25

Confinamiento en Bralcatraz

Llevo evitando el teléfono toda la mañana.

Sé que debo hacer lo correcto. Y, cuanto antes hagas lo correcto, mejor. Acabas de una vez y no tienes que volver a preocuparte por ello nunca más. Pero ¿quién hace eso en la vida real? En lugar de hacer lo que es debido, andas con dilaciones y piensas en ello, y lo descartas, y vuelves a pensar en ello un poco más, hasta que un simple granito de arena se convierte en un gigantesco bloque dentro de tu cabeza. No es más que una llamada telefónica, me recuerdo a mí misma. Pero antes tengo muchas cosas importantes que hacer.

Como limpiar el cuarto que hay sobre el garaje, donde me encuentro en estos momentos. Me he puesto un plumón largo hasta los pies, unos guantes que parecen de peluche y una estola de visón. La estola era de mi abuela, y es una de esas cosas espeluznantes que tiene en los extremos las cabezas y las diminutas garras de los visones. Yo siempre coloco las cabezas juntas, como si estuviesen hablando entre ellos:

«Hola».

«¿Cómo estás?».

«No muy bien. Alguien me ha robado la cola y las patas traseras.»

«Bueno… ¿Quién necesita una cola, de todas formas?».

Encontré la vieja estola cuando rebuscaba en una caja llena de cosas de mi abuela, que, con excepción de la estola, ha resultado ser un cofre lleno de fantásticos tesoros, como sombreros antiguos con velos y plumas. Me coloco uno de ellos sobre la cabeza y me bajo el velo hasta la nariz. Me imagino caminando por la Quinta Avenida, haciendo una paradita frente a Tiffany de camino a mi almuerzo en el Plaza.

Con el sombrero en la cabeza, aparto a un lado algunas cajas más. Estoy buscando algo, pero no sé qué. Lo sabré cuando lo encuentre.

Mi nariz se ve asaltada por el olor rancio de los libros antiguos cuando levanto las solapas de una caja que tiene estampada en la parte exterior el logo borroso de las conservas de maíz Del Monte. Mi abuela siempre se describía a sí misma como «una gran lectora», y se jactaba de leer cinco libros a la semana, aunque su elección del material de lectura consistía sobre todo en novelas románticas y mitología griega. Los fines de semana de verano que pasábamos en la cabaña que tenía junto al río, yo me colocaba justo detrás de ella y devoraba esas novelas románticas como si fueran caramelos. Pensaba que algún día podría hacer eso que leía. Luego le daba la vuelta a los libros y examinaba las fotografías de las autoras con sus peinados cardados, tendidas sobre canapés de color rosa o apoyadas sobre camas con dosel. Creía que esas autoras eran inmensamente ricas y, a diferencia de los personajes femeninos de sus novelas, conseguían su dinero sin necesidad de que un hombre las rescatara. La idea de convertirme en una de esas damas escritoras me llenaba de una secreta excitación que resultaba casi sexual, pero también aterradora: si una mujer puede cuidar de sí misma, ¿seguirá necesitando a un hombre? ¿Le apetecerá siquiera estar con un hombre? Y si no quiere estar con ningún hombre, ¿qué clase de mujer es? ¿Será siquiera una mujer? Porque me parecía que, siendo mujer, lo único que podías desear era a un hombre.

Creo que por entonces tenía unos ocho años. Tal vez diez. Inhalar la esencia de esos viejos libros es como oler a la chiquilla de mi niñez. Desde entonces he descubierto una cosa: es probable que yo siempre desee a un hombre, sin importar lo que ocurra.

¿Hay algo digno de compasión en ello?

Cierro la caja y elijo otra. Y de repente encuentro lo que busco: una caja blanca rectangular con los bordes amarillentos; una de esas cajas en las que las tintorerías guardan las camisas de caballero. Levanto la tapa, saco un viejo cuaderno y lo abro por la primera página. Las aventuras de Pinky Weatherton, dice la descuidada caligrafía que yo tenía por aquel entonces.

¡Mi vieja amiga Pinky! La inventé cuando tenía seis años. Pinky era una espía con poderes especiales: podía encogerse hasta adquirir el tamaño de un dedal y respirar bajo el agua. Pinky siempre acababa arrastrada hacia el sumidero del fregadero, así que luego nadaba a través de las tuberías y salía por la bañera de alguna persona.

