El campeonato amistoso
Los jueces mantienen sus resultados: cuatro con tres. Cuatro con uno. Tres con nueve. Se oye un gruñido colectivo en las gradas.
Eso me coloca en el penúltimo lugar.
Cojo una toalla y me la coloco sobre la cabeza antes de empezar a frotarme el pelo. El entrenador Nipsie está a mi lado, mirando el marcador con los brazos cruzados.
—Concentración, Bradshaw —murmura.
Ocupo mi lugar en las gradas, junto a Lali.
—Mala suerte —me dice. Lali lo está haciendo genial en este campeonato amistoso. Ha ganado su prueba eliminatoria, lo cual la convierte en favorita para ganar los doscientos metros estilo libre—. Todavía te queda un salto —añade para animarme.
Asiento al tiempo que examino las gradas que hay al otro lado en busca de Sebastian. Está en la tercera fila, al lado de Walt y Maggie.
—¿Tienes la regla? —pregunta Lali. Tal vez sea porque hemos pasado mucho tiempo juntas, pero Lali y yo solemos tener el mismo ciclo. Ojalá pudiera culpar a las hormonas de mi actuación, pero no es así. He pasado demasiado tiempo con Sebastian, y eso se nota.
—No —respondo con tono abatido—. ¿Y tú?
—La tuve la semana pasada —contesta Lali. Mira hacia el otro lado de la piscina, ve a Sebastian y lo saluda con la mano. Él le devuelve el saludo—. Sebastian está mirando —me dice cuando me levanto para hacer mi último salto—. No la cagues.
Suspiro e intento concentrarme mientras subo la escalera. Me sitúo en la palanca, con los brazos a los lados y las palmas hacia atrás. Justo en ese instante tengo una inquietante revelación: no quiero seguir haciendo esto.
Doy cuatro pasos y salto. Lanzo mi cuerpo al aire, pero, en lugar de subir, caigo de repente. Por una fracción de segundo, me veo cayendo por un precipicio, preguntándome qué sucederá cuando llegue al fondo. ¿Despertaré o acabaré muerta?
Entro en el agua con las rodillas flexionadas, seguida de un espantoso chapoteo.
Estoy acabada. Me dirijo a la sala de taquillas, me quito el bañador y me meto en la ducha.
Siempre he sabido que algún día tendría que dejar los saltos. Nunca han formado parte de mi futuro… sabía que jamás sería lo bastante buena para formar parte del equipo de saltos de una universidad. No obstante, no era el deporte en sí lo que me divertía. Eran los ruidosos viajes en autobús hasta otras escuelas, las partidas de backgammon que jugábamos entre las pruebas, la emoción de saber que vas a ganar y de salirte con la tuya. Había días malos también, cuando sabía que iba a quedarme fuera. Me reprendía a mí misma, me juraba que entrenaría con más ganas y seguiría adelante. Sin embargo, los desastrosos saltos de hoy demuestran algo más que un mal día. Según parece, sin poder evitarlo, he alcanzado el límite de mis posibilidades.
Estoy acabada.
Salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla. Limpio el vapor de un trozo de espejo y contemplo mi rostro. No parezco diferente. Pero me siento diferente.
Esta no soy yo. Sacudo el cabello y recojo las puntas hacia dentro, preguntándome cómo estaría con el pelo más corto. Lali se lo ha cortado hace poco, así que ahora se pone de punta la parte de arriba y se lo rocía con un bote de laca que guarda en la taquilla.
Lali nunca se ha preocupado mucho por su pelo, y cuando se lo comenté, dijo:
—Hemos llegado a una edad en la que deberíamos empezar a pensar qué piensan los chicos de nosotras.
Me lo tomé a broma.
—¿Qué chicos? —le pregunté.
Y ella me contestó:
—Todos los chicos. —Y luego me miró de arriba abajo con una sonrisa.
¿Se referiría a Sebastian?
Si me retiro del equipo de natación, podré pasar más tiempo con él.
