28

Hermosas fotografías

Ha pasado una semana. Sin embargo, cada vez que veo a Lali, mi corazón se acelera y me abruma una sensación de pánico, como si mi vida corriera peligro. Hago lo posible por evitarla, lo que significa que la vigilo constantemente: examino los pasillos en busca de su pelo de punta, miro por encima del hombro para localizar su camioneta roja, incluso me agacho para observar los zapatos por debajo de las puertas de los compartimentos del baño.

Conozco tan bien a Lali (su forma de andar, la manera en que se lleva las manos a la cara cuando quiere dejar claro su punto de vista, el desafiante incisivo que sobresale más de la cuenta) que podría localizarla entre la multitud a un kilómetro y medio a la redonda.

Aun así, nos hemos encontrado cara a cara sin querer en dos ocasiones. En cada una de ellas he soltado una exclamación ahogada y ambas hemos apartado la vista con rapidez antes de seguir avanzando como silenciosos icebergs.

Observo a Lali cuando ella no mira. No quiero hacerlo, pero no puedo evitarlo.

Sebastian y ella ya no se sientan con nosotros durante el almuerzo.

La mayoría de las veces evitan la cafetería, y en ocasiones, cuando subo la colina para ir al granero antes del descanso, veo el Corvette amarillo de Sebastian saliendo del aparcamiento del instituto, y Lali ocupa el asiento del acompañante. Cuando comen en la cafetería, se sientan con las dos Jen, Donna LaDonna, Cynthia Viande y Tommy Brewster. Tal vez sea ese lugar donde Sebastian debió sentarse siempre, pero no podía hacerlo conmigo. Quizá por eso haya elegido a Lali.

Jen P. se comporta de una forma muy extraña últimamente. El otro día incluso llegó a sentarse con nosotros durante el almuerzo, y no dejó de reírse y actuar como si fuéramos buenas amigas.

—¿Qué ha pasado entre Sebastian y tú? —preguntó con tono preocupado—. Creí que estabais bien juntos.

La falsedad… la hipocresía… es espectacular.

Luego les preguntó a Maggie y a Peter si querían formar parte del comité de baile de graduación.

—Claro —dijo Peter, que miró a Maggie en busca de apro bación.

—¿Por qué no? —respondió Maggie. La chica que odia las fiestas, la que ni siquiera sale del coche cuando vamos a una.

Algunas veces me pregunto si estoy empezando a odiar a todo el mundo. Las únicas dos personas a las que puedo soportar son la Rata y Walt.

Walt y yo nos mofamos de todo el mundo. Pasamos todo nuestro tiempo libre en el granero. Nos reímos de lo imbécil que es Tommy Brewster, de la marca de nacimiento que Jen P. tiene en el cuello, y de lo estúpidos que son Maggie y Peter por estar en el comité de baile. Juramos que no iremos al baile porque no es digno de nosotros, y luego decidimos que podemos ir, pero solo si vamos juntos y vestidos de punks.

El miércoles por la tarde, Peter se queda parado justo al lado de mi taquilla.

—Hola —dice a modo de saludo. Su tono de voz me hace sospechar que piensa fingir que no sabe lo que ha ocurrido entre Sebastian y yo—. ¿Vienes a la reunión del periódico?

—¿Por qué? —pregunto; intuyo que Maggie le ha pedido que haga esto.

—He pensado que tal vez te apetecería. —Se encoge de hombros—. De todas formas, a mí me da igual.

Se aleja mientras miro fijamente mi taquilla. La cierro de un portazo y corro tras él. ¿Por qué voy a permitir que salve la situación con tanta facilidad?

—¿Qué te parece lo de Sebastian y Lali? —le pregunto.

—Creo que esto es el instituto.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que no tiene importancia. Es el instituto: un desagradable aunque relativamente corto período de tu vida. Dentro de cinco meses ninguno de nosotros seguirá aquí. Dentro de cinco meses a nadie le importará.

«Nadie» es mucho decir. A mí me importará.

