29

La Gorgona

¿Por qué no escribes sobre ello? —pregunta George.

—No —digo mientras rompo la punta de la rama de un árbol. La observo y froto la madera suave y seca entre los dedos antes de volver a tirarla al suelo.

—¿Por qué no?

—Porque no. —Acelero el paso por el sendero que asciende hasta una empinada colina.

Por detrás de mí oigo la respiración de George, jadeante por el esfuerzo. Me agarro a un árbol joven que hay en mitad del ascenso y lo utilizo para impulsarme hasta la cima. —No quiero ser escritora para escribir sobre mi vida. Quiero ser escritora para escapar de ella.

—Entonces no deberías ser escritora —dice George con un resoplido.

Ahí queda eso.

—Estoy harta de que todo el mundo me diga lo que debería o no debería hacer. Tal vez no quiera ser lo que tú consideras una escritora. ¿Te has parado a pensarlo alguna vez?

—Oye… —replica él—, tranquilízate.

—No pienso tranquilizarme. Y no voy a escucharte, ni a ti ni a nadie. Porque ¿sabes una cosa?, todo el mundo cree que sabe muchísimo sobre cualquier cosa, y nadie sabe una puta mierda sobre nada.

—Lo siento —dice, aunque su boca se frunce en un primoroso gesto de desaprobación—. Solo intentaba ayudarte.

Respiro hondo. Sebastian se habría reído de mí. Su risa me habría cabreado un poco, pero después también le habría encontrado la gracia al asunto. George, sin embargo, se lo toma todo muy en serio.

Y, no obstante, tiene razón. Solo intenta ayudar.

Y Sebastian no está. Me ha dejado tirada, tal y como George dijo que haría.

Debería sentirme agradecida. George al menos ha tenido la decencia de no pronunciar esas horribles palabras: «Te lo dije».

—¿Recuerdas que te dije que te presentaría a mi tía abuela? —me pregunta.

—¿La escritora? —replico, todavía un poco mosqueada.

—La misma. ¿Quieres conocerla?

—Ay, George… —Ahora me siento culpable.

—Lo arreglaré para la semana que viene. Creo que eso te animará un poco.

Me daría de patadas. George es el mejor. Ojalá pudiera enamorarme de él.

Atravesamos Hartford y giramos hacia una calle amplia flanqueada por arces. Las viviendas están alejadas de la carretera (grandes, blancas, casi mansiones) y tienen columnas y diminutas vidrieras decorativas. Esto es West Hartford, donde viven las familias ricas y antiguas, donde (creo yo) la gente tiene jardinero que atiende sus rosas, piscinas y pistas de tenis de tierra batida.

No me sorprende que sea George quien me ha traído aquí. La familia de George es rica, después de todo… Él nunca habla de ello, pero debe de serlo, ya que tiene un piso de ocho dormitorios en la Quinta Avenida, su padre trabaja en Wall Street y su madre pasa los veranos en Southampton, dondequiera que esté eso.

Nos adentramos en un camino de acceso de grava rodeado de setos y aparcamos frente a un garaje con una cúpula en el techo.

—¿Tu tía vive aquí?

—Te dije que tenía éxito. —George sonríe misterioso.

Siento un aguijonazo de pánico. Una cosa es imaginar que alguien tiene dinero y otra muy distinta observar el tamaño de su fortuna. Un sendero de baldosas rodea el costado de la casa hasta un invernadero acristalado lleno de plantas y muebles de jardín de hierro forjado. George llama a la puerta y la abre, dejando escapar una nube de aire cálido y vaporoso.

—¿Bunny? —dice a voz en grito.

¿¿¿Bunny??? ¿Como «Conejita»? Ay, madre…

Una mujer pelirroja de mediana edad ataviada con un uniforme gris atraviesa la estancia.

—Señor George —dice—, me ha sorprendido.

—Hola, Gwyneth. Esta es mi amiga, Carrie Bradshaw. ¿Está Bunny en casa?

—Lo está esperando.

Seguimos a Gwyneth por un largo pasillo, dejamos atrás el comedor y la biblioteca, y nos adentramos en un gigantesco salón.