Han pasado dos semanas desde el incidente con George. Durante días temí que la hermana de Sebastian, Amelia, le contara que me había visto con George, pero hasta el momento Sebastian no me ha dicho nada. Lo que significa que, o bien ella no se lo ha dicho o bien que lo ha hecho y a él no le importa. Incluso he intentado llegar al fondo de la cuestión preguntándole a Sebastian por su hermana, pero lo único que dijo fue: «Es una tía genial» y «Tal vez la conozcas algún día».
Después he intentado preguntarle por qué dejó el otro colegio y se vino al Instituto Castlebury. No quería creer que lo que me dijo George era cierto… Después de todo, ¿por qué iba a copiar Sebastian si es lo bastante inteligente para elegir asignaturas como cálculo? Sin embargo, él simplemente se limitó a reír y me dijo: «Necesitaba un cambio».
George solo estaba celoso, decidí.
Tras garantizarme un respiro en el asunto de George, me propuse ser una mejor novia para Sebastian. Por desgracia, hasta el momento, eso ha significado dejar a un lado la mayor parte de mis actividades. Como la natación.
Casi todos los días, Sebastian intenta que me salte los entrenamientos tentándome con un plan alternativo.
—Vayamos al Mystic Aquarium a ver las ballenas asesinas.
—Tengo entrenamiento de natación. Y luego tengo que estudiar.
—El acuario es un lugar de lo más educativo.
—No creo que observar las orcas vaya a ayudarme a entrar en la universidad.
—Eres un rollazo —me dijo con un tono que dejaba claro que, si no iba con él, alguna otra chica lo haría.
—Sáltate el entrenamiento y vamos a ver Cowboy de ciudad —me dijo otra tarde—. Podemos enrollarnos en el cine.
Esa vez accedí. Hacía un día malísimo y lo último que me apetecía era meterme en una piscina helada… pero me sentí culpable durante toda la película y Sebastian me cabreó muchísimo cuando empezó a colocarme la mano en la parte delantera de sus pantalones para que le apretara el pene. Sebastian está mucho más avanzado que yo en cuestiones de sexo; a menudo hace referencia a varias «novias» con las que salió en el otro colegio… pero esas novias al parecer nunca le duraron más de unas semanas.
—¿Qué pasó con ellas? —pregunté.
—Se volvieron locas —dijo sin más, como si la locura fuera una consecuencia inevitable de salir con él.
Abro mi taquilla de un tirón y me quedo inmóvil, preguntándome si he sido maldecida con la misma enfermedad.
Mi taquilla está vacía.
La cierro y compruebo el número. Es mi taquilla, sí. La abro de nuevo pensando que debo de haberme equivocado, pero sigue vacía. Compruebo las taquillas que hay a la izquierda y a la derecha. También están vacías. Me enrollo la toalla a la cintura y me siento en el banco. ¿Dónde demonios están mis cosas? Y en ese momento comprendo la verdad: Donna LaDonna y las dos Jen.
Las vi al principio del campeonato, sentadas en el extremo de una de las gradas, sonriendo con desprecio, pero no le di mayor importancia. En realidad, me preocupó un poco, pero nunca creí que llegaran tan lejos. Sobre todo, porque Donna parece tener un nuevo novio: el tipo con el que la vi entrar en su casa. Las dos Jen han estado muy ocupadas chismorreando sobre él, contando a todo el que quisiera escucharlas que es un chico mayor que va a la Universidad de Boston, pero que también es un famoso modelo masculino que sale en un anuncio de Paco Rabanne. Poco después, pegada a la taquilla de Donna LaDonna, apareció una página arrancada de un periódico en la que aparecía una foto de un tío con un frasco de loción para después del afeitado. La imagen se quedó allí varios días, hasta que Lali no pudo soportarlo más y dibujó un bocadillo que salía de la cabeza del modelo antes de escribir en su interior: SOY RETRASADO Y ESTÚPIDO.
Es probable que Donna creyera que lo hice yo y que ahora esté buscando venganza.
