23

Asunción de X

¿Carrie? —pregunta Missy.

—¡Despierta! —me grita Dorrit al oído.

Suelto un gemido mientras la visión del movimiento de caderas inunda mi cabeza.

—¿Carrie? ¿Estás viva?

—Glups… —Trago saliva con fuerza.

—Ay… —dice Dorrit cuando aparto la colcha hacia atrás.

—¡Quitaos de en medio! —Salto de la cama, corro al cuarto de baño y vomito.

Cuando levanto la vista, Missy y Dorrit están a mi lado. Los labios de Dorrit se han curvado en una sonrisa maliciosa y triunfal, como la del Grinch que creyó haber robado la Navidad.

—¿Lo sabe papá? —pregunto.

—¿Que llegaste a casa a las tres de la madrugada? Creo que no —susurra Missy.

—No se lo digáis —les advierto mientras clavo la mirada en Dorrit.

—Sebastian está abajo —me dice ella con dulzura.

¡¡¿Eh?!!

Está sentado a la mesa del comedor, enfrente de mi padre.

—Si asumes que X es igual a Y elevada a diez —dice mi padre mientras escribe la ecuación en la parte posterior de un sobre—, resulta obvio que Z se convierte en un número entero aleatorio. —Empuja el sobre hacia Sebastian, que lo examina con educación.

—Hola —digo mientras saludo con un leve gesto de la mano.

—Buenos días —replica mi padre. Su comportamiento indica que está considerando la idea de preguntarme por mi desastroso aspecto, pero al parecer le resulta más interesante la ecuación—. ¿Lo ves, Sebastian? —continúa dando golpecitos con el lápiz a la X—. El peligro reside en la asunción de X

Paso a toda prisa por su lado y corro hacia la cocina, donde cojo un viejo tarro de café instantáneo, echo la mitad en una taza y espero a que hierva el agua. Me viene a la cabeza el dicho «La olla observada nunca hierve». Pero no es cierto. Si aplicas el calor adecuado, el agua hervirá al final, tanto si alguien lo observa como si no. Y eso parece de lo más relevante en esta situación. O quizá solo sea mi cerebro lo que está hirviendo.

Llevo la taza al comedor y me siento. Mi padre ha dejado las ecuaciones a un lado y ahora acribilla a Sebastian con preguntas sobre su futuro.

—¿A qué universidad has dicho que ibas a ir? —pregunta con voz tensa, señal de que Sebastian no ha conseguido impresionarlo con sus conocimientos sobre las ecuaciones.

—No lo he dicho. —Sebastian sonríe y me da unos golpecitos posesivos en la pierna, algo que seguro que cabrea a mi padre. Le aprieto la mano para que deje de hacerlo—. Tengo pensado tomarme un año de descanso —dice Sebastian—. Viajar por el mundo. Ir al Himalaya… ese tipo de cosas.

Doy un sorbo a mi café mientras contemplo la expresión escéptica de mi padre. El café todavía está demasiado caliente, y tiene la consistencia del barro.

—Aún no estoy preparado para encajonarme —añade Sebastian, como si eso explicara su falta de ambición.

—En ese caso, debes de tener algún dinero.

—¡Papá! —exclamo.

—Lo cierto es que sí. Al morir, mi abuela nos dejó sus propiedades a mi hermana y a mí.

—Ajá. —Mi padre asiente—. Entiendo. Eres un joven muy afortunado. Apuesto a que cuando te metes en líos siempre consigues salir bien parado.

—No sé a qué se refiere, señor —replica Sebastian con tono educado—. Pero me considero afortunado. —Me mira y coloca su mano sobre la mía—. He tenido suerte de conocer a su hija, por lo menos.

Supongo que eso debería entusiasmarme, pero solo consigue que se me revuelva el estómago otra vez. ¿Qué nuevo juego es este?

Mi padre me echa una mirada, como si no pudiera creer a Sebastian, pero yo solo consigo esbozar una sonrisa forzada.

—Bueno… —dice Sebastian al tiempo que da una palmada—. Me preguntaba si te apetecería ir a patinar sobre hielo. —¿A patinar sobre hielo?—. Date prisa en terminarte el café, anda. —Se pone en pie y estrecha la mano de mi padre—. Ha sido un placer conocerlo, señor Bradshaw.

