Con la M-I-E-R-D-A hasta el cuello
El sonido de un claxon en la entrada rompe el silencio.
Por favor, que sea la Rata, rezo para mis adentros.
Missy, Dorrit, mi padre y yo estamos sentados a la mesa, fingiendo que nos comemos la cena en un vano intento por aparentar algún tipo de normalidad. Al oír el claxon, mi padre se acerca a la ventana, corre la cortina y se asoma.
—Es Roberta —confirma.
Me levanto de un salto para coger el abrigo y el bolso con mi nombre pintado, que ya tenía preparados.
—No tan deprisa. Tenemos que repasar esto una vez más —me interrumpe mi padre, lo cual hace que Dorrit ponga los ojos en blanco—. Vas a ir a ver La importancia de llamarse Ernesto al teatro de Hartford. Llamarás durante el intermedio. Estarás en casa a las once en punto.
—A las once, más o menos —le digo antes de meter los brazos en las mangas del abrigo.
—Te esperaré levantado. —Echa un vistazo a Missy y a Dorrit. Las dos tienen la cabeza agachada y fingen comer, como si no supieran lo que voy a hacer en realidad.
—Claro, papá. —Me enrollo la vieja estola de visón de mi abuela alrededor del cuello. Por lo general, nunca me pondría algo así, pero supongo que es la clase de cosa que uno llevaría al teatro, y necesito representar bien mi papel.
Camino con rapidez hasta el coche, como si tuviera una diana en la espalda.
He mentido. Pero no en todo. La Rata y yo vamos a ir a un espectáculo, aunque no al teatro de Hartford. Nos reuniremos con Lali y con Sebastian en el concierto de Aztec Two-Step. No es precisamente así como había imaginado mi reencuentro con Sebastian, pero da igual. Cada célula de mi cuerpo palpita de expectación.
Una ráfaga de aire caliente y seco me golpea cuando abro la puerta del Gremlin. La Rata me dirige una mirada triunfal mientras me pongo el cinturón, a sabiendas de que mi padre me está vigilando.
—¿Algún problema? —pregunta.
—No. No sospecha nada. —Cuando estamos a salvo, lejos del camino de entrada y ya en la autopista, suelto una carcajada de emoción mientras reviso mi pintura de labios en el diminuto espejo incrustado en el parasol—. ¡No puedo creer que lo hayamos logrado! —exclamo con un chillido nervioso—. Rata, eres la mejor.
—Oye —dice ella—, ¿para qué están las amigas?
Me apoyo en el respaldo del asiento sonriendo como una chiflada.
Cuando Sebastian me llamó ayer a las tres y mi padre le dijo que no podía ponerme, ocurrieron cosas horribles en chez Bradshaw. Grité y amenacé con arrancarme el pelo, pero no sirvió de nada. Mi padre desconectó todos los teléfonos y se encerró en su habitación. Entonces mis hermanas y yo trazamos un plan para apoderarnos del coche, pero mi padre ya lo había previsto y había escondido las llaves. Intentamos entrar a la fuerza en su dormitorio, pero nos pareció oírlo llorar, así que fuimos a la sala de estar y nos acurrucamos en el sofá como tres pobres huérfanas aterrorizadas. Cuando mi padre apareció por fin, Missy dijo:
—Lo siento, papá. —Y empezó a llorar.
—No es culpa tuya —dijo mi padre—. Lo que pasa es que quiero demasiado a mis hijas.
Y todos estuvimos de acuerdo en que debíamos intentar comportarnos mejor en el futuro. No obstante, yo solamente pensaba en Sebastian y en cómo ponerme en contacto con él. Saber que estábamos a escasos minutos de distancia y que no podía verlo me provocaba un nudo en el estómago, una sensación angustiosa en el vientre.
Al final, subí las escaleras, saqué la caja con mis viejos cuentos e intenté tranquilizarme imaginándome un futuro mejor, un futuro en el que viviría en Nueva York, escribiría libros y tendría una vida completamente distinta. Imaginé mi futuro como una joya enterrada en mi interior, donde nadie podría arrebatármela ni aunque estuviera encerrada en Bralcatraz durante el resto de mi vida.