Ya basta. Abro de un tirón la puerta de la piscina y estoy a punto de entrar en el recinto cuando me doy cuenta de que hay una carrera en progreso y que Lali está nadando. No puedo salir ahí fuera cubierta únicamente por una toalla. Examino las gradas desde la puerta. Donna LaDonna y las dos Jen han desaparecido. Sebastian está absorto en la carrera, y levanta el puño cuando Lali llega en primer lugar. Walt mira a su alrededor, como si planeara su huida, mientras Maggie bosteza a su lado.
Maggie. Tengo que llegar hasta Maggie.
Corro hasta el fondo de la sala de taquillas y me asomo por la puerta que da al pasillo; luego salgo pitando por el corredor y atravieso una de las entradas para salir a la calle. Hace mucho frío y estoy descalza, pero hasta el momento nadie me ha visto. Corro alrededor del edificio hacia la parte trasera y me escabullo a través de una puerta abierta que conduce justo a la parte posterior de las gradas. Avanzo con sigilo bajo la maraña de zapatos y agarro el pie de Maggie. Ella da un respingo y mira a su alrededor.
—Mags… —susurro.
—¿Carrie? —pregunta mientras echa una ojeada entre los tablones—. ¿Qué haces ahí abajo? ¿Dónde está tu ropa?
—Déjame tu abrigo —le suplico.
—¿Por qué?
—Maggie, por favor… —Tiro de su abrigo, que está en el asiento que hay justo al lado de ella—. No preguntes. Reúnete conmigo en la sala de taquillas y te lo explicaré. —Cojo el abrigo y echo a correr.
—¿Carrie? —me llama pocos minutos después. Su voz resuena en la sala de taquillas vacía.
—Estoy aquí. —Estoy buscando en el cubo de las toallas sucias, con la idea de que tal vez Donna dejara allí mi ropa. Encuentro unos asquerosos pantalones cortos de gimnasia, un calcetín sucio y una cinta para el pelo amarilla—. Donna LaDonna se ha llevado mi ropa —le explico antes de rendirme.
Maggie entorna los ojos.
—¿Cómo lo sabes?
—Venga, Mags… —Me coloco su abrigo sobre los hombros. Todavía tengo frío por la carrera al aire libre—. ¿Quién más habría hecho algo así?
Ella se deja caer sobre un banco.
—Esto tiene que acabar.
—A mí me lo vas a decir.
—No. Te lo digo en serio, Carrie. Tiene que acabar.
—¿Qué quieres que haga?
—No quiero que hagas nada. Quiero que Sebastian haga algo. Dile que hable con ella para que esto termine de una vez.
—En realidad, no es culpa suya.
—Sí que lo es. ¿Es que has olvidado que Sebastian le hizo creer que salía con ella y luego la dejó tirada para salir contigo?
—Le advirtió de que no iba en serio, que acababa de mudarse y que quería conocer a más gente.
—Bueno, eso está claro. Después de todo, ya había conseguido lo que quería.
—Eso es cierto —replico. El odio que siento por Donna LaDonna es algo casi físico (duro y redondo) alojado en mi vientre.
—Y debería defenderte. De ella.
—¿Y si no quiere hacerlo?
—Entonces deberías romper con él.
—Pero es que no quiero romper con él…
—Lo único que sé es que Peter me defendería —asegura Maggie con vehemencia.
¿Lo está haciendo a propósito? ¿Intenta que rompa con Sebastian? ¿Hay algún tipo de conspiración en marcha de la que yo no me he enterado?
—Hacer que un chico te defienda… está pasado de moda —replico con sequedad—. ¿No deberíamos defendernos sin ayuda?
—Yo quiero un chico que se ponga de mi lado —insiste Maggie testaruda—. Pasa lo mismo que con los amigos. ¿Aguantarías a un amigo que no se pusiera de tu lado?
—No —admito a regañadientes.
—Pues eso. —La puerta de la sala de taquillas se abre y entra Lali, seguida de varias compañeras del equipo. Chocan las manos y sacuden las toallas húmedas.