Extraigo con cuidado el contenido de la caja y lo dejo sobre el suelo. Además de Pinky, hay dibujos y tarjetas hechas a mano, diarios con candados de metal (nunca conseguí anotar más que un par de entradas en cada uno de ellos, aunque recuerdo que me castigaba por mi falta de disciplina, ya que incluso entonces sabía que los escritores suelen tener diarios) y, en el fondo, mis conatos de historias, tecleadas torpemente con la máquina de escribir Royale de mi madre. Es como una fiesta sorpresa, como si hubiera llegado de repente a una habitación llena de amigos. Pero también es la señal, decido antes de coger la caja y llevarla escaleras abajo. Es la señal de que debo llamar a George.

—Tienes que llamar a George. —Esas fueron las primeras palabras que salieron por la boca de mi padre esta mañana.

—Lo haré, papá. No te preocupes.

Estaba un poco cabreada. Había jurado que nunca volvería a hablar con George, no después de lo que dijo de Sebastian. Tenía pensado evitarlo aunque acabara estudiando en Brown (algo que parece cada vez más probable, ya que no he conseguido encontrar una alternativa viable). Pero, pese a todo, él había conseguido inmiscuirse una vez más en nuestras vidas (en mi vida), y eso no estaba bien. No lo quería en mi vida. Sabía que mis sentimientos no eran los adecuados (no era culpa de George), pero estaba convencida de que él era el responsable de alguna manera. Si no le hubiera prestado tanta atención a Dorrit cuando la detuvieron, si no se hubiera comportado de una forma tan agradable con ella, mi hermana jamás se habría enamorado de él. Solo era uno de esos enamoramientos irracionales que las jóvenes adolescentes sienten por los cantantes guapos, pero ¿por qué de George? Era bastante mono, pero guapo no, desde luego. Ni siquiera era un tipo peligroso.

Quizá no fuera el peligro lo que buscaba Dorrit, sino la estabilidad.

Y tal vez cierto elemento competitivo también. Dorrit se había vuelto más descarada con cada infracción; había empezado robando pendientes y brillo de labios y había terminado con el bolso de mi madre. Quizá sea lógico que George se convirtiera en su objetivo final.

Cuando vuelvo a casa, encuentro a mi padre en la misma posición que tenía hace dos horas: sentado frente al pequeño escritorio en el que guardamos el correo, contemplando un trozo de papel en blanco con un lápiz en la mano.

—¿Ya has llamado a George? —pregunta antes de levantar la vista.

—Voy a hacerlo ahora mismo.

—Le debes una llamada telefónica. ¿Qué habría ocurrido si George no hubiera estado allí? Debo encontrar un modo de devolverle el favor.

Se me ocurre una idea terrible: quizá deba ofrecerme como compensación, como una de esas heroínas de las novelas románticas de mi abuela, cuyas familias las obligaban a casarse con hombres a los que no querían. Y Sebastian tendrá que rescatarme. Aunque no podrá hacerlo, ya que mi padre nos ha prohibido salir de casa si no es en compañía de un adulto. Ni siquiera podemos hablar por teléfono, a menos que primero le pidamos permiso a mi padre.

Subo las escaleras hacia mi habitación odiando a mi padre, a Dorrit y, sobre todo, a George.

Guardo la caja de los cuentos bajo la cama y cojo el teléfono. Tal vez George todavía esté dormido. O quizá haya salido. Al menos podré decir que lo he intentado.

Responde al segundo timbre.

—¿Cómo lo llevas?

—Estoy bien.

—¿Y Dorrit?

—Encerrada en su habitación. —Me quedo callada un momento—. De todas formas, quiero darte las gracias. No sé qué habríamos hecho sin ti. —Hago lo posible por parecer sincera al pronunciar esta última frase, pero sin mucho éxito.

No obstante, George no parece notarlo.

—No te preocupes —dice rebosante de buen humor—. Estas cosas pasan. Me alegro de haber podido ayudar en algo.

—Gracias otra vez. —Puesto que ya he cumplido con mi deber, estoy a punto de colgar, pero cometo un tremendo error—. ¿Por qué te ha elegido a ti?

Él se echa a reír.

—Eso suena casi como un insulto.

—No lo es. Eres un tío genial…

—¿En serio? —inquiere con mucho interés.