En ese momento, mi padre llamó con suavidad a la puerta de mi habitación.
—No pretendía mostrarme tan inflexible contigo —dijo.
Obtendría la libertad condicional si conseguía mostrarme razonable y permanecer en calma.
—No pasa nada, papá.
—Solo intento ser justo. Si os dejo salir a Missy y a ti, tendré que darle permiso a Dorrit también. Y me preocupa que vuelva a escaparse.
—Claro, papá —le dije con voz tranquila.
—No será para siempre. Solo durante una semana o dos. Hasta que sepa qué debo hacer.
—Lo entiendo.
—Verás, Carrie —me dijo antes de sentarse en el borde de la cama—, todo está relacionado con los sistemas. Y eso es lo que nos falta en esta casa, un sistema. Si aplicamos un sistema de éxito a las acciones de los seres humanos… si reducimos el ser humano a su ecuación molecular más básica… después de todo, no somos más que moléculas y electrones, y los electrones están gobernados por un rígido grupo de normas. Bueno… —dijo antes de levantarse de nuevo, como si realmente hubiera encontrado una solución a nuestros problemas—. Sé que puedo contar contigo. Te lo agradezco. Te lo agradezco de verdad.
Me abrazó con torpeza y me dijo lo que siempre dice en estas situaciones:
—Recuerda que no solo te quiero. También me caes bien.
—Tú también me caes bien, papá —le dije mientras maquinaba mi plan—. Papá, ¿puedo hacer una llamada telefónica? —Y antes de que pudiera negarse, añadí con rapidez—: Necesito llamar a la Rata. Se supone que había quedado con ella.
Imagino que se sintió muy mal, porque accedió.
Esta mañana, cuando las cosas se han calmado un poco y mi padre ha accedido a restaurar el servicio telefónico (aunque todavía insiste en responder todas las llamadas él mismo), la Rata ha llamado y ha hablado con él mientras yo escuchaba por el otro terminal.
—Sé que Carrie no puede salir, pero es que tenemos las entradas desde hace meses… Son para el teatro de Hartford, y no admiten devoluciones. Y es una obra que entra en el temario de nuestra clase de literatura clásica… No es obligatorio ir, pero si no vamos, tal vez afecte a nuestras notas.
Y ahora… la libertad. Dentro del Gremlin, con la radio a todo volumen, la Rata y yo cantamos a gritos las canciones de los B-52’s. La emoción de la escapada ha convertido mi mente en un hervidero. Estoy dispuesta a darlo todo en el concierto. Me da la impresión de que soy invencible.
O no. A mitad de camino de nuestro destino, empiezo a preocuparme. ¿Y si Sebastian llega tarde? ¿Y si no aparece? ¿Y por qué siempre tengo que ponerme en lo peor? ¿Las cosas malas se hacen realidad cuando las piensas? ¿O es solo una especie de premonición?
Sin embargo, el Corvette amarillo está ahí, aparcado junto a la entrada llena de porquería.
Abro la puerta del club. Sebastian está sentado junto a la barra, y me fijo vagamente en que Lali también está allí.
—¡Hola! —grito.
Lali me ve primero. Su rostro tiene una expresión extraña, como decepcionada. Algo va mal. Él se da la vuelta y Lali le susurra algo al oído.
Sebastian tiene un intenso bronceado; muestra ese aire de chico veraniego despreocupado que le da un aspecto dulce y pícaro a un tiempo. Me saluda con una inclinación de cabeza y una sonrisa tensa, que no es la reacción que yo esperaba del amor de mi vida después de dos semanas de separación. Pero quizá sea como un perro al que su dueño ha dejado un tiempo solo: le llevará algún tiempo acostumbrarse a mí de nuevo.
—Hola —repito. Mi voz suena demasiado alta y entusiasta. Lo rodeo con los brazos y empiezo a saltar.
—¡Bueno, bueno! —dice él antes de darme un beso en la mejilla—. ¿Te encuentras bien?
—Por supuesto.
—¿Qué pasa con Dorrit? —pregunta Lali.