Hay una chimenea con repisa de mármol en uno de los extremos, y por encima se encuentra el retrato de una mujer joven ataviada con un vestido de seda rosa. Tiene unos ojos grandes, castaños y autoritarios… Yo he visto esos ojos antes, estoy segura. Pero ¿cuándo?

George se acerca a un carrito de bronce y coge una botella de jerez.

—¿Bebes? —pregunta.

—¿Debería? —susurro sin dejar de mirar el cuadro.

—Por supuesto. A Bunny siempre le gusta tomar un poco de jerez. Y se pone furiosa cuando la gente no bebe con ella.

—Entonces esta… ejem… «Bunny»… ¿No es de peluche y blandita?

—Más bien no. —Los ojos de George se abren de par en par a causa de la diversión mientras me ofrece una copa de cristal llena de un líquido ambarino—. Algunas personas la consideran un monstruo.

—¿Quiénes? —pregunta una voz atronadora. De no haber sabido que Bunny es una mujer, habría pensado que esa voz pertenecía a un hombre.

—Hola, viejecilla —dice George mientras atraviesa la estancia para saludarla.

—¿Y a quién tenemos aquí? —pregunta señalándome—. ¿A quién has arrastrado hasta aquí para conocerme esta vez?

George pasa por alto el insulto. Debe de estar acostumbrado a su desagradable sentido del humor.

—Carrie —dice con orgullo—, esta es mi tía Bunny.

Inclino la cabeza para saludarla y extiendo la mano.

—Bu… Bu… Bun… —tartamudeo, incapaz de hablar.

Bunny es Mary Gordon Howard.

Mary Gordon Howard toma asiento en el sofá como si fuera una preciosa pieza de porcelana. Físicamente parece más frágil de lo que recuerdo, pero George ha dicho que tiene ochenta años. No obstante, su persona resulta tan aterradora como hace cuatro años, cuando me atacó en la biblioteca.

Esto no puede estar ocurriendo…

Tiene el pelo blanco y fuerte, apartado de la frente en un voluminoso recogido. Sin embargo, sus ojos parecen débiles; el iris tiene un color castaño acuoso, como si el tiempo hubiera diluido su verdadero color.

—Bueno, querida. —Toma un trago de jerez y se lame maliciosamente el exceso de los labios—. George dice que quieres ser escritora.

Ay, no. Otra vez no. Me tiembla la mano cuando cojo la copa.

—No es que quiera ser escritora. Es que lo es —interviene George, que sonríe de oreja a oreja con orgullo—. He leído algunas de sus historias. Tiene mucho potencial…

—Ya veo… —dice MGH con un suspiro. Sin duda, ha oído eso mismo muchas veces. Se embarca en un discurso que al parecer se sabe de memoria—: Solo hay dos clases de personas que se convierten en grandes escritores: los grandes artistas, aquellos procedentes de las clases superiores que tienen acceso a la mejor educación, o aquellos que han sufrido enormemente. Las clases medias —me mira con desaprobación— a veces consiguen algo parecido al arte, pero sus obras suelen ser pseudointelectuales o sutilmente comerciales, sin ningún valor real. No es más que un pasatiempo de oropel.

Asiento, perpleja. Puedo ver el rostro de mi madre, con las mejillas hundidas hasta la mandíbula y la cabeza tan pequeña como la de un bebé.

—Yo… bueno… en realidad, la conocí hace tiempo. —Mi voz apenas se oye—. En la biblioteca. En Castlebury. ¿Lo recuerda?

—Por Dios, he ofrecido muchas de esas pequeñas conferencias.

—Le pedí que firmara un libro para mi madre, que se estaba muriendo.

—¿Y lo hizo? Morirse, me refiero —pregunta.

—Sí. Murió.

—Ay, Carrie. —George cambia de posición, incómodo—. Qué detalle más bonito. Regalarle un libro firmado por Bunny.

De pronto, Bunny se inclina hacia delante y dice con espeluznante intensidad:

—Ah, sí. Recuerdo haberte visto. Llevabas lazos amarillos.

—Sí.

¿Cómo es posible que me recuerde? ¿Le causé algún impacto, después de todo?