—Bueno, claro que sí —respondo mientras busco una manera de salir de este lío—. Pero ella solo tiene trece años. Me parece exageradísimo robar un coche y conducir hasta Provincetown…

Oigo un ruido delator que indica que mi padre ha cogido el teléfono que hay abajo y que está escuchando.

—Quiero hablar contigo sobre eso —dice George, que baja la voz—. ¿Podría pasarme a verte la semana que viene?

—Lo consultaré con mi padre. —Dejo escapar un suspiro, porque sé que mi padre dirá que sí. Me sorprende que no haya interrumpido nuestra conversación para decirlo él mismo.

Cuando George y yo colgamos, bajo las escaleras para encararme con mi padre.

—¿Piensas escuchar todas las conversaciones telefónicas que tenga a partir de ahora?

—Lo siento, Carrie, pero sí. Y no estoy escuchando, sino controlando.

—Fantástico… —comento con sarcasmo.

—Y si tenías pensado ver a Sebastian más tarde, ya puedes ir olvidándote del tema —añade—. No quiero a ningún M-I-E-R-D-A rondando por mi casa.

—Pero, papá…

—Lo siento, Carrie.

—¡Es mi novio!

—Así son las cosas —concluye impertérrito ante mi evidente angustia—. Nada de chicos. Y eso excluye también a Sebastian.

—¿Qué es esto? ¿Alcatraz?

Mi padre no dice anda.

Arrrggghhh…

Mi furia es bastante rudimentaria, una bestia unicelular, un virus que estalla en pedazos, paraliza todo pensamiento racional y descarta todos los objetivos menos uno…

—¡Te voy a matar! —grito mientras subo las escaleras hacia la habitación de Dorrit.

Salto encima de ella, pero ya estaba preparada, puesto que ha levantado las piernas en posición defensiva. Sé que en algún lugar del mundo, en las auténticas familias perfectas, las hermanas no se pelean. Pero nosotros no somos una de ellas. Antes nos dábamos puñetazos, patadas, nos retorcíamos los brazos, nos perseguíamos con palas y rastrillos, nos encerrábamos en el coche o fuera de casa, nos tirábamos de los árboles, nos escondíamos en armarios y bajo la cama o corríamos unas tras otras como conejitos.

—¡Te mataré! —grito de nuevo.

Levanto una almohada por encima de mi cabeza en el mismo momento en que Dorrit me da una patada entre las ingles. Intento aplastar la almohada contra su cara, pero ella la esquiva y la almohada acaba sobre el suelo. Se levanta e intenta subirse a mi espalda. Corcoveo como un caballo, pero no me suelta. Me esfuerzo por levantarme y ambas nos desequilibramos. Caemos sobre la cama, pero estoy encima de ella.

Las malditas emociones afloran y empezamos a reírnos como histéricas.

—No tiene nada de gracioso —protesto, aunque las lágrimas se deslizan por mis mejillas—. Me has arruinado la vida. Te mereces morir.

—¿Qué pasa? —pregunta Missy, que aparece junto a la puerta.

Dorrit la señala con el dedo, algo que tampoco tiene gracia, pero consigue que nos dé un nuevo ataque de risa.

—Dejad de reíros —nos regaña Missy—. Acabo de hablar con papá. Está pensando en la posibilidad de enviar a Dorrit a un reformatorio.

—¿Tendré que llevar uniforme? —chilla Dorrit muerta de risa.

—Esta vez hablaba en serio. —Missy frunce el ceño—. Ha dicho que no bromeaba. Estamos metidas en un buen lío. Todas nosotras. Ni siquiera nos permite tener amigos.

—Estamos en Bralcatraz —añado.

—¡Ja! —exclama Dorrit con despreocupación. Se levanta de la cama y se mira en el espejo mientras se retuerce un mechón de pelo azul por delante de su cara—. Lo superará. Siempre lo hace —añade con crueldad.

—Dorrit…

—Ni siquiera entiendo por qué solo nos queda él —dice—. Debería estar muerto. Y mamá debería seguir con vida. —Nos mira a Missy y a mí, y su rostro muestra un gesto desafiante al ver nuestras expresiones de espanto.

Es algo que todas hemos pensado, pero que jamás nos hemos atrevido a decir en voz alta.

—Y me da igual que me envíe a un reformatorio —añade—. Cualquier cosa es mejor que estar atrapada en esta familia.