La clase de cálculo
—¿Quién sabe cuál es la diferencia entre el cálculo integral y el cálculo diferencial?
Andrew Zion levanta la mano.
—¿No tiene algo que ver con la forma en que se utilizan las diferenciales?
—Muy listo —dice el señor Douglas, el profesor—. ¿Alguien tiene otra teoría?
La Rata levanta la mano.
—En el cálculo diferencial se toma un pequeño punto infinitesimal y se calcula el tipo de cambio de una variable a otra. En el cálculo integral, se toma un pequeño elemento diferencial y se integra desde el límite inferior hasta otro límite. Así se combinan todos esos pequeños puntos infinitesimales en una cantidad más grande.
Vaya, pienso. ¿Cómo demonios sabe eso la Rata?
Nunca aprobaré este curso. Será la primera vez que me fallen las matemáticas. Desde que era una cría, las matemáticas han sido una de mis asignaturas más fáciles. Hacía todos los deberes y siempre sacaba sobresalientes en los exámenes sin apenas tener que estudiar. Sin embargo, ahora tendré que estudiar si quiero sobrevivir.
Estoy aquí sentada, preguntándome si lograré aprobar el curso cuando de repente llaman a la puerta. Sebastian Kydd entra en el aula vestido con un viejo polo azul marino. Tiene los ojos de color avellana rodeados de abundantes pestañas, y su cabello muestra reflejos de color rubio oscuro debidos al agua del mar y al sol. Su nariz, algo torcida, como si le hubieran dado un puñetazo en una pelea y no se la hubieran arreglado, es lo único que lo salva de ser demasiado guapo.
—Ah, señor Kydd, me preguntaba cuándo pensaba aparecer —comenta el señor Douglas.
Sebastian le sostiene la mirada sin amilanarse.
—Debía encargarme de unas cosas primero.
Le echo un vistazo escondida detrás de mi mano. Este sí que es de otro planeta… un planeta en el que todos los humanos están perfectamente formados y tienen un pelo increíble.
—Siéntese, por favor.
Sebastian observa toda el aula y su mirada se detiene en mí. Se fija en mis botas blancas de gogó antes de levantar la vista hasta mi falda a cuadros azul claro y mi suéter de cuello vuelto sin mangas. Luego me mira a la cara, que ya está en llamas. La comisura de su boca se eleva en un gesto divertido, para luego expresar confusión y, por último, indiferencia. Toma asiento al fondo de la clase.
—Carrie —dice el profesor Douglas—, ¿podrías decirme cuál es la ecuación básica para el movimiento?
Gracias a Dios que aprendí esa ecuación el año pasado. La recito como un lorito:
—X elevada a la quinta potencia por Y elevada a la décima potencia menos un número entero aleatorio conocido generalmente como N.
—Correcto —contesta el señor Douglas. Escribe otra ecuación en la pizarra, se aparta un poco y mira directamente a Sebastian.
Me llevo la mano al pecho para controlar el martilleo de mi corazón.
—Señor Kydd —dice—, ¿podría decirme qué representa esta ecuación?
Renuncio a seguir con la timidez. Me doy la vuelta para observarlo.
Sebastian se reclina contra el respaldo de la silla y da golpecitos con el bolígrafo sobre el libro de cálculo. Su sonrisa parece tensa, co mo si no conociera la respuesta o la supiera y no pudiera creer que hubiera alguien lo bastante estúpido para preguntarla.
—Representa el infinito, señor. Pero no el viejo infinito, sino la clase de infinito que se encuentra en un agujero negro.
Me mira y me guiña un ojo.
Vaya… Eso sí que es un agujero negro, sin duda.
—Sebastian Kydd está en mi clase de cálculo —le susurro a Walt cuando me coloco a su lado en la fila de la cafetería.
—Por Dios, Carrie —replica Walt, que pone los ojos en blanco—. Tú también no, por favor. Todas las chicas de este instituto hablan de Sebastian Kydd. Incluida Maggie.
El almuerzo consiste en pizza… la misma pizza que nuestro instituto lleva años sirviendo, la que sabe a vómito y debe de ser el resultado de alguna receta secreta del sistema educativo. Cojo una bandeja y después una manzana y un trozo de tarta de merengue de limón.
—Pero Maggie sale contigo.
—Intenta decirle eso a ella.
Llevamos nuestras bandejas hasta la mesa de siempre. El grupo VIP se sienta en el lado opuesto de la cafetería, cerca de las máquinas expendedoras. Puesto que somos alumnos de último año, deberíamos haber reclamado una mesa junto a la suya, pero Walt y yo decidimos hace mucho tiempo que el instituto se parece muchísimo a la India (un perfecto ejemplo del sistema de castas) y juramos no participar nunca, así que no hemos cambiado de mesa. Por desgracia, al igual que tantas otras protestas contra la aplastante marea de la naturaleza humana, la nuestra ha pasado totalmente desaperci bida.