Lo sigo escaleras arriba hacia la reunión del periódico. Nadie parece sorprenderse cuando tomo asiento frente al lugar del profesor. La señora Smidgens me saluda con una inclinación de cabeza. Al parecer, ha decidido no cumplir a rajatabla las normas relativas a la asistencia. El curso está a punto de terminar, y no merece la pena molestarse.

La pequeña Gayle entra y se sienta a mi lado.

—Estoy decepcionada —dice.

Mierda. ¿Incluso los novatos se han enterado de lo que ha ocurrido entre Sebastian y yo? Esto es peor de lo que pensaba.

—Dijiste que ibas a escribir la historia de las animadoras. Dijiste que ibas a delatar a Donna LaDonna. Dijiste que…

—Dije un montón de cosas, ¿vale?

—¿Por qué dijiste que lo harías si no tenías intención de…?

Me llevo el dedo índice a los labios para silenciarla.

—No digo que no vaya a hacerlo. Lo único que he dicho es que no he tenido tiempo.

—Pero lo harás, ¿verdad?

—Ya veremos.

—Pero…

De pronto no puedo soportar las protestas de Gayle. Sin pensarlo, hago algo que jamás había hecho con anterioridad pero que siempre había deseado hacer: cojo mis libros, me levanto y me marcho. Así, sin más, sin despedirme de nadie.

Me siento bien.

Bajo las escaleras y salgo al exterior, donde me recibe el viento fresco.

¿Y ahora qué?

La biblioteca pública. Es uno de los pocos lugares que aún no han sido contaminados por la presencia de Lali y Sebastian. A Lali nunca le ha gustado ir a la biblioteca. Y las veces que estuve allí con Sebastian, me sentí feliz.

¿Volveré a ser feliz algún día?

No lo creo.

Pocos minutos después, avanzo con dificultad por la nieve medio derretida del porche delantero. Mucha gente me adelanta al entrar. La biblioteca parece muy llena hoy. La agradable bibliotecaria, la señora Detooten, se encuentra junto a las escaleras.

—Hola, Carrie —dice—. Hace mucho que no te veía.

—He estado muy ocupada —murmuro.

—¿Has venido al curso de fotografía? Es en la planta de arriba.

¿Curso de fotografía? ¿Por qué no? Siempre me ha interesado la fotografía.

Subo las escaleras para ver de qué va.

La estancia es reducida y hay unas veinte sillas plegables. La mayoría de ellas ya están ocupadas por personas de diferentes edades: este debe de ser uno de esos cursos gratuitos que ofrece la comunidad para animar a la gente a ir a la biblioteca. Me siento en la parte de atrás. Un tipo bastante atractivo de unos treinta años, con el pelo oscuro y un grueso bigote, se sitúa detrás de una mesa. Contempla la sala y sonríe.

—De acuerdo —comienza—. Soy Todd Upsky. Soy un fotógrafo profesional y trabajo aquí, en esta misma ciudad. Trabajo para The Castlebury Citizen. Me considero un fotógrafo artístico, pero también hago reportajes de bodas. Así que si conocéis a alguien que vaya a casarse, no dudéis en enviármelo.

Sonríe, como si hubiera hecho ese chiste muchas veces, y el público murmura con aprobación.

—Este es un curso de doce semanas —continúa—. Nos reuniremos una vez por semana. En cada una de estas reuniones, haréis una fotografía, la revelaréis y discutiremos sobre lo que funciona y lo que no…

De repente deja de hablar y contempla con agradable sorpresa la parte posterior de la sala.

Giro la cabeza. Ay, no. No puede ser. Es Donna LaDonna, que lleva uno de esos plumones largos y unas orejeras de piel de conejo.

¿Qué demonios está haciendo aquí?

—Siento llegar tarde —dice casi sin aliento.

—No pasa nada —replica Todd Upsky. Su sonrisa es descomunal—. Siéntate en cualquier parte. Allí —dice señalando la silla vacía que hay a mi lado.

Mierda.

