El circo llega a la ciudad
—Dos días más —dice Walt antes de darle una calada al porro—. Dos días más de libertad y luego se acabó.
—¿Qué pasa con el verano? —pregunta Maggie.
—Ah, sí. El largo verano de Maggie —murmura Walt—. Bronceándose en la piscina, untándose con aceite para bebés…
—Poniéndose protector solar en el pelo…
—Eres tú la que te pones protector solar en el pelo —dice Maggie antes de darse la vuelta.
—Es verdad —admito.
—Esto es un rollo. —Lali se levanta del sofá—. Sois un puñado de gorrones. Dadme una calada de eso.
—Creí que nunca lo pedirías… —dice la Rata antes de entregarle el porro.
—¿Estás segura de que quieres fumar? —le pregunto en broma—. La última vez te comiste después medio kilo de beicon. ¿Te acuerdas de eso?
—¡Estaba cocido! —protesta—. Dios, Carrie, ¿por qué siempre sacas a relucir esas cosas?
—¿Porque es divertido?
Los seis (Walt, Maggie, la Rata, Lali, Peter y yo) estamos en el antiguo cuarto de los juguetes del garaje de la Rata. Es la víspera de Año Nuevo, y nos sentimos satisfechos y orgullosos por haber sido lo bastante guays para no haber ido a ninguna fiesta. Aunque lo cierto es que no había ninguna fiesta a la que nos apeteciera ir. Las opciones son un baile para las personas mayores en el club de campo («Mortal», según la Rata), y una noche de cine en la biblioteca («Personas con un nivel cultural medio que fingen ser intelectuales», según Walt). También hay una cena de lujo en casa de Cynthia Viande, donde las chicas van vestidas de largo, los chicos alquilan esmóquines, se beben benjamines de champán y todos fingen ser adultos. No obstante, el acceso está limitado a los veinte amigos más íntimos y allegados de Cynthia, aunque no entiendo cómo alguien puede incluir a las dos Jen y a Donna LaDonna en la categoría de «amigas del alma». Ninguno de nosotros pasó el corte, con la excepción de Peter, a quien solo invitaron en el último momento porque Cynthia necesitaba «un hombre adicional». Con la intención de librar a Peter de semejante deshonra, decidimos reunirnos en casa de la Rata pa ra fumar hierba, beber Rusos Blancos y fingir que no somos unos fracasados.
—Oye —le dice Peter a Maggie mientras le da golpecitos a su botellín de cerveza—, el hombre adicional necesita otra birra.
—El hombre adicional puede cogerla él mismo —dice Maggie entre risas—. ¿No es para eso para lo que sirven los hombres adicionales? ¿Para hacer el trabajo extra?
—¿Y qué pasa con las mujeres adicionales? —pregunta Lali antes de pasarme el porro—. ¿Por qué nadie quiere una mujer adicional?
—Porque una mujer adicional es una amante.
—O una solterona —añade la Rata.
Empiezo a toser y me alejo de la vieja silla, de donde no me he movido en la última hora.
—¿Nadie quiere otra copa? —pregunto mirando a la Rata. Ella se encoge de hombros, ya que sabe muy bien lo que acaba de decir.
Si Lali se ha ofendido, no da muestras de ello.
—Yo tomaré otra. Y que sea doble.
—¡Marchando! —Encima de una vieja mesa de cartas hay una bolsa de hielo, copas de plástico y varias bebidas alcohólicas. Empiezo a mezclar dos bebidas y relleno la copa de Lali con vodka. Es un poco cruel, pero lo cierto es que estoy algo enfadada con Lali desde que Sebastian me contó que había sido ella quien me robó la ropa. Nos lo tomamos a risa, pero existe cierta tensión entre nosotras, como la sombra de una nube en un hermoso día de verano, cuando levantas la vista y te das cuenta de que estás en medio de una tormenta.