—Lo mismo digo —replica mi padre. Me consta que no sabe muy bien qué pensar de él, porque le da unas palmaditas a Sebastian en el hombro.

Los hombres son muy raros.

¿Quién se supone que debe empezar esta conversación, él o yo? ¿O vamos a fingir que anoche no pasó nada?

—¿Cómo está Donna LaDonna? ¿Crees que podrás conseguir que me devuelva mi ropa?

El carácter repentino de mi ataque lo deja sorprendido. El patín se desliza y, por un instante, pierde el equilibrio.

—¡Ja! Mira quién fue a hablar…

Se recupera y seguimos deslizándonos en silencio, aunque no dejo de darle vueltas a su respuesta.

¿Es culpa mía?

¿Qué he hecho yo? Me bajo el gorro para taparme las orejas. Un chico con patines de hockey avanza hacia nosotros, riéndose con sus compañeros, ajeno al hecho de que hay muchas otras personas patinando en el estanque. Sebastian sujeta al chico por los hombros cuando está a punto de chocar con nosotros y lo empuja en otra dirección.

—¡Ten cuidado! —exclama.

—¡Ten cuidado tú! —replica el chaval casi con un gruñido.

Patino hacia uno de los lados, donde se han instalado varios caballetes para señalar una zona de hielo peligrosa. El agua oscura salpica los bordes irregulares de un agujero.

—Eres tú quien desapareció anoche —señala Sebastian con un matiz triunfal en la voz.

Le dirijo una mirada que trasluce enfado y desconcierto a la vez.

—Te busqué por todas partes. Luego Lali me dijo que te habías marchado. En serio, Carrie… —dice al tiempo que sacude la cabeza—, eso fue una grosería.

—¿Y no fue una grosería por tu parte bailar con Donna LaDonna?

—Solo bailamos. Eso es lo que la gente hace en los bailes. Bailar. —Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo interior de su cazadora de cuero.

—¿No me digas? Pero no bailan con la peor enemiga de su novia. ¡Con alguien que le roba la ropa!

—Carrie —dice en tono paciente—, Donna LaDonna no te robó la ropa.

—¿Quién fue, entonces?

—Lali.

—¡¿Qué?!

—Mantuve una larga charla con Lali después de que te marcharas. —Sostiene el cigarrillo entre el índice y el pulgar mientras lo enciende—. Pretendía gastarte una broma.

De pronto me siento mareada. Un poco más mareada, mejor dicho, ya que el aire fresco ha hecho bien poco por aliviar los efectos de la resaca.

—No te enfades. Ella tenía miedo de contártelo después del jaleo que montaste. Le dije que te lo diría yo y me pidió que no lo hiciera, porque no quería que te cabrearas. —Hace una pausa, da otra calada y arroja el cigarrillo a la zona de agua oscura, donde chisporrotea como un petardo antes de empezar a flotar bajo el hielo—. Ambos sabemos lo sensible que eres.

—¿Así que ahora soy sensible?

—Vamos… Después de lo que le ocurrió a tu madre…

—¿También te ha hablado Lali sobre mi madre?

—No —replica a la defensiva—. Bueno, quizá lo mencionó un par de veces… Pero ¿cuál es el problema? Todos saben…

Creo que voy a vomitar otra vez.

No metas a mi madre en esto. Hoy no. No puedo soportarlo. Sin hablar, cojo un trocito de madera y lo arrojo al agujero de hielo.

—¿Estás llorando? —pregunta con una sonrisa entre burlona y compasiva.

—Por supuesto que no.

—Sí que lo estás. —Su voz suena casi alegre—. Actúas con frialdad, como si todo te diera igual, pero en realidad sí que te importa. Eres una romántica. Quieres que alguien te quiera.

¿No quiere eso todo el mundo? Estoy a punto de hablar, pero algo en su expresión me detiene. Hay una pizca de hostilidad mezclada con una abrasadora compasión. ¿Me está ofreciendo su amor o arrojándomelo a la cara?

Vacilo. Estoy segura de que siempre recordaré el aspecto que tiene en este momento, porque no puedo averiguar sus intenciones.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por qué robó Lali mi ropa?

