Terrenos resbaladizos
—Se supone que esta es la mejor época de nuestras vidas —digo melancólica.
—Ay, Carrie… —George esboza una sonrisa—. ¿De dónde sacas esas ideas tan sentimentaloides? Si echaras un vistazo a tu alrededor, descubrirías que la mitad de la población adulta detesta los años que pasó en el instituto y que jamás querría repetirlos.
—Pero yo no quiero convertirme en parte de ese grupo de población.
—No hay peligro de que así sea. Tú tienes demasiada joie de vivre, demasiada alegría de vivir. Y parece que siempre eres capaz de perdonar la naturaleza humana.
—Supongo que descubrí hace mucho tiempo que la mayoría de la gente no puede evitar hacer las cosas que hace —aseguro, animada por su interés—. Y lo que hace no tiene nada que ver contigo, por lo general. Lo que quiero decir es que la gente actúa por instinto y hace lo que cree mejor para ella en un determinado momento, y solo piensa en las consecuencias después, ¿no te parece?
George suelta una carcajada, pero esa es la descripción perfecta de mi comportamiento, comprendo con pesar.
Una ráfaga de viento arranca una fina capa de nieve de las copas de los árboles y la arrastra hasta nuestros rostros. Me estremezco.
—¿Tienes frío? —George me cubre los hombros con un brazo y me estrecha contra su cuerpo.
Asiento mientras tomo una bocanada de aire gélido. Me fijo en la nieve, en los pinos y en las cabañas de troncos. Intento fingir que estoy muy lejos de allí… En Suiza, por ejemplo.
La Rata y yo obligamos a Maggie a hacer un pacto: nunca le contaremos a nadie lo que vimos ese día en East Milton, porque eso es cosa de Walt y debe ser él quien se encargue de arreglarlo. Maggie accedió a no contárselo a nadie (ni siquiera a Peter), pero eso no evitó que acabara destrozada en el plano emocional. Faltó dos días a clase y se los pasó en la cama; al tercer día, cuando por fin apareció en la asamblea, tenía la cara hinchada y llevaba gafas de sol. No se puso nada que no fuera negro durante el resto de la semana. La Rata y yo hicimos todo cuanto pudimos (nos aseguramos de que hubiera al menos una de nosotras con ella durante los descansos y le recogimos la comida en la cafetería, ya que ella se negaba a ponerse en la fila), pero cualquiera habría dicho que el amor de su vida había muerto. Y eso resulta un poco molesto, porque, si lo miras desde una perspectiva lógica, lo único que ha ocurrido en realidad es que salió con un chico durante dos años, rompió con él y luego ambos encontraron a otras personas. ¿De verdad importa si esa «otra persona» es un chico o una chica? Sin embargo, Maggie se niega a verlo de esa forma. Insiste en que es culpa suya… en que no fue «suficiente mujer» para Walt.
Así que cuando me llamó George y se ofreció a llevarme a esquiar, aproveché la oportunidad para alejarme de todo durante unas cuantas horas.
Y en el momento en que vi su rostro sereno y feliz, empecé a contarle mis problemas con Maggie y Walt, que mi artículo salió en The Nutmeg y que mi mejor amiga se comporta de una forma muy extraña. Le conté todo, salvo el hecho de que tengo novio. Se lo diré hoy, cuando llegue el momento oportuno. Pero, mientras tanto, me siento tan aliviada por haberme descargado que no quiero estropear la diversión.
Sé que estoy siendo egoísta. No obstante, a George parecen interesarle mucho mis historias.
—Puedes utilizar todo ese material cuando escribas —me dijo mientras viajábamos hacia la montaña.
—No puedo —protesté—. Si escribiera algo de eso en The Nutmeg, me echarían del instituto.
—Estás experimentando el dilema de todo escritor. El impulso artístico frente al instinto de proteger a todos aquellos a quienes conoces… y quieres.