—¿Cuándo vuelve Sebastian? —pregunta Lali con deliberada indiferencia, lo cual puede ser una reacción al comentario de la «solterona» de la Rata. Sabe que Sebastian regresa mañana después de pasar las vacaciones con su familia. Y también sabe que tenemos entradas para ir a ver el concierto de los Aztec Two-Step en el Shaboo Inn el domingo. No ha dejado de hablar de ello ni un minuto. Hasta ahora.
—Mañana —respondo, como si no tuviera importancia.
Lo que a Lali no le hace falta saber es que he contado los días que faltan para su regreso. He imaginado nuestro reencuentro una y otra vez en mi cabeza. Él vendrá a buscarme en su Corvette amarillo. Yo correré a su encuentro y él me cogerá en brazos y me besará apasionadamente antes de murmurar: «Te quiero». Sin embargo, cuando imagino la escena, en lugar de verme a mí veo a Julie Christie en Doctor Zhivago. Tengo veintipocos, el pelo oscuro y llevo puesto un sombrero de armiño blanco.
—¿Qué hora es? —pregunta Walt de repente.
—Las diez y cuarto.
—No sé si aguantaré hasta medianoche —dice Maggie con aire satisfecho.
—Tienes que aguantar —insisto—. El hecho de que seamos unos fracasados no significa que seamos chusma.
—Habla por ti. —Walt coge la botella de vodka y le da un buen trago.
—Walt, eso es una asquerosidad —lo reprende Maggie.
—No te parecía asqueroso cuando intercambiábamos saliva —replica él.
—¡Oye! —Peter se pone en pie de un salto y empieza a mover las manos como si boxeara, sin apartar la mirada de la cabeza de Walt.
—Tranquilo, amiguete. —Walt me mira y da otro trago a la botella de vodka.
—¿Quieres un vaso?
—No. —Deja la botella sobre la mesa y da una palmada—. Bueno, gente —dice en voz alta—. Tengo algo que anunciar…
Mierda. Allá va. El momento que todos estábamos esperando. Miro a la Rata y a Maggie. La Rata emite pequeños ruidos de ánimo y sonríe con amabilidad, el tipo de sonrisa que le dedicarías a un niño de cinco años que acaba de mostrarte el dibujo de monigotes que representa a su familia. Maggie se ha tapado la boca con las manos y nos mira a la Rata y a mí con expresión aterrada, como si esperara que una de nosotras dos le dijera lo que tiene que hacer.
—Has ingresado en Penn —dice Peter.
—No.
Me coloco detrás de Walt y fulmino a Maggie con la mirada. Hago una mueca y me llevo el dedo índice a los labios.
—Oye… ¿qué pasa aquí? —pregunta Lali, que me ha visto—. Ya sé. Te han ascendido a gerente en el Hamburger Shack.
—Que te la pique un pollo… —replica Walt. Es una frase que no le había oído decir nunca, así que supongo que se la habrá oído a Randy—. Esta sorpresa es mucho mejor —añade balanceándose un poco de lado a lado—. Iba a esperar hasta medianoche, pero supongo que para entonces ya estaré inconsciente. —Echa un vistazo a la estancia para asegurarse de que le prestamos toda nuestra atención. Luego deja caer la bomba con aire indiferente—: Quiero que sepáis, aquellos que todavía no lo hayáis adivinado, que ahora soy oficialmente gay.
Por un momento, todo se queda en silencio. Todos estamos reflexionando sobre cómo debemos reaccionar ante esta información según nuestros conocimientos previos o nuestra falta de los mismos.
El silencio se rompe con una carcajada satisfecha.
—¿Eso es todo? —declara Lali—. ¿Que eres gay? ¡Pues vaya una cosa!
—Oh, muchas gracias —dice Walt con fingida indignación.
—Felicidades, tío —dice Peter. Atraviesa el cuarto para darle a Walt un abrazo cariñoso y unas palmaditas en la espalda—. ¿Cuándo lo descubriste? —pregunta, como si Walt acabara de anunciar que va a tener un bebé.
—¿Cuándo descubriste tú que eras hetero, Peter? —pregunto entre risas.