No respiro ni una sola vez durante los minutos que Donna LaDonna invierte en quitarse el abrigo, deshacerse de las orejeras, arreglarse bien el pelo y sacar la funda de una cámara que está debajo de la silla.

Esto no puede estar pasando.

—Muy bien —dice Todd Upsky al mismo tiempo que da una palmada para captar la atención de todo el mundo—. ¿Quién tiene una cámara? —Varias personas alzan la mano, entre ellas, Donna—. ¿Y quién no la tiene?

Levanto la mano, preguntándome cuándo podré escaparme.

—Estupendo —comenta Upsky—. Trabajaremos en equipo. La gente que tenga cámara se emparejará con aquellos que no la tengan. Usted, señorita. —Señala a Donna con la cabeza—. ¿Por qué no forma equipo con la niña que tiene al lado?

¿Niña?

—Los equipos saldrán afuera y tomarán fotos de la naturaleza: un árbol, una raíz, cualquier cosa que les parezca interesante o peculiar. Tienen quince minutos —añade.

Donna se vuelve hacia mí, separa los labios y sonríe.

Es como mirar la boca de un caimán.

—Que conste que estoy disfrutando de esta situación tanto como tú —le digo.

Donna coge la cámara.

—¿Por qué asistes a este curso?

—¿Por qué asistes tú? —replico. Además, no estoy segura de si seguiré asistiendo. Especialmente ahora que sé que Donna piensa venir.

—Por si no te has dado cuenta, voy a ser modelo.

—Creí que las modelos se situaban frente a la cámara. —Cojo una ramita y la lanzo tan lejos como puedo. Gira en el aire y cae a medio metro de distancia.

—Las mejores modelos conocen a fondo la fotografía. Sé que te crees especial, pero no eres la única que se marchará de Castlebury. Mi prima piensa que yo debería ser modelo. Vive en Nueva York. Le envié algunas fotografías, y ella va a mandárselas a Eileen Ford.

—Sí, claro… —comento con sarcasmo—. Y yo espero que todos tus sueños se hagan realidad. Espero que te conviertas en modelo y que tu rostro aparezca en la portada de todas las revistas del país.

—Bueno, esa es mi idea.

—No me cabe duda —digo con un tono cargado de cinismo.

Donna saca una foto a un pequeño arbusto con las ramas desnudas.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Nada. —Extiendo la mano para coger la cámara. He visto un tocón que me resulta interesante. Parece el resumen de mi vida en estos momentos: insulsa, truncada a la altura de las rodillas y algo podrida.

—Escucha, señorita Remilgada —dice con desprecio—, si lo que intentas decir es que no soy lo bastante bonita…

—¿Qué? —pregunto con sorna, asombrada de que Donna LaDonna tenga alguna duda sobre su aspecto. Parece que tiene una debilidad, después de todo.

—Déjame recordarte que he tenido que aguantar todo tipo de gilipolleces de imbéciles como tú durante toda mi vida.

—¿En serio? —Aprieto el botón del obturador y le devuelvo la cámara. ¿Ella ha tenido que aguantar gilipolleces? ¿Y qué pasa con las gilipolleces que suelta ella? ¿Qué pasa con todos los chicos a los que Donna LaDonna les ha arruinado la vida?

—Perdona, pero me atrevería a decir que la mayoría de la gente piensa justo lo contrario. —Cuando estoy nerviosa utilizo frases como «me atrevería a decir». Está claro que leo demasiado.

—Perdona —protesta ella—. Pero tú no sabes de qué coño estás hablando.

—¿Ramona Marquart? —replico.

—¿Quién?

—La chica que quería formar parte del equipo de animadoras. La chica a la que rechazaste por ser demasiado fea.

—¿Ella? —pregunta desconcertada.

—¿Alguna vez te has parado a pensar que le destrozaste la vida?

Sonríe con desprecio.

—Supongo que esa es una forma de verlo.

—¿Acaso hay otra?

—Tal vez la salvara de la humillación. ¿Qué crees que habría ocurrido si le hubiera permitido salir al campo? La gente es cruel, por si no lo habías notado. Esa muchacha se habría convertido en el hazmerreír de todos. Todos los chicos se habrían burlado de ella. Los chicos no van a los partidos a ver mujeres feas.