—No —le aseguré—. Yo nunca le haría daño a alguien por escribir un artículo. La conciencia no me dejaría vivir después.
—Entrarás en calor en cuanto nos pongamos en movimiento —me dice George.
—Si es que nos ponemos… —le recuerdo. Me asomo por la barandilla del telesilla para echarle un vistazo a la pista que hay más abajo. Se trata de una zona rodeada de pinos en la que varios esquiadores, ataviados con trajes multicolores, surcan la nieve dejando un rastro tras de sí, como si fueran máquinas de coser. Desde este privilegiado observatorio no parecen atletas excepcionales. Si ellos pueden hacerlo, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo?
—¿Estás asustada? —pregunta George.
—No… —respondo con valentía. No obstante, he esquiado un total de tres veces en toda mi vida, y siempre en el patio trasero de Lali.
—Recuerda que debes mantener las puntas de los esquís hacia arriba. Deja que el respaldo del asiento te impulse hacia delante.
—Claro —replico mientras me aferro al costado del telesilla. Estamos casi en la cima, y acabo de admitir que en realidad nunca me había subido a un telesilla con anterioridad.
—Lo único que tienes que hacer es soltarte —dice George con expresión divertida—. Si no lo haces, tendrán que cerrar el elevador y los demás esquiadores se cabrearán mucho.
—No quisiera enfadar a esos conejitos de nieve —murmuro mientras me preparo para lo peor. Pocos segundos después, me deslizo con suavidad por una pequeña colina y el telesilla se queda a mi espalda—. Vaya, no ha sido tan difícil —exclamo mientras me vuelvo hacia George. Justo en ese momento, me caigo.
—No está mal para una principiante —dice George cuando me ayuda a levantarme—. Seguro que aprenderás enseguida. Tengo la impresión de que tienes un talento natural para el esquí.
George es siempre tan amable…
Tomamos primero la pista de los conejitos, donde consigo dominar el arte de la frenada y los giros. Después de un par de curvas, cojo confianza y nos trasladamos a la pista adyacente.
—¿Te gusta? —pregunta George en nuestro cuarto viaje en el telesilla.
—Me encanta —le aseguro—. Es divertidísimo.
—Tú sí que eres divertidísima —dice George. Se inclina para darme un beso y le permito que me dé un pico, aunque me siento despreciable al instante. ¿Qué pensaría Sebastian si me viera aquí con George?
—George… —comienzo a decir, decidida a contarle lo de Sebastian ahora mismo, antes de que esto vaya a más.
Pero él me interrumpe.
—Desde que te conocí, no he dejado de preguntarme a quién me recuerdas. Y por fin lo he descubierto.
—¿A quién? —pregunto muerta de curiosidad.
—A mi tía abuela —contesta con orgullo.
—¿A tu tía abuela? —inquiero con una mueca de indignación—. ¿Tan vieja te parezco?
—No es por tu aspecto. Es por tu espíritu. Ella es una amante de la diversión, como tú. Es de ese tipo personas que atrae a la gente. —Y entonces deja caer la bomba—: Es escritora.
—¿Escritora? —pregunto con voz ahogada—. ¿Una escritora de verdad?
Asiente.
—Fue muy famosa en su época. Pero ahora ya tiene ochenta años…
—¿Cómo se llama?
—No pienso decírtelo —asegura con malicia—. Todavía no. Pero te llevaré a visitarla alguna vez.
—¡Dímelo! —le exijo mientras tiro juguetonamente de su brazo.
—No. Quiero que sea una sorpresa.
Hoy George es una caja de sorpresas. La verdad es que lo estoy pasando muy bien.
—Tengo muchas ganas de que la conozcas. Os vais a llevar de maravilla.
—Yo también tengo muchas ganas de conocerla —añado entusiasmada.
Vaya… Una escritora de verdad. Nunca he conocido a ninguna, con la excepción de Mary Gordon Howard.