—Ah, eso… —digo con un gesto despreocupado de la mano—. No es nada. Todo acabó bien. Estoy encantada de estar aquí. —Cojo un taburete que hay a su lado y pido una cerveza.
—¿Dónde está la Rata? —pregunta él.
¿La Rata? ¿Y qué pasa conmigo?
—Está en el baño. Bueno, ¿cuándo has regresado? —pregunto con interés, aunque sé cuándo volvió… porque me llamó.
—Ayer por la tarde. —Se rasca el brazo.
—Siento no haber podido hablar contigo… pero la Rata te llamó y te lo contó, ¿no? ¿No te contó lo que ocurrió con Dorrit?
Lali y Sebastian intercambian una mirada.
—En realidad —empieza a decir él—, cuando tu padre me colgó, llamé a Lali. Ella me dijo que había ocurrido algo con Dorrit el viernes por la noche…
—Así que nos fuimos a The Emerald —dice Lali, terminando su frase.
—Sabía que tú tenías problemas —se apresura a añadir Sebastian antes de darme unos golpecitos en la punta de la nariz con el dedo—, y no me apetecía quedarme sentado en casa con mis padres una noche más.
Un nudo se abre paso en mis entrañas antes de asentarse en el estómago.
—Bueno, ¿qué tal las vacaciones?
—Aburridas —responde.
Atisbo la expresión de Lali por encima de su hombro. Parece enferma. ¿Ocurrió algo anoche? ¿Es que Lali y Sebastian…? No. Ella es mi mejor amiga. Él es mi novio. Tienen que ser amigos.
No te pongas celosa, me reprendo. Eso solo te hará parecer más débil.
—Hola a todos. —La Rata se acerca a la barra.
Sebastian le da un abrazo de oso.
—¡Rata! —exclama.
—Hola. —Ella le da unas palmaditas en la espalda, tan confundida por su efusivo saludo como yo. Sebastian nunca se había mostrado tan amigable antes.
Le doy un trago a la cerveza. ¿Estoy loca o aquí está pasando algo muy raro?
—Tengo que ir al baño. —Me bajo del taburete de un salto y miro a Lali—. ¿Quieres venir?
Ella vacila, mira de reojo a Sebastian y deja a un lado la cerveza.
—Claro.
—¿Son imaginaciones mías o Sebastian se está comportando de una manera muy extraña? —pregunto desde el compartimento del re trete.
—Yo no le he notado nada.
—Vamos… está muy raro. —Cuando salgo del compartimento, Lali está junto al lavabo, mirándose en el descolorido espejo mientras se atusa el pelo.
No me mira.
—Tal vez sea porque ha estado lejos.
—¿Crees que ha pasado algo mientras estaba de vacaciones? Tal vez haya conocido a otra chica.
—Tal vez.
Esa no es la respuesta adecuada. La respuesta correcta es: «No. De ninguna manera. Está loco por ti». O algo en esa línea.
—Así que fuisteis a The Emerald anoche, ¿eh? —le digo.
—Sí.
—¿Te mencionó algo sobre otra chica?
—No. —Juguetea con un mechón suelto de su nuca.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis allí?
—No lo sé. Nos tomamos una copa. Él quería salir de casa, y yo también. Así que…
—Ya… —Asiento, desesperada por saber más. Qué canciones escucharon, qué bebieron y si bailaron juntos o no. Quiero sacarle información, meterme en su cerebro y descubrir qué ocurrió exactamente. Pero no puedo. No quiero oír algo que sé que no podré soportar.
Cuando volvemos, la Rata está absorta en su conversación con Sebastian.
—¿De qué habláis, chicos? —pregunto.
—De ti —responde Sebastian, que se vuelve hacia a mí con una inusual expresión seria.
—¿Qué pasa conmigo? —Suelto una risotada.
—De lo duro que es para ti —dice.
Otra vez no.
—No es tan duro —aseguro con despreocupación. Termino mi cerveza y pido otra. Luego pido un chupito.
—Vamos a tomarnos un chupito todos —dice Sebastian.
Pensar en el alcohol aligera el ánimo. Levantamos nuestros vasos y brindamos: por el nuevo año, por el próximo verano y por nuestro futuro. Sebastian se fuma un cigarrillo con el brazo apoyado sobre mi hombro. La Rata habla con Lali. Me apoyo en Sebastian y comparto su cigarrillo.