—Bueno —dice Maggie con timidez—, nosotras siempre lo hemos sabido.
En realidad, «nosotras» no lo sabíamos. Pero, por suerte, diez días después de que esas «nosotras» a las que se refiere Maggie lo descubriéramos, ella se embarcó en la preparación de un viaje de acampada con Peter y se olvidó por completo del insulto que Walt le había hecho a su feminidad.
Alzo mi copa.
—Por Walt —brindo.
—¡Por Walt!
—Y por nosotros —añado—. Por el año mil novecientos ochenta y…
Alguien llama con fuerza a la puerta.
—Mierda. —La Rata recoge toda la parafernalia relacionada con la marihuana y la mete debajo de los cojines del sofá. Peter esconde la botella de vodka detrás de una silla. Todos nos peinamos un poco con los dedos y nos sacudimos la ceniza de la ropa.
—Adelante —dice la Rata.
Es su padre, el señor Castells. Aunque es bastante mayor, siempre me quedo asombrada al ver lo guapo que todavía es. La Rata dice que cuando era joven lo conocían como «el Cary Grant de Cuba».
—Espero que os lo estéis pasando bien —dice con educación mientras entra en el cuarto. Por su manera de actuar, sé que esta no viene de visita—. Carrie —me mira a los ojos—, tu padre ha llamado por teléfono. Necesita hablar contigo inmediatamente.
—Al parecer, tienen un viejo coche que nadie utiliza. No se dieron cuenta de que no estaba hasta que yo llamé —dice mi padre. Tiene la cara pálida. Está en estado de shock… y probablemente aterrado.
—Papá, estoy segura de todo saldrá bien —le digo, aunque rezo para que no note que ahora tiene dos delincuentes juveniles por hijas: Dorrit, la fugitiva, y yo, la porrera. No obstante, me siento sobria y despejada—. ¿Hasta dónde pueden llegar? Ninguna de ellas tiene permiso de conducir. ¿Cómo es posible que Cheryl sepa conducir siquiera?
—No sé nada sobre esa gente, nada salvo que la madre de Cheryl ha estado casada tres veces.
Asiento mientras observo la carretera que tengo delante. A pesar de que estamos en la víspera de Año Nuevo, las calles están oscuras y casi desiertas. Estoy convencida de que esta nueva crisis con Dorrit es de algún modo culpa mía. Pero ¿cómo iba a saberlo? Dijo que iba a la biblioteca, a lo de la noche de cine… Mi padre incluso la dejó allí a las cuatro y esperó a que llegara su amiga Maura, a quien conocemos desde hace años. La madre de Maura iba a ir a recogerlas a las siete y dejaría a Dorrit en casa antes de dirigirse a una fiesta. Sin embargo, cuando llegó a la biblioteca, Maura le dijo que Dorrit se había ido al centro comercial y que yo me encargaría de ir a buscarla para llevarla a casa.
Al ver que no estaba en casa a las nueve, a mi padre empezó a entrarle el pánico. Estuvo llamando a la madre de Maura, pero no obtuvo respuesta hasta después de las diez. Llamó a casa de Cheryl, suponiendo que Dorrit se habría escapado con ella, pero el hermano pequeño de Cheryl le dijo que su hermana no estaba en casa y que sus padres habían ido a The Emerald. Así que mi padre llamó a The Emerald, y la madre y el padrastro de Cheryl regresaron a casa y descubrieron que el coche no estaba. Y ahora nos dirigimos a casa de Cheryl para intentar averiguar qué podemos hacer.
—Lo siento, papá. —Él no dice nada, solo sacude la cabeza—. Lo más probable es que esté en el centro comercial. O en el campo de golf. O tal vez en los prados.
—No lo creo —dice él—. Se ha llevado cincuenta dólares que había en mi cajón de los calcetines.
