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Doble riesgo

No sé si lograré aprobar este año —dice Maggie. Saca un paquete de tabaco que le ha robado a su madre y enciende un cigarrillo.

—Ya… —replico distraída. Todavía me desconcierta que la Rata tenga relaciones sexuales.

¿Y si todo el mundo está practicando sexo menos yo?

Mierda.

Cojo un ejemplar de The Nutmeg casi sin darme cuenta. El titular grita: SE SIRVE YOGUR EN LA CAFETERÍA. Pongo los ojos en blanco y lo dejo a un lado. Con la excepción del puñado de chicos que trabajan en The Nutmeg, nadie más lo lee. Sin embargo, alguien debe de haberlo dejado sobre la vieja mesa de picnic que hay dentro del antiguo granero situado justo al límite de los terrenos del instituto. La mesa ha estado aquí siempre, y tiene grabados los años de graduación, las iniciales de los amantes y sentimientos generales hacia Castlebury, tales como «Castlebury apesta». Los profesores nunca vienen aquí, así que es la zona de fumadores no oficial.

—Al menos, tomaremos yogur este año —digo sin ningún motivo en especial.

¿Y si nunca llego a mantener relaciones sexuales? ¿Y si muero en un accidente de coche antes de tener la oportunidad de hacerlo?

—¿Qué se supone que significa eso? —pregunta Maggie.

Ay, madre… Ahora viene la temida discusión sobre el cuerpo. Maggie dirá que cree que está gorda y yo diré que me parezco a un chico. Maggie dirá que le gustaría tener mi aspecto y yo diré que a mí me gustaría tener el suyo. Y eso no supondrá ninguna diferencia, porque dos minutos después ambas seguiremos aquí, con el mismo cuerpo, sintiéndonos mal por algo que no podemos cambiar.

Como el hecho de no haber sido aceptada en la maldita New School.

¿Qué pasará si un chico quiere mantener relaciones sexuales conmigo y yo estoy demasiado asustada para soportarlo?

Como era de esperar, Maggie dice:

—¿Se me ve gorda? Parezco gorda, ¿a que sí? Me siento gorda.

—Maggie, tú no estás gorda. —Los tíos babean al ver a Maggie desde que ella tenía trece años, un hecho que ella parece decidida a ignorar.

Aparto la mirada. Por detrás de ella, en el oscuro recoveco que hay al otro extremo del granero, la punta encendida de un cigarrillo se mueve arriba y abajo.

—Hay alguien aquí dentro —susurro.

—¿Quién? —Se da la vuelta justo cuando Peter Arnold sale de entre las sombras.

Peter es el segundo chico más listo de nuestra clase, y bastante gilipollas. Antes era un muchacho con la cara rechoncha y la piel pálida, pero parece que le ha ocurrido algo durante el verano. Ha crecido.

Y, al parecer, ha empezado a fumar.

Peter hace buenas migas con la Rata, pero en realidad apenas lo conozco. En lo que se refiere a relaciones, todos nosotros somos como pequeños planetas con nuestro propio sistema solar de amigos. Hay una ley no escrita que establece que los sistemas solares raramente se entrecruzan… hasta ahora.

—¿Os importa que me quede con vosotras? —pregunta.

—Pues la verdad es que sí. Estábamos charlando sobre cosas de chicas. —No sé por qué soy así con los chicos, sobre todo con los chicos como Peter. Una mala costumbre, supongo. Peor que fumar. Pero es que no quiero que el aburrido de Peter arruine nuestra conversación.

—No, no nos importa. —Maggie me da una patada por debajo de la mesa.

—Por cierto, yo no creo que estés gorda —dice Peter.

Sonrío con sorna e intento intercambiar una mirada con Maggie, pero ella no se da cuenta. Está mirando a Peter. Así que yo también lo hago. Tiene el pelo más largo y ha conseguido librarse de la mayoría de sus granos, pero hay algo más.

Confianza en sí mismo.

Madre mía… Primero la Rata y ahora Peter. ¿Es que todo el mundo va a cambiar este año?

Maggie y Peter siguen ignorándome, así que cojo el periódico y finjo leerlo. Eso llama la atención de Peter.

—¿Qué piensas de The Nutmeg? —me pregunta.

—No dice más que tonterías —replico.

—Gracias —añade él—. Soy el editor.

Genial. Ya he vuelto a hacerlo.

—Si tan inteligente eres, ¿por qué no escribes para el periódico? —me pregunta Peter—. En serio, ¿no le dices a todo el mundo que quieres ser escritora? ¿Has escrito alguna vez?

