Pero ahora que vas a ir a Brown, querrás ser científica, ¿no?

—Papá, no estoy segura de…

—No importa —dice con un gesto de la mano, como si descartara el asunto—. Lo importante es que irás a Brown. No tienes por qué decidir tu vida en este mismo momento.

Y llega de nuevo el día en que comienzan los entrenamientos de natación.

Se acabó el respiro. Tendré que ver a Lali.

Han pasado seis semanas y sigue saliendo con Sebastian.

No tengo por qué ir. De hecho, no tengo por qué hacer nada más. Me han aceptado en la universidad. Mi padre ya ha enviado un cheque. Puedo saltarme las clases, dejar el equipo de natación, ir borracha a clase… cualquier cosa. Y nadie puede hacerme nada. Ya estoy dentro.

Así que quizá sea la más pura perversidad lo que me impulsa a seguir el pasillo hasta la sala de taquillas.

Está allí. De pie frente a las taquillas donde nos cambiábamos siempre. Como si reclamara nuestro espacio para ella sola, de la misma forma que ha reclamado a Sebastian. Me hierve la sangre. Ella es la mala aquí, la que ha hecho las cosas mal. Es ella quien debería tener la decencia de trasladarse a una zona diferente de la sala de taquillas.

De repente siento como si tuviera la cabeza cubierta de cemento.

Dejo caer la bolsa del gimnasio al lado de la suya. Lali se pone rígida; percibe mi presencia igual que yo percibo la suya, incluso cuando se encuentra al otro extremo del pasillo. Abro la puerta de mi taquilla. Golpea la suya y casi le aplasta un dedo.

Aparta la mano en el último momento. Me fulmina con la mirada, primero sorprendida y luego furiosa.

Me encojo de hombros.

Nos quitamos la ropa. Pero ahora no me esfuerzo por ocultar mi desnudez como solía hacer. De todas formas, no me está mirando. Se retuerce para ponerse el bañador y se coloca los tirantes sobre los hombros con un chasquido.

Se habrá ido dentro de un momento.

—¿Qué tal Sebastian? —pregunto.

Esta vez, cuando me mira, veo todo lo que necesito saber.

Jamás se disculpará. Jamás admitirá que ha hecho algo malo. Jamás reconocerá que me ha hecho daño. Jamás dirá que me echa de menos o que se siente mal. Seguirá adelante como si no hubiese ocurrido nada, como si fuéramos amigas, aunque en realidad nunca lo fuimos.

—Bien. —Se aleja mientras se coloca las gafas.

Bien. Vuelvo a ponerme la ropa. No necesito estar cerca de ella. Que se quede con el equipo de natación. Que se quede con Sebastian también. Si lo necesita hasta el punto de romper una amistad, lo siento por ella.

De camino a la salida, oigo un grito procedente del gimnasio. Me asomo por el ventanuco de cristal de la puerta de madera. El equipo de animadoras está en plena sesión de prácticas.

Camino sobre el suelo pulido hasta las gradas, me siento en la cuarta fila y me apoyo en las manos para inclinarme hacia atrás. Me pregunto por qué hago esto.

Las componentes del equipo visten mallas o camisetas con leggins, y llevan el pelo recogido en una cola de caballo. Calzan esos anticuados zapatos blancos y negros. El ritmo apagado de la canción «Bad, Bad, Leroy Brown» emerge del radiocasete situado en un rincón mientras las chicas colocadas en fila agitan sus pompones, dan un paso adelante y otro atrás, giran a la derecha, colocan una mano en el hombro de la compañera que tienen delante y, una por una, con diferentes grados de elegancia y habilidad, separan sus piernas para hacer el espagat.

La canción termina y se ponen en pie agitando los pompones por encima de la cabeza y gritando: «¡Ánimo, equipo!».

¿Sinceramente? Apesta.

El grupo se separa. Donna LaDonna utiliza la cinta del pelo que llevaba en la frente para secarse la cara. Ella y otra de las animadoras, una chica llamada Naomi, se dirigen a las gradas y, haciendo caso omiso de mi presencia, se sientan dos filas por delante de mí.

Donna se alborota el pelo.

—Becky tiene que hacer algo con su olor corporal —dice, refiriéndose a una de las animadoras más jóvenes.