Nos apeamos del telesilla y nos detenemos en la parte alta de la pendiente. Echo un vistazo a la pista que se extiende más abajo. Es empinada. Muy empinada.
—Me gustaría ir delante esta vez —señalo agarrando bien mis palos.
—Todo irá bien —me dice él con voz tranquilizadora—. Ve despacio y no realices muchos giros.
Lo hago bastante bien en la parte superior. Pero cuando llegamos a la primera bajada, de pronto me siento aterrorizada. Me detengo, presa del pánico.
—No puedo hacer esto. —Hago una mueca—. ¿Puedo quitarme los esquís y bajar andando?
—Si lo haces, parecerás una cobardica —dice George—. Vamos, niña… Te adelanto. Sígueme, haz lo que yo haga y todo saldrá bien.
George se impulsa hacia delante. Doblo las rodillas y me imagino con muletas… Justo entonces, una mujer pasa a mi lado. Solo veo su perfil de refilón, pero me resulta extrañamente familiar. Luego me fijo en que es increíblemente guapa, con el pelo rubio y largo; lleva puesta una cinta para el cabello de auténtica piel blanca de conejo y un mono de esquiar blanco con estrellas plateadas en el costado. Sin embargo, no soy la única que se ha fijado en ella.
—¡Amelia! —grita George.
La fantástica, la extraordinaria Amelia, que parece haber nacido para anunciar alguna pasta dentífrica fresca y blanqueante, se desliza con suavidad hasta detenerse, se sube las gafas y sonríe de oreja a oreja.
—¡George! —exclama.
—¡Hola! —dice George antes de deslizarse hacia ella.
Se acabó lo de ayudar a la esquiadora discapacitada.
Se acerca a ella, la besa en ambas mejillas, intercambian unas cuantas palabras y luego mira colina arriba.
—¡Carrie! —grita al tiempo que me hace un gesto con la mano—. Ven aquí. Quiero que conozcas a una amiga mía.
—¡Es un placer! —chillo desde lo lejos.
—¡Baja! —grita George.
—No podemos llegar hasta ti, así que será mejor que vengas tú —añade la tal Amelia, que comienza a fastidiarme con su perfección. Resulta evidente que es una de esas expertas que aprendió a esquiar antes de saber andar.
Estoy lista. Flexiono las rodillas y me apoyo en los bastones.
Fantástico. Avanzo directamente hacia ellos. Solo hay un problema: no puedo parar.
—¡Cuidado! —grito. Por algún milagro de la naturaleza, no atropello a Amelia, tan solo rozo las puntas de sus esquís. Sin embargo, sí que me agarro a su brazo para pararme, y en ese momento me caigo y la arrastro encima de mí.
Durante algunos segundos, nos quedamos tumbadas, con nuestras cabezas a escasos centímetros de distancia. Una vez más, tengo la desagradable sensación de que conozco a Amelia. ¿Es una actriz o algo así?
Y luego nos rodea la gente. Lo que nadie te dice acerca de esquiar es que, si te caes, en menos de lo que canta un gallo vendrá mucha gente a rescatarte, siempre esquiadores mucho mejores de lo que tú serás y cargados con todo tipo de consejos. Estoy segura de que dentro de unos instantes vendrá la patrulla de primeros auxilios con una ca milla.
—Estoy bien —insisto—. No ha sido nada.
Amelia se ha levantado, lista para marcharse (al fin y al cabo, solo la han derribado), pero yo, por el contrario, no lo estoy. Estoy paralizada, visualizando otra precipitada caída montaña abajo. Sin embargo, me informan (por suerte para mí) de que uno de mis esquís siguió adelante solo y se estrelló contra un árbol. El esquí tiene una pequeña grieta («¡Mejor el esquí que tu cabeza!», repite George una y otra vez), así que después de todo no tendré que escenificar una típica huida a lo Bradshaw.