—¿Algo va mal? —le pregunto.
—¿A qué te refieres? —Le da una calada al cigarrillo y gira la cabeza. Hay un matiz agresivo en su voz.
—No lo sé. Te comportas de una forma muy extraña.
—¿En serio? A mí me parece que la que está rara eres tú.
—¿Yo?
—Sí —responde. Me mira con los ojos abiertos de par en par.
Doy un paso atrás.
—Tal vez tengas razón. Puede que todo lo que ocurrió con Dorrit…
—Hummm… —Aparta la mirada mientras apaga el cigarrillo.
—De todas formas, no pienso dejar que me afecte. Quiero pasarlo bien. —Y, tras decir eso, lo arrastro hasta la pista de baile.
Lo estoy pasando genial. Llega el grupo y todos cantamos juntos. El alcohol obra su magia y de repente ya no me preocupa nada. Me quito la estola y obligo al visón a beber cerveza. Otras personas se agrupan a nuestro alrededor para unirse a la diversión. Llegan las nueve en punto, y pasan, y yo no me doy cuenta hasta que ya es bastante más tarde.
A las diez y cuarto, la Rata señala su reloj.
—Bradley, tenemos que irnos.
—No quiero irme.
—Dos canciones más —me advierte—. Después nos vamos.
—Vale. —Cojo mi cerveza y me abro paso entre la multitud hasta la parte delantera del escenario. El cantante principal me ve, me sonríe y me guiña un ojo. Es mono. Muy mono. Tiene el rostro suave y el pelo rizado, como uno de esos tipos de los cuadros del Renacimiento. Lali está loca por él desde que teníamos catorce años. En aquella época poníamos sus discos mientras Lali contemplaba su fotografía ensimismada. Cuando la canción termina, él se inclina hacia delante y me pregunta qué quiero escuchar.
—¡«My Cosmos Lady»! —grito.
Empieza la canción. El cantante no deja de mirarme; su boca se mueve sobre el micrófono mientras la música sube de volumen, envolviéndome como una pomposa nube de helio. Luego desaparece todo menos la música y el cantante, con sus labios suaves y carnosos, y de repente es como si me encontrara de nuevo en el club de Provincetown con Walt y Randy. Me siento libre y salvaje. Escuchar la música no es suficiente. Tengo que participar. Tengo que… cantar.
En el escenario. Delante de todo el mundo.
Y parece que pensar en mi deseo ha logrado que se haga realidad, porque el cantante extiende la mano. La cojo y tira de mí hacia el escenario, y luego me hace un sitio junto al micro. Y allí estoy, cantando con el corazón, y, antes de que me dé cuenta, la canción termina y la multitud ríe y aplaude. El cantante principal se inclina hacia el micrófono y dice:
—Esta ha sido…
—¡Carrie Bradshaw! —añado a voz en grito. Y mi nombre resuena como una explosión.
—Un enorme aplauso para… Carrie Bradshaw —dice él.
Le hago al público una pequeña reverencia, me bajo del escenario y me abro paso entre el gentío, divertida por la tontería que acabo de hacer. Divertida, creo.
Ya estoy… aquí.
—No puedo creer lo que acabas de hacer —dice Lali atónita cuando llego a la barra.
Miro a Lali, a la Rata y a Sebastian antes de coger la cerveza con la mano temblorosa.
—¿Por qué? —Cuando la cerveza baja por mi garganta, recupero parte de la confianza en mí misma—. ¿Qué tiene de malo?
—No es exactamente malo… —dice Sebastian.
—Has estado genial, Bradley —asegura la Rata.
Le dirijo a Sebastian una mirada acusadora.
—No tenía ni idea de que sabías cantar —señala él, de nuevo a la defensiva—. Me has sorprendido, eso es todo.
—Bueno, Carrie siempre ha sabido cantar —dice Lali con un tono venenoso—. Cantaba en el coro del colegio en tercero.
—Será mejor que nos vayamos —dice la Rata.