—Y creo que te dije que no te convirtieras en escritora. Es evidente que no seguiste mi consejo. —Bunny se atusa el pelo con aire victorioso—. Nunca olvido una cara.

—Tía, eres un genio —dice George.

Los miro a uno y a otro atónita. Y luego lo entiendo: juegan conmigo a una especie de juego perverso.

—¿Por qué no debería convertirse en escritora? —George se echa a reír. Según parece, encuentra muy gracioso todo lo que dice «la tía Bunny».

Pues, ¿sabéis qué? Que yo también sé jugar.

—Es demasiado bonita —responde la tía Bun-Bun.

—Perdón, ¿cómo dice? —Me ahogo con el jerez, que me sabe a jarabe para la tos.

Ironía de ironías: demasiado bonita para ser escritora, pero no lo suficiente para retener a mi novio.

—No lo bastante bonita para ser una estrella de cine. No posee esa clase de belleza —añade—. Pero sí lo suficiente para creer que puede salir adelante en la vida gracias a su aspecto.

—¿Y para qué iba a utilizar mi aspecto?

—Para conseguir un marido —dice mirando a George.

Ajá. Así que cree que voy detrás de su sobrino…

Todo esto es demasiado extraño; parece salido de una novela de Jane Austen.

—Pues a mí me parece que Carrie es muy bonita —le responde George.

—Y después, por supuesto, querrás tener hijos —dice MGH con un tono cargado de veneno.

—Tía Bun… —dice George, que está sonriendo de oreja a oreja—. ¿Cómo sabes eso?

—Porque todas las mujeres quieren hijos. A menos que sea una gran excepción. Yo misma jamás he deseado tenerlos. —Le ofrece su copa a George para indicarle que quiere que se la rellene—. Si quieres ser una gran escritora, no puedes tener hijos. ¡Tus hijos deben ser tus libros!

Me pregunto si Bunny ha bebido demasiado y los efectos comienzan a mostrarse ahora.

Y, de pronto, no puedo aguantarlo más. Las palabras escapan de mis labios.

—¿Los libros también necesitan que les cambien los pañales? —Mi voz rezuma sarcasmo.

Bunny se queda boquiabierta. Es evidente que no está acostumbrada a que se cuestione su autoridad. Mira a George, que se encoge de hombros como si yo fuera la criatura más deliciosa del mundo.

Y luego Bunny se echa a reír. En realidad, se troncha de risa. Le da unos golpecitos al sofá, a su lado.

—¿Cómo has dicho que te llamas, querida? ¿Carrie Bradshaw? —Mira a George y le guiña un ojo—. Ven, siéntate. George siempre me dice que me estoy convirtiendo en una vieja amargada y que me vendría bien algo de diversión.

La vida de una escritora, por Mary Gordon Howard. Abro la cubierta y leo la dedicatoria:

«Para Carrie Bradshaw. No olvides cambiar los pañales a tus bebés».

Paso la página.

«Capítulo primero: La importancia de llevar un diario».

Uf… Lo dejo sobre la mesa y cojo un grueso cuaderno con la cubierta de cuero negro, un regalo de George.

—¡Te dije que te adoraría! —exclamó en el coche de camino a casa.

Y estaba tan emocionado por el éxito de la visita que insistió en detenerse en una papelería para regalarme mi propio diario.

Contemplo el libro de Bunny por encima del diario y lo ojeo un poco. Aterrizo en el «Capítulo cuarto: Creación de personajes».

El público pregunta a menudo si los personajes están basados en «personas reales». De hecho, el impulso del aficionado es escribir sobre aquellos «a quienes conoce». El profesional, sin embargo, comprende que esa tarea resulta imposible. El «creador» del personaje debe saber más del personaje de lo que uno llegaría a saber jamás de una «persona real». El autor debe tener un conocimiento absoluto: qué llevaba el personaje puesto la mañana de Navidad cuando tenía cinco años, qué regalo recibió, quién se lo dio y cómo se lo dio. Un «personaje», por tanto, es una «persona real» que existe en otro plano, en un universo paralelo basado en la percepción de la realidad del autor.

Por lo que respecta a las personas… no escribas sobre alguien a quien conozcas, sino sobre lo que sabes de la naturaleza humana.