La Rata se une a nosotros, y Walt y ella comienzan a hablar sobre latín, una asignatura que a ambos se les da mejor que a mí. Luego se acerca Maggie. Maggie y la Rata se llevan bien, pero la Rata dice que nunca querría intimar demasiado con Maggie porque es demasiado emocional. A mí me parece que la emotividad excesiva resulta interesante, ya que te distrae de tus propios problemas. Está claro que Maggie está a punto de echarse a llorar.
—Acabo de ir al despacho de la orientadora educativa… otra vez. ¡La tía me ha dicho que mi suéter era demasiado atrevido!
—Eso es indignante —replico.
—A mí me lo vas a decir… —asegura Maggie mientras se cuela entre Walt y la Rata—. Esa mujer me odia. Le he dicho que aquí no había ninguna regla a la hora de vestir, y que no tenía derecho a decirme lo que debo ponerme o lo que no.
La Rata me mira a los ojos y se ríe por lo bajo. Lo más probable es que esté recordando lo mismo que yo: la vez que enviaron a casa a Maggie desde el campamento de las girl scouts porque llevaba el uniforme demasiado corto. Vale, eso fue hace siete años, pero, cuando vives en la misma ciudad pequeña de siempre, recuerdas ese tipo de cosas.
—¿Y qué te ha dicho ella? —le pregunto.
—Que no me enviará a casa por esta vez, pero que si vuelve a verme con este suéter me expulsará temporalmente.
—Es una zorra —comenta Walt para sacarle importancia.
—¿Cómo puede discriminar a alguien por un suéter?
—Quizá debamos presentar una queja al consejo escolar. Hacer que la despidan —señala la Rata. Estoy segura de que no pretendía parecer sarcástica, pero lo ha sido un poco.
Maggie estalla en lágrimas y sale corriendo hacia el lavabo de chicas.
Walt echa un vistazo alrededor de la mesa.
—Bueno, cabroncetas, ¿quién de vosotras piensa ir tras ella?
—¿Ha sido por algo que he dicho? —inquiere la Rata con aire inocente.
—No. —Walt suelta un suspiro—. Todos los días hay alguna crisis.
—Yo iré. —Le doy un mordisco a la manzana y voy tras ella.
Empujo las puertas de la cafetería con todas mis fuerzas.
Y me doy de bruces contra Sebastian Kydd.
—¡Vaya! —exclama—. ¿Dónde está el fuego?
—Lo siento —murmuro.
De pronto vuelvo atrás en el tiempo, a la época en que tenía doce años.
—¿Esto es la cafetería? —pregunta antes de señalar las puertas oscilantes. Se asoma por el pequeño cuadro de cristal de una de ellas—. Tiene una pinta asquerosa. ¿Hay algún lugar fuera del campus donde se pueda comer?
¿Fuera del campus? ¿Desde cuándo el Instituto Castlebury tiene un campus? ¿Me está preguntando si quiero comer con él? No, no es posible. A mí no. Aunque tal vez no recuerde que me conoce de antes.
—Hay una hamburguesería calle arriba. Pero hay que ir en coche.
—Tengo coche —asegura.
Y nos quedamos inmóviles, mirándonos el uno al otro. Noto que otros chicos pasan a nuestro lado, pero no los veo.
—Vale, gracias —dice.
—De nada. —Asiento al recordar a Maggie.
—Nos vemos —dice antes de alejarse.
Regla número uno: ¿por qué la única vez que un chico mono habla contigo tienes que ayudar a una amiga en crisis?
Entro a la carrera en el servicio de chicas.
—¿Maggie? No vas a creerte lo que acaba de ocurrir. —Miro bajo las puertas y veo sus zapatos en el compartimento que está justo al lado de la pared—. ¿Mags?
—Me siento totalmente humillada —lloriquea.
Regla número dos: las mejores amigas que se sienten humilladas siempre son más importantes que los chicos monos.
—Vamos, Mags, no puedes dejar que te afecte tanto lo que digan otras personas. —Sé que eso no sirve de mucha ayuda, pero mi padre lo dice todo el tiempo y es lo único que se me ocurre por el momento.
—¿Y cómo se supone que puedo lograrlo?
—Mirando a todo el mundo como si fuera un chiste con patas. Venga, Mags. Sabes que el instituto es una ridiculez. En menos de un año nos habremos largado de aquí, y nunca volveremos a ver a ninguna de estas personas.
—Necesito un cigarrillo —asegura Maggie con un gruñido.