Por desgracia, la única forma de bajar la montaña ahora es en camilla. Algo tremendamente humillante y dramático en exceso. Alzo mi mano cubierta por la manopla y me despido de George y de Amelia mientras ellos se bajan las gafas, clavan los bastones en la nieve y se lanzan al abismo.
—¿Has esquiado mucho? —pregunta el tipo de la patrulla de primeros auxilios mientras tensa una correa sobre mi pecho.
—La verdad es que no.
—No deberías estar en la pista intermedia —me reprende—. Aquí le damos mucha importancia a la seguridad. Los esquiadores nunca deberían bajar por zonas que se encuentran por encima de sus posibilidades.
—Es la causa principal de los accidentes —añade un segundo auxiliar—. Has tenido suerte esta vez. Inténtalo de nuevo y no solo te pondrás tú en peligro, sino también a otros esquiadores.
Vale, perdónnnnnn.
Ahora me siento como una auténtica patosa.
George (el leal y bueno de George) está esperándome al final.
—¿Estás bien de verdad? —me pregunta mientras se inclina sobre la camilla.
—Estoy bien. Mi orgullo está algo magullado, pero mi cuerpo parece intacto. —Y, al parecer, listo para más humillaciones.
—Estupendo —dice al tiempo que me agarra del brazo—. Le he dicho a Amelia que nos reuniríamos con ella en el refugio para tomarnos un café irlandés. Es una vieja amiga de Brown. No te preocupes —añade al ver mi expresión—. No puede competir contigo. Es un par de años «más vieja».
Entramos en el refugio, que está calentito y lleno de ruidos, de gente feliz que no deja de brindar por el maravilloso día que han pasado esquiando. Amelia está sentada cerca de la chimenea; se ha quitado la chaqueta, de modo que ahora puede verse el ceñido top plateado que lleva puesto. Además, se ha peinado y se ha pintado los labios, así que parece lista para un anuncio de laca para el cabello.
—Amelia, esta es Carrie —dice George—. Creo que no os había presentado como es debido.
—No, no lo habías hecho —comenta Amelia con calidez mientras estrecha mi mano—. En cualquier caso, no es culpa tuya, Carrie. George nunca debería haberte llevado a esa pista. Es un hombre muy peligroso.
—¿En serio? —pregunto antes de sentarme en una silla.
—¿Recuerdas aquel descenso en piragua? —pregunta ella; luego se gira hacia a mí y añade—: En Colorado. —Y ya está, como si yo debiera estar familiarizada con ese incidente.
—No estabas asustada —insiste George.
—Sí que lo estaba. Estaba muerta de miedo.
—Ni de coña… —George la señala con el dedo índice para enfatizar sus palabras—. Amelia no le teme a nada.
—Eso no es cierto. Tengo miedo de no poder entrar en esa facultad de derecho.
Ay, madre. Así que la tal Amelia es guapa y, además, inteligente.
—¿De dónde eres, Carrie? —pregunta en un intento de introducirme en la conversación.
—De Castlebury. Pero es probable que nunca hayas oído hablar de ese lugar. Es una diminuta ciudad industrial que está cerca del río…
—Bueno, lo sé todo sobre esa ciudad —dice con una sonrisa simpática—. Crecí allí.
De pronto me siento incómoda.
—¿Cómo te apellidas? —pregunta ella con curiosidad.
—Bradshaw —responde George antes de hacerle un gesto al camarero.
Amelia arquea las cejas al reconocer el apellido.
—Soy Amelia Kydd. Creo que tú estás saliendo con mi hermano.
—¿Eh? —pregunta George, que deja de mirar a Amelia para concentrarse en mí.
Me sonrojo hasta las orejas.
—¿Sebastian? —pregunto con voz ronca. Recuerdo a Sebastian hablando sobre una hermana mayor y sobre lo fantástica que era, pero se suponía que estaba en la universidad, en California.