—Podríamos regalarle una caja de desodorante —dice Naomi.

—El desodorante no sirve para nada. No con esa clase de olor. Creo que le vendría mejor algo relacionado con la higiene femenina. —Donna sonríe con sorna y Naomi se ríe por lo bajo tras ese último comentario. Luego, Donna sube el tono de voz y cambia súbitamente de tema—. ¿Te puedes creer que Sebastian Kydd sigue saliendo con Lali Kandesie?

—He oído que le gustan las vírgenes —dice Naomi—. Hasta que dejan de serlo. Entonces las deja tiradas.

—Es como si proporcionara una especie de servicio. —Donna LaDonna sube el tono de voz todavía más, como si no pudiera contener la risa—. Me pregunto quién será la siguiente. Es muy probable que no sea una chica bonita… todas las chicas bonitas han mantenido relaciones sexuales. Seguro que es una fea. Como esa tal Ramona. ¿Recuerdas a la chica que intentó entrar en el equipo de animadoras tres años seguidos? Algunas personas nunca captan la indirecta. Es una pena.

Se vuelve de pronto y exclama con fingida sorpresa:

—¡Carrie Bradshaw! —Abre los ojos de par en par y tensa los labios en una exuberante sonrisa—. Justo estábamos hablando de ti. Dime una cosa, ¿cómo es Sebastian? Me refiero a cómo es en la cama, por supuesto. ¿Folla tan bien como dice Lali?

Me esperaba esto. Llevo esperándolo desde el principio.

—Dios mío, Donna —replico con tono inocente—. ¿No lo sabes? ¿No lo hiciste con él una hora después de conocerlo? ¿O fue quince minutos después?

—En serio, Carrie —dice con los ojos entornados—, creí que me conocías mejor. Sebastian es demasiado inexperto para mí. Yo no me acuesto con niños.

Me inclino hacia delante y la miro a los ojos.

—Siempre me he preguntado cómo sería ser tú. —Contemplo el gimnasio y dejo escapar un suspiro—. Debe de resultar… agotador.

Cojo mis cosas y me bajo de las gradas de un salto. Mientras camino hacia la puerta, oigo gritar a Donna:

—¡Ya te gustaría, Carrie Bradshaw! ¡Nunca serás tan afortunada!

Ni tú. Estás muerta.

¿Por qué sigo haciendo esto? ¿Por qué me expongo a estas situaciones horribles en las que sé que no puedo ganar? Parece que no puedo evitarlo. Es como cuando te quemas una vez, luego te acostumbras a la sensación y quieres quemarte una y otra vez. Solo para demostrarte que sigues con vida. Para recordarte que aún puedes sentir algo.

El psiquiatra de Dorrit dice que es mejor sentir algo que no sentir. Y Dorrit había dejado de sentir. Al principio le daba miedo el dolor, y luego, no sentir nada. Por eso entró en acción.

Todo muy bonito y bien ordenado. Adorna tus problemas con un gran lazo y quizá puedas fingir que son un regalo.

Fuera, junto a la puerta que conduce a la piscina, veo a Sebastian Kydd, que está aparcando su coche.

Echo a correr. No para alejarme de él, que sería lo razonable, sino hacia él.

Sebastian no tiene ni idea de lo que se le viene encima, ya que se está mirando la barba incipiente en el espejo retrovisor.

Cojo el más pesado de mis libros (el de cálculo) y lo lanzo contra su coche. El libro roza apenas el maletero, se desgarra y aterriza boca abajo en el suelo, con las páginas abiertas como las piernas de una animadora. El ruido que hace es lo bastante fuerte para sacar a Sebastian de su egocéntrica contemplación. Vuelve la cabeza de inmediato, preguntándose qué ha pasado, si es que ha pasado algo. Me acerco aún más y lanzo otro libro hacia su coche. Se trata de un ejemplar en rústica de Fiesta, de Hemingway, y golpea la ventanilla delantera. Al instante siguiente, Sebastian sale del coche, preparado para la batalla.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué crees que estoy haciendo? —grito mientras intento tirarle el libro de biología a la cabeza. Casi se me resbala la cubierta de papel satinado, así que levanto el libro por encima de mi cabeza y arremeto contra él en lugar de arrojárselo.