La puerta se abre y entran las dos Jen. Jen S. y Jen P. son animadoras, y forman parte del grupo VIP. Jen S. tiene el pelo liso y oscuro y parece una bonita y pequeña albóndiga. Jen P. era mi mejor amiga en tercero. Era bastante simpática, hasta que empezamos el instituto y decidió ascender en la escala social. Se pasó dos años acudiendo a un gimnasio para poder convertirse en una animadora; incluso salió con el mejor amigo de Tommy Brewster, que tiene unos dientes de caballo. No sé si sentir lástima por ella o admirar su férrea determinación. El año pasado sus esfuerzos dieron fruto y fue aceptada por fin en la panda VIP, lo cual significa que ahora apenas me habla.
Por alguna razón, hoy sí piensa hacerlo, porque, cuando me ve, exclama «¡Hola!», como si todavía fuéramos buenas amigas.
—¡Hola! —contesto con el mismo falso entusiasmo.
Jen S. me saluda con la cabeza mientras ella y su tocaya sacan las barras de labios y las sombras de ojos de sus bolsos. Una vez oí a Jen S. decirle a otra chica que, si una quiere conseguir a los chicos, debe tener un «sello» distintivo. Al parecer, para Jen S., eso consiste en una gruesa franja de lápiz de ojos azul oscuro sobre el párpado superior. Imagínate…
Se inclina hacia el espejo para asegurarse de que su lápiz de ojos sigue intacto mientras Jen P. se vuelve hacia mí.
—¿Sabes quién ha vuelto al Instituto Castlebury?
—¿Quién?
—Sebastian Kydd.
—¿En seeerio? —Miro hacia el espejo y me froto un ojo, fingiendo que se me ha metido algo dentro.
—Yo quiero salir con él —asegura con toda la confianza en sí misma del mundo—. Por lo que he oído, sería un novio perfecto para mí.
—¿Por qué quieres salir con alguien a quien ni siquiera conoces?
—Porque sí. No necesito ninguna razón.
—Los chicos más guapos de toda la historia del Instituto Castlebury —dice Jen S., como si estuviera haciendo uno de esos bailecitos de las animadoras.
—¡Jimmy Watkins!
—¡Randy Sandler!
—¡Bobby Martin!
Jimmy Watkins, Randy Sandler y Bobby Martin formaban parte del equipo de fútbol cuando nosotras estábamos en segundo. Todos se graduaron hace al menos dos años.
¿A quién le importa?, me gustaría gritar.
—Sebastian Kydd —añade Jen S.
—Uno de los miembros del Salón de la Fama, eso seguro. ¿No estás de acuerdo, Carrie?
—¿Quién? —pregunto solo para fastidiarla.
—Sebastian Kydd —responde Jen P. malhumorada mientras ella y Jen S. salen por la puerta.
—¿Maggie? —pregunto.
Ella odia a las dos Jen, y no saldrá hasta que se hayan ido del baño.
—¿Se han ido? Gracias a Dios. —Maggie abre la puerta del compartimento y se dirige al espejo. Se pasa un peine por el pelo—. No puedo creer que Jen P. crea que va a conseguir a Sebastian Kydd. Esa chica no tiene ningún sentido de la realidad. Bueno, ¿qué ibas a decirme?
—Nada —respondo, harta ya de Sebastian.
Si oigo a alguien más mencionar su nombre, me pego un tiro.
—¿Qué pasa con Sebastian Kydd? —pregunta la Rata minutos después. Estamos en la biblioteca, intentando estudiar algo.
—¿Qué pasa con él?
Subrayo una ecuación en amarillo mientras pienso en lo inútil que es subrayar. Te hace creer que aprendes algo, pero en realidad solo aprendes a utilizar el rotulador fluorescente.
—Te guiñó un ojo. En clase de cálculo.
—¿Eso hizo?
—Bradley —dice la Rata con expresión incrédula—, no irás a decirme que no te diste cuenta…
—¿Cómo iba a saber que me guiñaba un ojo a mí? Quizá se lo guiñara a la pared.
—¿Cómo sabemos que el infinito existe? No es más que una teoría. Y creo que deberías salir con él —insiste—. Es mono, y listo. Sería un buen novio.
—Es lo que todas las chicas del instituto piensan. Y eso incluye a Jen P.
—¿Y qué? Tú también eres guapa e inteligente. ¿Por qué no ibas a poder salir con él?
Regla número tres: las mejores amigas siempre creen que te mereces al mejor tipo, incluso cuando el mejor tipo apenas sabe que existes.
—¿Porque es probable que a él solo le gusten las anima doras?
—Vaya un argumento, Bradley. Ni siquiera sabes si eso es verdad. —Y luego adopta una expresión soñadora, apoyando la barbilla sobre su mano—. Los tíos son una caja llena de sorpresas.