Aparto la mirada cuando salimos de Main Street y pasamos junto a The Emerald, como si ni siquiera me hubiera fijado en ese local. Continuamos un poco más allá, hacia una estrecha carretera rodeada de una multitud de casas casi idénticas, y nos detenemos frente a una casa colonial con la pintura descascarillada y el porche delantero recientemente remodelado. La luz se cuela a través de los listones de las persianas, y, cuando examinamos la casa, se asoma un hombre que nos fulmina con la mirada. Su rostro parece tener un color rojo intenso, pero puede ser por el efecto de la luz.
—Debería haberlo sabido —dice mi padre con tono sombrío—. Mack Kelter.
—¿Quién es?
—El contratista local —dice mi padre, como si eso lo explicara todo. Deja el coche en el camino de entrada, detrás de una camioneta. Al lado de la casa hay un garaje de aspecto ruinoso con espacio para dos vehículos. Una de las puertas está abierta, y el interior está iluminado por una bombilla desnuda.
—¿Qué significa eso? —pregunto.
—Mack Kelter es conocido por ser un tipo de dudosa reputación. —Mi padre se desabrocha el cinturón de seguridad y se quita las gafas, demorando el inevitable encuentro—. Tu madre se negaba a hacer tratos con él. Tuvieron algunos altercados por unos edificios en construcción. Una noche encontramos a Mack Kelter en la entrada de nuestra casa con una palanca en la mano.
Me asombra no recordarlo. O tal vez sí que me acuerde. Recuerdo vagamente la sensación de histeria vivida y que nos dijeron a mis hermanas y a mí que nos escondiéramos en el sótano.
—¿Llamasteis a la policía?
—No, tu madre salió fuera y se enfrentó a él. Yo estaba muerto de miedo, pero ella no. Ya sabes cómo era tu madre —dice con los ojos llenos de lágrimas—. Era pequeña, pero dura como el acero. Nadie se metía con Mimi.
—Lo sé. Y sé que jamás tuvo que levantar la voz —añado con tristeza, recitando mi parte del repertorio de historias familiares sobre mi madre.
—Era algo relacionado con sus modales… Era una dama de la cabeza a los pies, y los hombres lo sabían —dice mi padre, que ahora recita el suyo. Deja escapar un suspiro—. Le dijo unas cuantas cosas a Mack Kelter y él salió huyendo con el rabo entre las piernas.
Esa era mi madre, una Dama con mayúsculas. Una Dama. Incluso cuando era niña, sabía que jamás llegaría a ser como mi madre. Era demasiado bruta. Quería ir a todos los sitios que mis padres consideraban malos, como Nueva York. Hice que Missy y Dorrit quemaran sus muñecas Barbie en una hoguera. Les dije a mis primos que Santa Claus no existía.
Sospecho que mi madre también sabía que yo jamás llegaría a ser una dama, que nunca sería como ella. Pero eso nunca pareció importarle.
—¿Crees que Dorrit sabe lo de Mack Kelter? ¿Y lo que mamá pensaba acerca de él? —Si así fuera, eso explicaría parte del comportamiento de mi hermana—. Papá, creo que Dorrit necesita ver a un psiquiatra.
Le he hecho esa misma sugerencia un montón de veces, pero mi padre siempre se niega. Pertenece a una generación que piensa que los psiquiatras son malos. Mi padre no cambiará de opinión, ni siquiera en una situación tan espantosa como esta.
—Ahora no, Carrie —dice. Y, con el aspecto de alguien que se dirige a una ejecución, sale del coche.
La puerta se abre antes de que llamemos, y Mack Kelter se presenta en la entrada, impidiéndonos el paso. Es atractivo, aunque de esa manera sucia que te hace sentir avergonzada por el mero hecho de haberlo mirado.
—¿Bradshaw? —pregunta con una sonrisa de desprecio—. Sí —añade, respondiendo a su propia pregunta—. Pasa.
Espero que no haya ninguna palanca de hierro ahí dentro.
—Por aquí. —Señala el salón con una botella de cerveza.