Tal vez no pretendiera sonar tan agresivo, pero lo cierto es que la cuestión me ha pillado desprevenida. ¿Se habrá enterado Peter de la carta de rechazo de la New School? Eso es imposible.

Estoy cabreada.

—¿Qué más da si he escrito algo o no?

—Si dices que eres escritora, será porque has escrito algo —comenta Peter con tono engreído—. De lo contrario, deberías ser animadora o algo así.

—Y tú deberías meter la cabeza en una olla de agua hirviendo.

—Quizá lo haga. —Se echa a reír de buena gana.

Peter debe de ser uno de esos tipos detestables que están tan acostumbrados a que los insulten que ya ni siquiera se ofenden.

No obstante, sigo dolida. Cojo mi bolsa de baño.

—Tengo que entrenar —afirmo, como si no me mereciera la pena continuar con la conversación.

—¿Qué problema tiene esta? —pregunta Peter cuando salgo por la puerta.

Bajo la colina en dirección al gimnasio arrastrando los tacones de mis botas por la hierba. ¿Por qué siempre pasa lo mismo? Le digo a la gente que quiero ser escritora y pone los ojos en blanco. Me cabrea mogollón. En especial porque llevo escribiendo desde que tenía seis años. Tengo bastante imaginación, y durante un tiempo escribí historias sobre una familia de lápices, los Número 2, que siempre intentaban escapar de un tipo malvado llamado el Sacapuntas. Luego escribí sobre una chiquilla que padecía una misteriosa enfermedad que le daba el aspecto de una mujer de noventa años. Y este verano, para poder entrar en ese estúpido programa para escritores, escribí todo un libro sobre un chico que se convierte en televisor, y nadie en su familia lo nota hasta que consume toda la electricidad de la casa.

Si le hubiera dicho a Peter la verdad sobre lo que he escrito, se habría echado a reír. Igual que la gente de la New School.

—¡Carrie! —grita Maggie. Corre campo a través para alcanzarme—. Siento lo de Peter. Dice que bromeaba sobre lo de escribir. Tiene un extraño sentido del humor.

—No me digas…

—¿Te apetece ir al centro comercial después del entrenamiento de natación?

Clavo la vista en el instituto, al otro lado de los prados, y me fijo en el aparcamiento situado más allá. Está exactamente igual que siempre.

—¿Por qué no? —Saco la carta de mi libro de biología, la arrugo y me la meto en el bolsillo.

¿A quién le importa Peter Arnold? ¿A quién le importa la New School? Algún día seré escritora.

Algún día, pero no hoy.

—Estoy harta de este puñetero lugar —dice Lali, mientras deja sus cosas en un banco de la sala de taquillas.

—Yo también. —Bajo la cremallera de mis botas—. El primer día de natación. Lo odio.

Saco de la bolsa uno de mis viejos bañadores Speedo y lo cuelgo de la taquilla. Empecé a nadar antes de saber caminar. La foto mía que más me gusta es una en la que tengo cinco meses y estoy sentada sobre un pequeño flotador amarillo en el estrecho de Long Island. Llevo puesto un sombrerito blanco muy mono y un bañador de lunares, y sonrío de oreja a oreja.

—Tú estarás bien —dice Lali—. Soy yo la que tengo problemas.

—¿Como cuáles?

—Como Ed —señala con una mueca. Se refiere a su padre.

Asiento. En ocasiones, Ed se comporta más como un niño que como un padre, a pesar de que es poli. En realidad, es más que poli, es detective; el único de la ciudad. Lali y yo siempre nos reímos de eso, ya que no logramos imaginar qué es lo que «detecta» en realidad, porque nunca ha habido un crimen grave en Castlebury.

—Ha pasado por el instituto —comenta Lali mientras se quita la ro pa—. Nos hemos peleado.

—¿Cuál es el problema ahora?

Los Kandesie se pelean como si fueran guerreros mongoles, pero luego siempre solucionan las cosas, bromean y hacen cosas extravagantes, como esquiar sobre el agua con los pies descalzos. Podría decirse que en cierta época más o menos me adoptaron, y a veces deseaba haber nacido Kandesie en lugar de Bradshaw, porque así estaría todo el día riéndome, escuchando rock y jugando al béisbol con la familia las tardes de verano. Mi padre se moriría si lo supiera, pero así son las cosas.

—Ed se niega a pagarme la universidad. —Lali me mira con los brazos en jarras.

—¡¿Qué?!