Esa expresión soñadora no es propia de la Rata. Ella tiene un montón de amigos, pero siempre ha sido demasiado práctica para enamorarse de nadie.
—¿Qué significa eso? —le pregunto intrigada por la nueva Rata que tengo delante de mí—. ¿Has descubierto a algún chico asombroso últimamente?
—A uno —contesta.
Y regla número cuatro: las mejores amigas también pueden ser una caja llena de sorpresas.
—Bradley… —Se queda callada un momento—. Tengo novio.
¡¿Qué?! Me ha dejado tan pasmada que no puedo decir nada. La Rata nunca ha tenido novio. Ni siquiera ha tenido una auténtica cita con nadie.
—Es bastante apañado —señala.
—¿Apañado? ¿Has dicho «apañado»? —pregunto en cuanto recupero la voz—. ¿Quién es? Quiero saberlo todo sobre ese chico tan «apañado».
La Rata suelta una risilla nerviosa, algo que tampoco es propio de ella en absoluto.
—Lo conocí este verano. En el campamento.
—Ajá. —Me siento bastante desconcertada, y también algo dolida, por no haber oído hablar de ese misterioso novio de la Rata antes, pero, pensándolo bien, es lógico. Nunca veo a la Rata durante el verano, ya que ella siempre se va a un campamento especial del gobierno en Washington.
Y de pronto me siento feliz por ella. La abrazo antes de empezar a dar saltitos como una niña pequeña el día de Navidad. No sé por qué me parece tan buena noticia. No se trata más que de un estúpido novio. Pero aun así…
—¿Cómo se llama?
—Danny. —Sonríe con la mirada perdida, como si estuviera viendo alguna película secreta en el interior de su cabeza—. Es de Washington. Fumamos hierba juntos y…
—Espera un momento. —Levanto las manos—. ¿Hierba?
—Mi hermana Carmen me habló de ella. Dice que te relaja antes del sexo.
Carmen tiene tres años más que la Rata y es la chica más primorosa que te puedas imaginar. Lleva medias en verano, no te digo más.
—¿Y qué tiene que ver Carmen contigo y con Danny? ¿Carmen fuma porros? ¿Carmen mantiene relaciones sexuales?
—Oye, Bradley, incluso la gente lista mantiene relaciones sexuales.
—Eso significa que nosotras deberíamos mantenerlas.
—Habla por ti.
¿Eh? Cojo el libro de cálculo de la Rata y lo cierro de golpe.
—Vamos a ver, Rata, ¿de qué estás hablando? ¿Has mantenido relaciones sexuales?
—Sí —responde al tiempo que asiente, como si no fuera nada del otro mundo.
—¿Cómo puede ser que hayas practicado sexo y yo no lo haya hecho? Se supone que eres una empollona. Se supone que debes descubrir una cura para el cáncer, no acostarte con un tío en la parte trasera de un coche en medio de una nube de marihuana.
—Lo hicimos en el sótano de sus padres —dice la Rata antes de recuperar su libro.
—¿En serio? —Intento imaginarme a la Rata desnuda sobre el catre de un chico en un sótano húmedo. No consigo hacerlo—. ¿Y qué tal?
—¿El sótano?
—¡El sexo! —exclamo en un susurro, aunque siento ganas de decirlo gritando para hacer que la Rata vuelva a la tierra.
—Ah, eso. Estuvo bien. Muy divertido. Pero se trata de esa clase de cosas en las que tienes que esforzarte. No puedes ponerte a ello sin más. Hay que experimentar.
—¿De verdad? —Entorno los párpados con suspicacia. No sé muy bien cómo tomarme estas noticias. Este verano, mientras yo escribía un estúpido relato para intentar ingresar en un estúpido programa, la Rata perdía su virginidad—. ¿Y cómo supiste cómo hacerlo, para empezar?
—Leí un libro. Mi hermana me dijo que todo el mundo debería leer un manual de instrucciones antes de hacerlo, para saber lo que se debe esperar. De lo contrario, puede resultar una decepción terrible.
Frunzo el ceño mientras intento añadir un libro sobre sexo a la imagen de la Rata y ese tal Danny haciéndolo en el sótano de sus padres.
—¿Crees que vais a… seguir juntos?
—Claro que sí —responde la Rata—. Danny va a ir a Yale, como yo. —Sonríe y vuelve a observar su libro de cálculo, como si ya estuviera todo dicho.
—Puf… —Cruzo los brazos.
Pero supongo que tiene sentido. La Rata es tan organizada que habrá resuelto su vida romántica cuando cumpla los dieciocho.
Yo, sin embargo, no tengo nada que resolver.