—¿Dónde estabas? —me pregunta al tiempo que se quita el bañador—. He ganado.
—Sabía que lo conseguirías —le digo mientras choco la mano con ella.
—En serio. Has desaparecido. No estarás cabreada, ¿verdad? Por haberla fastidiado con los saltos, quiero decir.
—No, estoy bien. —Hay muchas otras cosas que me preocupan más ahora—. No tendrás un par de zapatos de sobra, ¿verdad?
—Bueno, a mí me parece de lo más divertido —declara Lali—. Me he reído tanto que casi me meo encima.
—Claro… —comento con ironía—. Yo todavía me estoy riendo.
—Tienes que admitir que es bastante divertido —dice Sebastian.
—No tengo por qué admitir nada —replico al tiempo que cruzo los brazos. Estamos entrando en el camino de acceso a mi casa, y de repente me siento abrumada por la rabia—. Y no me parece divertido en absoluto. —Abro la puerta, salgo del coche y cierro la puerta con tanta fuerza como puedo. Entro corriendo en casa mientras imagino a Lali y a Sebastian mirándome alucinados. Luego se mirarán el uno al otro y estallarán en carcajadas.
Se reirán de mí.
Corro escaleras arriba, hacia mi habitación.
—¿Qué pasa? —pregunta Missy cuando paso a su lado como un torbellino.
—¡Nada!
—Creí que ibas a ir al baile.
—Y voy a ir. —Cierro de golpe la puerta de mi habitación.
—Madre mía… —dice Dorrit desde el otro lado.
Estoy harta. Hasta las mismísimas narices. Abro el armario y empiezo a lanzar zapatos al otro lado de la habitación.
—¿Carrie? —Missy llama a la puerta—. ¿Puedo entrar?
—¡Sí! Siempre que no te importe acabar con un ojo morado de un zapatazo…
—¿Qué te ocurre? —grita Missy en cuanto entra en el dormitorio.
—Estoy harta de que cada vez que salgo con mi novio tenga que venir también mi mejor amiga. Estoy harta de que los dos se rían de mí. Y estoy harta de esas imbéciles… —Grito las últimas palabras con todas mis fuerzas—… que me siguen a todas partes y convierten mi vida en un infierno. —Lanzo uno de los zapatos de tacón de mi abuela con tanto ímpetu que el tacón se clava en el lomo de un libro.
Missy parece tan tranquila. Se sienta sobre la cama con las piernas cruzadas y asiente, pensativa.
—Me alegra que hayas sacado el tema. Llevo un tiempo queriendo hablar contigo sobre esto. Creo que Lali intenta estropear tu relación con Sebastian.
—¿No me digas? —le pregunto con un gruñido antes de correr la cortina para mirar por la ventana. Todavía siguen fuera, en el coche. Riéndose.
Pero ¿qué puedo hacer? Si salgo ahí afuera y me enfrento a ellos, voy a quedar como una chica poco segura de sí misma. Si no digo nada, seguirán igual.
Missy enlaza las manos por debajo de su barbilla.
—¿Sabes cuál es el problema? Mamá nunca nos enseñó a utilizar las artimañas femeninas.
—¿Y se suponía que debía hacerlo?
—Bueno, nosotras no sabemos nada sobre chicos. No sabemos nada sobre cómo conseguirlos ni sobre cómo mantenerlos a nuestro lado.
—Eso se debe a que, cuando se conocieron, papá y mamá se enamoraron al instante y él le pidió matrimonio de inmediato —señalo con tristeza—. Ella nunca tuvo que intentar nada. No tuvo que utilizar ninguna artimaña. No tuvo que enfrentarse con una Lali. Ni con una Donna LaDonna. Ni con las dos Jen. Es probable que pensara que nos ocurriría lo mismo que a ella. Que algún chico se enamoraría inmediatamente de nosotras y que jamás tendríamos que volver a preocuparnos de nada.
—Sí, claro. Creo que, en lo que se refiere a los hombres, estamos malditas —dice Missy.