Nos sentamos con cierta vacilación, sin saber muy bien qué esperar. Junto a la pared hay un enorme aparato de televisión flanqueado por dos altavoces. Hay una chimenea de ladrillos, un montón de juguetes esparcidos sobre una alfombra blanca de pelo largo, dos pequeños caniches amarillentos con los ojos llorosos y un enorme sofá modular. Tendida en él, con lo que parece ser un gin tonic en una mano y una bolsa de hielo en la otra, está la madre de Cheryl, Connie.
—Mi niñita… —gimotea al vernos. Deja la bebida a un lado y extiende las manos, así que no nos queda más remedio que cogérselas—. Mi niñita… No es más que una niña pequeña… —solloza.
—No es tan pequeña —resopla Mack Kelter.
—¿Y si las han raptado? —Connie parpadea con rapidez—. ¿Y si están tiradas en alguna cuneta por ahí…?
—No te pongas melodramática, Connie —dice Mack Kelter—. Se han llevado el coche. Iban bebidas. Cuando vuelva, Cheryl se va a llevar una buena paliza. Eso es todo.
Mi padre, entretanto, ha conseguido liberar sus manos disimuladamente de las de Connie y está rígido, como si fingiera no encontrarse en esta situación.
—¿Han llamado a la policía?
—¿Por qué íbamos a meter a los polis en esto? —pregunta Mack Kelter—. Solo causarían problemas. Además, no investigan los casos de personas desaparecidas hasta que no han pasado al menos veinticuatro horas.
—¡Para entonces podrían estar muertas! —grita Connie. Se lleva la mano al pecho, como si le faltara el aire—. Esta es mi recompensa por una vida miserable. Tengo una hija que es una delincuente juvenil y un marido que es un borracho y un holgazán.
—¿Quieres que te dé un mamporro? —pregunta Mack Kelter—. Te he dicho que cierres la boca.
Mi padre y yo nos miramos horrorizados.
—Creo que deberíamos buscarlas. —Consulto mi reloj—. Son las once menos cuarto. Llevan fuera casi tres horas…
—A estas alturas podrían estar en Boston —dice Connie. Mira a su marido.
—Yo vuelvo a The Emerald —anuncia él. Se fija en nuestras expresiones sorprendidas y añade—: Eh, que no es hija mía. Y hay un tipo llamado Jack Daniel’s que me espera en el bar.
Mi padre, Connie y yo recorremos en coche la ciudad, en busca de Dorrit y de Cheryl. Buscamos en los prados, en el club de campo y en muchos pequeños bares que Connie conoce, aunque ni mi padre ni yo llegamos a comprender por qué cree que alguien podría servirles alcohol a dos niñas de trece años.
Seguimos buscándolas sin éxito. A las dos de la madrugada, nos rendimos por fin.
—¿La habéis encontrado? —pregunta Missy esperanzada cuando entramos en casa.
—No.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué podemos hacer?
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? —solloza Missy.
Nos quedamos un momento en silencio, aterradas, y luego avanzamos de puntillas y echamos un vistazo a escondidas a la sala de estar, donde mi padre se ha retirado para sufrir en soledad. Está sentado en el sofá y pasa muy despacio las páginas de un viejo álbum de fotos que comenzó mi madre cuando mi padre y ella se comprometieron.
Regreso a la cocina con la intención de prepararme para una noche muy larga. Saco el pan de molde, la mayonesa y el queso de la nevera para hacerme un sándwich.
Suena el teléfono.
El ruido resulta estruendoso, crispante y en cierto modo inevitable. Dejo el pan para cogerlo.
—¿Carrie? —pregunta una voz masculina.
—¿George? —respondo desconcertada. Y es entonces cuando me siento decepcionada. Y furiosa. ¿Por qué llama George ahora, cuando hace tanto que pasó la medianoche de la víspera de Año Nuevo? Debe de estar borracho—. George, no es un buen momento para…
Él me interrumpe.
—Hay alguien aquí que quiere hablar contigo.
—¿Quién?
—¡Feliz Año Nuevo! —exclama Dorrit entre risas cuando se pone al teléfono.