—Se acabó la fiesta. —Sebastian se inclina hacia delante y me da un breve beso en los labios.
—¿Vosotros también os vais? —pregunto.
Lali y Sebastian intercambian otra misteriosa mirada y luego Lali aparta la vista.
—Dentro de un minuto.
—Vamos, Bradley. A tu padre no le hacen falta más disgustos —dice la Rata, dándome mi estola.
—Claro. —Me enrollo la estola en el cuello—. Bueno… —empiezo a decir con torpeza.
—Bueno… —repite Sebastian—. Nos vemos mañana, ¿vale?
—Sí. —Me doy la vuelta para seguir a la Rata.
Pero en el aparcamiento, de repente me abruman los remordimientos.
—No debería haber hecho eso.
—¿Hacer el qué?
—Subirme al escenario. Puede que a Sebastian no le hiciera gracia.
—Ese es su problema. A mí me ha parecido muy divertido —asegura la Rata con tono firme.
Nos subimos al coche y arranca el motor. Hemos empezado a retroceder cuando aplasto la mano contra el salpicadero.
—Para el coche.
—¿Qué? —pregunta ella al tiempo que pisa el freno.
Salgo del vehículo a toda prisa.
—Pasa algo malo. Debo disculparme. Sebastian está cabreado. No puedo irme a casa con esta sensación.
—¡Carrie, no lo hagas! —grita la Rata, pero ya es demasiado tarde.
Me detengo pasada la puerta para examinar el club. Mis ojos barren el bar y, de pronto, me siento confundida. No están aquí. ¿Cómo es posible que hayan salido antes que nosotras? Avanzo unos cuantos pasos y me doy cuenta de que estoy equivocada. Están aquí. Siguen en el bar. Pero al principio no los he reconocido porque sus rostros están pegados el uno al otro y sus cuerpos están entrelazados. Se están enrollando como si fueran las dos últimas personas en la Tierra.
No puede ser. Debo de estar viendo alucinaciones. He bebido demasiado.
—Hey —les llamo. Mis ojos no me engañan: se están enrollando. Pero mi mente todavía no ha asimilado que es una escena real—. Hey… —repito—. ¡Hey!
Sus ojos giran hacia mí y después, de mala gana, separan sus bocas. Por un momento, todo se paraliza; es como si estuviésemos dentro de una de esas bolas de cristal con nieve. Entonces noto que asiento con la cabeza. Sí, dice una voz en mi cerebro. Sabías que esto iba a pasar. Sabías que era inevitable.
Me oigo decir:
—¿Creíais que no lo descubriría? —Empiezo a darme la vuelta y, por el rabillo del ojo, veo que Lali se baja de un salto del taburete y que sus labios articulan mi nombre. Sebastian estira el brazo y le sujeta la muñeca.
Atravieso la sala y salgo por la puerta. No miro hacia atrás.
El Gremlin está parado junto a la entrada. Me subo al coche y cierro la puerta con fuerza.
—Vámonos.
A mitad de camino, le pido a la Rata que pare el coche una vez más. Ella aparca a un lado de la carretera. Salgo del coche y vomito varias veces.
Las luces de la planta baja están encendidas cuando por fin llegamos a mi casa. Camino con decisión por el sendero de entrada, entro en la casa y me detengo junto a la puerta de la sala de estar. Mi padre está sentado en el sofá, leyendo una revista. Levanta la mirada, cierra la revista y la deja con cuidado sobre la mesita de café.
—Me alegro de que ya estés en casa —me dice.
—Yo también. —Le agradezco que no me regañe por no haber llamado a las nueve.
—¿Qué tal la representación?
—Bien. —Imagino un castillo de cartas; en cada carta está impresa la pregunta: «¿Y si…?». Las cartas empiezan a tambalearse, se vienen abajo y se convierten en un montón de cenizas.
¿Y si Dorrit no hubiera huido? ¿Y si hubiera podido salir con Sebastian anoche? ¿Y si no me hubiera subido al escenario a hacer el tonto?
¿Y si Sebastian hubiera conseguido lo que quería? ¿Y si me hubiera acostado con él?
—Buenas noches, papá.
—Buenas noches, Carrie.