—No deja de hablar de ti.
—¿De verdad? —murmuro.
Miro de reojo a George. Está pálido como la cera, salvo por las dos manchas rojas de sus mejillas.
Me ignora deliberadamente.
—Quiero saber todo lo que has hecho desde la última vez que te vi —le dice a Amelia.
Estoy empapada en sudor. Ojalá me hubiera roto la pierna, después de todo.
Hacemos el viaje de vuelta a casa en silencio.
Sí, debería haberle dicho a George que tengo novio. Debería habérselo dicho la primera vez que cenamos juntos. Pero luego detuvieron a Dorrit y no hubo tiempo. Debería habérselo dicho por teléfono, pero, admitámoslo, me estaba ayudando mucho con lo de escribir y no quería fastidiarlo. Y debería habérselo dicho hoy, pero nos hemos encontrado con Amelia, que resulta que es la hermana de Sebastian. Supongo que podría argumentar que no es del todo culpa mía, ya que George nunca me ha preguntado si tenía novio o no. Sin embargo, quizá no haya necesidad de preguntarle a una persona si tiene pareja cuando acepta salir contigo… varias veces. Tal vez lo de los novios sea como una especie de código de honor: si estás comprometido, tu deber moral es hacérselo saber a la otra persona de inmediato.
El problema es que la gente no siempre sigue las reglas.
¿Cómo voy a explicarle esto a George? ¿Y qué pasará con Sebastian? Me he pasado la mayor parte del tiempo preocupada por la posibilidad de que Sebastian me engañe, y sin embargo a quien debía temer era a mí misma.
Echo una ojeada a George. Tiene el ceño fruncido y mira al frente como si su vida dependiera de ello.
—George… —digo con tristeza—, lo siento muchísimo, de verdad. Pensaba decírtelo…
—Lo cierto es que yo también salgo con otras mujeres —asegura con frialdad.
—Vale.
—Pero no me gusta que me pongan en una situación que me hace quedar como un imbécil.
—No eres ningún imbécil. Y me gustas, de verdad…
—Pero te gusta más Sebastian Kydd —añade con sequedad—. No te preocupes. Lo entiendo.
Llegamos al camino de entrada a mi casa.
—¿Podemos seguir siendo amigos al menos? —le suplico en un último esfuerzo por enmendar la situación.
Él no aparta la mirada del frente.
—Por supuesto, Carrie Bradshaw. Voy a proponerte una cosa: ¿por qué no me das un toque cuando Sebastian y tú rompáis? Tu pequeña aventura con Sebastian no durará mucho. Puedes estar segura de ello.
Durante un instante permanezco inmóvil, dolida.
—Si quieres que las cosas sean así, pues vale. Pero yo no pretendía hacerte daño. Y ya he dicho que lo siento. —Estoy a punto de salir del coche cuando él me agarra de la muñeca.
—Lo siento, Carrie —dice súbitamente arrepentido—. No quería ser tan desagradable. Pero sabes por qué echaron a Sebastian del otro colegio, ¿no?
—¿Por vender drogas? —pregunto con rigidez.
—Ay, Carrie… —Deja escapar un suspiro—. Sebastian no tiene agallas para ser un camello. Lo echaron por copiar.
No digo nada. De pronto me siento furiosa.
—Gracias, George —le digo antes de salir del coche—. Gracias por un día tan maravilloso.
Me quedo en pie en el camino de acceso, observándolo mientras se aleja. Supongo que no iré a ver a George a Nueva York, después de todo. Y está claro que no conoceré a su tía abuela, la escritora. Quienquiera que sea.
Dorrit sale de casa y se acerca a mí.
—¿Adónde va George? —pregunta en tono lastimero—. ¿Por qué no ha entrado?
—Creo que no volveremos a ver a George Carter —le aseguro con una mezcla de pena y alivio.
Dejo a Dorrit en la entrada, muy decepcionada al parecer.