Él extiende los brazos sobre el coche a la defensiva.

—No lo hagas, Carrie —dice a modo de advertencia—. No toques mi coche. Nadie araña a mi pequeño y sale indemne.

Me imagino su coche convertido en un millón de pedazos de plástico y cristal esparcidos por el aparcamiento como si fueran los restos de una explosión. De pronto asimilo el comentario ridículo que acaba de hacer y me detengo en seco. Pero solo un instante. La sangre afluye a mi cabeza cuando me abalanzo sobre él.

—Me importa un comino tu coche. Solo quiero hacerte daño.

Le apunto con el libro de biología, pero él me lo arrebata antes de que pueda golpearlo. Sigo avanzando, más allá de él, más allá de su coche; avanzo con torpeza sobre el pavimento hasta que tropiezo con el bordillo y caigo de bruces sobre el césped helado. Me sigue mi libro de biología, que aterriza con un golpe seco a mi lado.

No estoy orgullosa de mi comportamiento. Pero no he llegado tan lejos para echarme atrás ahora.

—¿Cómo has podido? —grito mientras me pongo en pie.

—¡Basta! ¡Basta! —exclama al tiempo que me sujeta las muñecas—. ¡Estás loca!

—¡Dime por qué!

—No —contesta furioso.

Me alegra ver que al final también se ha cabreado.

—Me lo debes.

—No te debo nada, joder. —Aparta las manos de mis brazos como si no soportara tocarme. Lo persigo y me arrojo sobre él como el payaso de una caja sorpresa.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? —pregunto con sorna.

—Lárgate.

—Me debes una explicación.

—¿De verdad quieres saberlo? —Se detiene, se da la vuelta y me mira a la cara.

—Sí.

—Ella es más agradable —dice sin más.

¿Más agradable?

¿Qué narices significa eso?

—Yo soy agradable. —Me golpeo el pecho con las manos. Me pica la nariz, y eso significa que las lágrimas no tardarán mucho en asomar.

—Déjalo estar, ¿quieres? —Entierra los dedos en su cabello.

—No puedo. No quiero. Esto no es justo…

—Ella es más agradable, ¿vale? Solo eso.

—¿Qué significa eso? —pregunto con un gemido lastimero.

—No es… ya sabes, tan competitiva.

¿Lali? ¿Que no es competitiva?

—Es la persona más competitiva que conozco.

Él sacude la cabeza.

—Es agradable.

Agradable… ¿Agradable? ¿Por qué no deja de repetir esa palabra? ¿Qué quiere decir?

Y entonces lo entiendo. Agradable significa sexo. Se ha acostado con él. Ha llegado hasta el final. Y yo no.

—Espero que seáis muy felices juntos —le digo, y doy un paso atrás—. Espero que seáis tan felices que os caséis y tengáis hijos. Y espero que os quedéis en esta estúpida ciudad durante el resto de vuestras vidas, y que os pudráis… como un par de manzanas agusanadas.

—Gracias —replica él con ironía mientras se dirige al gimnasio.

Esta vez no intento detenerlo. En lugar de eso, le grito palabras absurdas a la espalda. Palabras como «gusanos», «moho» y «nacarado».

Soy una estúpida, lo sé. Pero ya no me importa.

Cojo un papel en blanco y lo introduzco en la máquina de escribir Royale de mi madre. Unos cuantos minutos después, escribo: «El truco para ser una abeja reina no es necesariamente la belleza, sino el afán. La belleza ayuda, pero sin la ambición de llegar arriba y quedarse allí, la belleza solo te convertirá en una abeja dama de honor».

Tres horas después, repaso lo que he escrito. No está mal. Ahora lo único que necesito es un seudónimo. Uno que le demuestre a la gente que voy en serio, que no soy alguien con quien se puedan meter. Sin embargo, también debe transmitir sentido del humor… incluso irracionalidad. Alargo las páginas sin darme cuenta mientras reflexiono.

Vuelvo a leer mi título: Antología de Castlebury: una guía de la fauna y flora del instituto, seguido de «Capítulo primero: La abeja reina». Cojo un bolígrafo, pulso el botón que saca la punta una vez, y otra, y otra… hasta que al final me viene un nombre. «Por Pinky Wea ther ton», escribo con pulcras letras mayúsculas.