—Me tomas el pelo, ¿verdad? —pregunto, como si no pudiera creer lo que dice. Pero lo creo. Un poco. Este mundo es horrible. Sin embargo, no estoy dispuesta a admitirlo—. ¿Es así como planeas vivir tu vida? ¿Basándote en lo que les gusta a los chicos y lo que no? Es patético.

Ella sonríe, segura de sí misma.

—¿Y qué? Es la verdad. Y si hay alguien patético aquí, esa eres tú. Las chicas que no consiguen a los chicos que quieren siempre piensan que hay algo malo en las que sí los consiguen. Te aseguro que si tú pudieras tener al chico que quisieras no estaríamos manteniendo esta conversación.

—¿Y eso?

—Solo tengo dos palabras que decirte: Sebastian Kydd. —Suelta una carcajada.

Tengo que apretar los dientes para contener el impulso de saltar encima de ella y borrarle esa cara bonita a puñetazos.

Y luego me echo a reír.

—Te dejó plantada, ¿recuerdas? Te dejó para salir conmigo. —Sonrío con malicia—. Y creo recordar que te pasaste casi todo el otoño amargándome la vida porque yo salía con Sebastian y tú no.

—¿Sebastian Kydd? —pregunta con desdén—. ¿Crees que Sebastian Kydd me importa una mierda? Es mono, eso está claro. Y bastante sexy. Pero ya lo tuve. Aparte de eso, Sebastian no sirve para nada. Sebastian Kydd no tiene ninguna relevancia en mi vida.

—En ese caso, ¿por qué te molestaste en…?

Se encoge de hombros.

—Quería amargarte la vida porque eres una gilipollas.

¿Soy una gilipollas?

—Supongo que estamos en paz. Porque yo también creo que eres una gilipollas.

—En realidad, eres más que una gilipollas. Eres una esnob.

¿¿¿Eh???

—Si quieres saber la verdad —añade—, te odio desde el primer día de guardería. Y no soy la única.

—¿Desde la guardería? —pregunto atónita.

—Llevabas unas manoletinas de auténtico cuero rojo. Y te creías muy especial. Te creías mejor que todos los demás. Porque tenías esos zapatos rojos y nadie más los tenía.

Vale. Recuerdo aquellos zapatos. Mi madre los compró para hacerme un regalo especial al empezar la guardería. No me los quitaba nunca… incluso intenté ponérmelos para dormir. Pero, aun así, no eran más que unos zapatos. ¿Quién se habría imaginado que unos zapatos despertarían tantos celos?

—¿Me odiabas por unos zapatos que llevaba cuando tenía cuatro años? —pregunto con incredulidad.

—No era solo por los zapatos —replica ella—. Era toda tu actitud. Tú y tu perfecta familia. Las chicas Bradshaw —dice en tono burlón—. ¿Verdad que son monas? Y tienen muy buenos modales…

Si ella supiera…

De repente me siento muy cansada. ¿Por qué las chicas arrastran ese rencor durante años y años? ¿Los chicos también lo hacen?

Pienso en Lali y me estremezco.

Donna me mira, emite un pequeño grito de victoria y vuelve a entrar.

Y yo me quedo aquí, preguntándome qué hacer. ¿Me voy a casa? ¿Doy el día por finalizado? Si me marcho, Donna LaDonna habrá ganado. Reclamará el curso como su territorio y mi ausencia significará que ha conseguido echarme.

No pienso dejar que gane. Aunque eso requiera estar a su lado una vez a la semana.

¿De verdad mi vida puede empeorar aún más?

Abro la pesada puerta, subo las escaleras y me siento junto a ella.

Y durante los siguientes treinta minutos, mientras Todd Upsky habla sobre el índice de apertura de la lente, los puntos F y la velocidad del obturador, guardamos silencio, fingiendo que la otra no existe.

Lo mismo que hago con Lali.