—Dice que no la pagará —repite—. Me lo ha dicho hoy. Asegura que él no fue y que le va muy bien —comenta mi amiga en tono burlón—. Tengo dos posibilidades. O bien voy a la escuela militar o bien consigo un trabajo. A él le importa una mierda lo que yo quiero.

—Ay, Lali…

La miro fijamente, desconcertada. ¿Cómo es posible? Son cinco hermanos en la familia de Lali, así que siempre han andado justos de dinero. Pero Lali y yo siempre habíamos creído que ella iría a la universidad… que ambas iríamos, y que luego haríamos algo importante con nuestras vidas. En la oscuridad, metida dentro de un saco de dormir situado en el suelo junto a la litera de Lali, compartíamos nuestros secretos entre susurros de emoción. Yo iba a ser escritora y Lali ganaría la medalla de oro en estilo libre.

Ahora a mí me han rechazado en la New School y Lali ni siquiera puede ir a la universidad.

—Supongo que me quedaré atrapada en Castlebury para siempre —dice Lali furiosa—. Quizá pueda trabajar en Ann Taylor y ganar cinco dólares la hora. O tal vez consiga un trabajo en el supermercado. O… —Se da una palmada en la frente—… podría trabajar en el banco. Aunque creo que se necesita un diploma universitario para ser cajero.

—Las cosas no serán así —insisto—. Ocurrirá algo…

—¿Algo como qué?

—Conseguirás una beca de natación…

—La natación no es una profesión.

—Puedes ir a la escuela militar. Tus hermanos…

—Los dos están en la escuela militar y la detestan —asegura ella cabreada.

—No puedes permitir que Ed te arruine la vida —le digo con bravuconería—. Encuentra algo que quieras hacer y hazlo sin más. Si deseas algo de verdad, Ed no puede detenerte.

—Ya… —replica Lali con ironía—. Lo único que necesito es averiguar qué es ese «algo». —Sujeta su viejo traje de baño y mete las piernas por los agujeros—. No soy como tú, ¿vale? No sé qué es lo que quiero hacer durante el resto de mi vida. Además, ¿por qué debería saberlo? Solo tengo diecisiete años. Lo único que sé es que no quiero que alguien me diga lo que «no» puedo hacer.

Se da la vuelta y se dispone a coger su gorro de baño, pero tira mi ropa al suelo sin querer. Me agacho para recogerla y, cuando lo hago, veo que la carta de la New School se ha salido del bolsillo y ha ido a parar a los pies de Lali.

—Ya lo cojo yo —digo mientras hago el intento, pero ella es demasiado rápida.

—¿Qué es esto? —pregunta mientras sujeta el trozo de papel arrugado.

—Nada —respondo con una sensación de impotencia.

—¿Nada? —Sus ojos se abren como platos cuando lee la dirección del remite—. ¿Nada? —repite mientras alisa el papel.

—Lali, por favor…

Sus ojos se mueven de un lado a otro mientras lee la breve misiva.

Mierda. Sabía que tendría que haber dejado la maldita carta en casa. Debería haberla hecho pedazos y haberla tirado a la basura. O haberla quemado, aunque no es tan fácil quemar una carta, por más dramático que quede en los libros. Pero no, en lugar de eso, la he llevado encima con la esperanza de que me sirviera como una especie de perverso incentivo para trabajar más duro.

Ahora me siento paralizada por mi propia estupidez.

—Lali, no lo hagas… —susurro.

—Solo un minuto —dice ella mientras lee la carta una vez más. Levanta la mirada, sacude la cabeza y aprieta los labios en un gesto compasivo—. Lo siento, Carrie.

—Yo también. —Me encojo de hombros con la esperanza de poder restarle importancia. Por dentro, tengo el cuerpo lleno de cristales rotos.

—Lo digo en serio. —Dobla la carta y me la devuelve antes de ponerse las gafas de natación—. Yo estoy aquí queján dome de Ed y a ti te han rechazado en la New School. Menuda mierda.

—Pues sí.

—Parece que ambas nos quedaremos aquí colgadas durante un tiempo —dice mientras me pasa el brazo por encima del hombro—. Aunque vayas a Brown, eso está a solo cuarenta y cinco minutos de aquí. Nos veremos siempre que queramos.

Cuando abre la puerta que conduce a la piscina, nos envuelve el vapor químico del cloro y de los líquidos de limpieza. Me planteo pedirle que no le hable a nadie sobre la carta de rechazo. Pero eso solo empeoraría las cosas. Si actúo como si no tuviera importancia, Lali lo olvidará.

Mi amiga arroja la toalla hacia las gradas y corre por las baldosas.

—¡La última es un huevo podrido! —grita antes de tirarse en bomba al agua.