—Porque le parecía que te estabas convirtiendo en una plasta.

—¿A qué se refería?

—No lo sé. Dijo que vosotras dos siempre os gastabais ese tipo de bromas. Que una vez le diste un chicle con laxante antes de un campeonato amistoso.

—Teníamos doce años.

—¿Y?

—Pues que…

—¿Vas a romper conmigo? —pregunta de repente.

—Ay, Dios… —Me coloco el gorro de punto delante de la cara.

Por eso estaba en mi casa esta mañana. Por eso me ha llevado a patinar. Quiere romper conmigo, pero no sabe cómo hacerlo, así que quiere que lo haga yo. Por eso estaba bailando anoche con Donna LaDonna. Piensa comportarse tan mal como le sea posible hasta que a mí no me quede más remedio que dejarlo.

Y no es que no me lo haya planteado en las últimas doce horas…

Mientras bailaba con Walt y con Randy en el club de Provincetown, la idea de «mandar a ese cabrón a la mierda» era como una carga explosiva que me propulsaba hacia la bendita estratosfera del olvido. Bailaba más y más para librarme de la rabia que me consumía. Me preguntaba para qué necesitaba a Sebastian si podía tener aquello… ese carnaval de cuerpos sudorosos que relampagueaban como fuegos artificiales. Pura diversión.

«¡Que se joda Sebastian!», grité mientras balanceaba los brazos por encima de la cabeza, como una creyente enloquecida en una reunión evangelista.

Randy, que se contoneaba a mi lado, replicó:

«Cariño, todo sucede por una razón».

Pero ahora no lo tengo tan claro. ¿De verdad quiero romper con él? Lo echaré de menos. Y seguro que me aburriré sin él. ¿Pueden cambiar los sentimientos en un solo día?

Y tal vez (solo tal vez) sea Sebastian el que está aterrorizado. Quizá le dé miedo decepcionar a una chica, o no ser lo bastante bueno para ella, así que la aleja antes de que ella pueda descubrir que no es el chico increíble y especial que pretende ser. Cuando dijo que yo era fría por fuera pero que por dentro deseaba amor… tal vez no hablara de mí. Tal vez hablara de él.

—No lo sé. ¿Tengo que decidirlo ahora mismo? —Aparto el gorro de mi cara para mirarlo.

Y eso era lo que debía decir, porque me mira y se echa a reír.

—Estás loca.

—Tú también.

—¿Estás segura de que no quieres romper conmigo?

—Solo porque tú pareces muy seguro de que quiero hacerlo. No es tan fácil, ¿sabes?

—Sí, lo sé. —Me coge de la mano mientras patinamos por el estanque.

—Quiero hacerlo, pero no puedo —susurro.

—¿Por qué no?

Estamos en su habitación.

—¿Estás asustada? —pregunta.

—Un poco. —Me giro para apoyarme sobre el codo—. No lo sé.

—No siempre duele. A algunas chicas les encanta la primera vez.

—Ya. Como a Maggie.

—¿Ves? Todas tus amigas lo hacen. ¿No te sientes un poco estúpida por ser la única que no lo ha hecho aún?

No.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no te acuestas conmigo?

—Tal vez no tenga nada que ver contigo.

—Por supuesto que sí —dice mientras se incorpora para ponerse los calcetines—. De lo contrario, lo harías.

—Pero nunca me he acostado con nadie… —Gateo tras él y le rodeo los hombros con los brazos—. Por favor, no te enfades conmigo. Es que no puedo hacerlo… al menos, hoy. Lo haremos otro día, te lo prometo.

—Eso es lo que dices siempre.

—Pero esta vez lo digo en serio.

—De acuerdo —me dice como si fuera una advertencia—. Pero no creas que voy a esperarte mucho más tiempo.

Se pone los vaqueros y yo vuelvo a tumbarme en la cama, riéndome.

—¿Qué te resulta tan gracioso? —exige saber.

Apenas puedo pronunciar las palabras.

—Siempre puedes ver una de esas pelis porno. ¡De tetas grandes!

—¿Cómo te has enterado de eso? —pregunta furioso.

Me tapo la cara con su almohada.

—¿Es que aún no te has dado cuenta? Yo lo sé todo.