Los círculos están para romperlos
—¿Qué te parece? —le pregunto a la Rata mientras doy golpecitos en la mesa con el bolígrafo.
—¿Lo de atacar a Donna LaDonna en tu primer artículo para The Nutmeg? Arriesgado, Bradley. Sobre todo, porque todavía no te has acercado a ella.
—No será porque no lo haya intentado —protesto, aunque eso no es del todo cierto.
La seguí durante un tiempo, pero en realidad no intenté enfrentarme a ella. Lo que hice fue conducir hasta su casa tres veces. Los LaDonna viven en lo alto de la colina, en una enorme y horrorosa casa nueva. El edificio tiene dos columnas, una pared de ladrillos, una pared de estuco y otras dos de madera, como si la persona que diseñó la casa no acabara de entender lo que querían los dueños y al final decidiera utilizarlo todo. Igual que Donna hace con los chicos, supongo.
Dos de las veces la casa estaba desierta, pero, a la tercera, vi salir a Tommy Brewster, seguido de cerca por Donna. Justo antes de subirse al coche, Tommy se inclinó hacia ella, como si intentara besarla, pero ella lo empujó con el dedo índice y se echó a reír. Tommy no había abandonado aún el camino de acceso cuando apareció otro coche (un Mercedes azul), del que salió un chico realmente guapo que pasó junto a Tommy y rodeó la cintura de Donna con el brazo. Ambos entraron en la casa sin volver la vista atrás.
Está claro que Donna lleva una vida de lo más interesante en lo que a chicos se refiere.
—¿Por qué no empiezas con algo menos polémico que Donna LaDonna? —pregunta ahora la Rata—. Espera a que la gente se acostumbre a que escribas para el periódico.
—Pero si no escribo sobre Donna, no tengo nada sobre lo que escribir —protesto. Pongo el pie sobre la mesa e inclino mi silla hacia atrás—. Lo mejor de Donna es que todo el mundo le tiene miedo. Bueno, ¿qué otra cosa en el instituto inspira esa clase de temor generalizado?
—Las pandillas, los círculos de amigos.
—¿Las pandillas? Nosotros ni siquiera tenemos una pandilla.
—Puede que sí, ya que llevamos saliendo con la misma gente durante los últimos diez años.
—Siempre he creído que éramos el perfecto ejemplo de la antipan dilla.
—Una antipandilla es también una pandilla, ¿no crees? —pregunta la Rata.
—Puede que eso sea una buena historia —murmuro mientras me reclino aún más en la silla. Cuando estoy casi en posición perpendicular, se me resbalan las piernas y me caigo al suelo, tirando varios libros conmigo. Aterrizo con la silla y me golpeo en la cabeza, y, cuando miro a mi alrededor, veo que la pequeña Gayle está inclinada sobre mí.
Alguien tiene que hablarle a esta chica sobre el Clearasil.
—¿Carrie? —pregunta con voz ahogada—. ¿Te encuentras bien? —Mira a su alrededor con expresión asustada mientras recoge varios libros del suelo—. Será mejor que te levantes antes de que te vea la bibliotecaria. Si te descubre, te echará de aquí.
La Rata estalla en carcajadas.
—No lo entiendo —dice Gayle, que rodea con los brazos una pila de libros. Sus ojos están llenos de lágrimas.
—Cielo —le digo—, no nos estamos riendo de ti. Lo que pasa es que somos alumnas de último año, así que no nos importa que la bibliotecaria nos eche.
—Si lo intenta, es probable que le enseñemos el dedo —añade la Rata mientras levanta el dedo corazón a modo de ejemplo. Nos miramos la una a la otra con una sonrisa de desdén.
—Ah, bueno. —Gayle se muerde el labio inferior en un gesto de nerviosismo.
Separo la silla que hay a mi lado.
—Siéntate.
—¿En serio?
—Esta es Roberta Castells —digo mientras Gayle se sienta con recelo—. También conocida como «Súper Ratón», o la Rata, para abreviar.
—Hola —saluda Gayle con timidez—. Lo sé todo sobre ti. Eres una leyenda. Dicen que eres la chica más inteligente del instituto. Ojalá yo pudiera ser así. La más inteligente. Porque sé que jamás llegaré a ser la más guapa.
Las dos Jen entran en la biblioteca, olisqueando el aire como si fueran sabuesos. Nos ven y se sientan a dos mesas de distancia.
—¿Ves a esas chicas? —Le señalo a las dos Jen con la cabeza—. ¿Crees que son guapas?
—¿Las dos Jen? Sí, creo que sí.
—Ahora —le digo—. Son guapas ahora. Pero dentro de dos años…
—Parecerán muy, muy viejas. Parecerá que tienen cuarenta años —dice la Rata.
La pequeña Gayle se tapa la boca con la mano.
—¿Por qué? ¿Qué les ocurrirá?
—Alcanzarán su punto álgido en el instituto —le explico.
—¡¿Qué?!
—Es cierto —conviene la Rata, que asiente—. Y después del instituto, todo irá a peor. Niños. Maridos infieles. Trabajos sin futuro. No hay que alcanzar el punto álgido en el instituto. Si lo haces, el resto de tu vida será un desastre.
—Nunca me lo había planteado así… —Mira a las dos Jen como si fueran alienígenas abominables de otro planeta.
—Hablando del tema —comienzo a decir—, ¿qué otra cosa detestas del instituto?
—Humm… ¿La comida?
—Eso no es lo bastante bueno. Las historias sobre la cafetería resultan aburridas. Y tampoco puedes elegir a Donna LaDonna.
—Supongo que entonces me decantaré por las pandillas.
—Las pandillas… —Asiento y miro a la Rata con una ceja enarcada—. ¿Por qué?
—Porque hacen que la gente se sienta insegura. Como si siempre supieras que no estás en una de esas pandillas porque esa gente no te habla. Y a veces, cuando formas parte de una pandilla, es como estar en El señor de las moscas: siempre te preguntas quién será el próximo al que asesinarán. —Se cubre la boca con la mano una vez más—. ¿He hablado demasiado?
—No, no. Continúa. —Cojo mi cuaderno, lo abro por una página en blanco y empiezo a garabatear.
—Así que esta historia que estoy escribiendo para The Nutmeg está saliendo muy bien —comento mientras saco del horno una remesa de galletas con trocitos de chocolate.
Sebastian pasa otra página de la revista Time.
—¿De qué trata?
Ya se lo he dicho al menos una docena de veces.
—De las pandillas. He entrevistado a alrededor de diez personas hasta ahora, y he conseguido historias de lo más interesantes.
—Hummm… —dice Sebastian, que no parece estar interesado lo más mínimo.
De todas formas, insisto.
—Walt dice que aunque las pandillas ofrecen protección, también pueden truncar el desarrollo personal. ¿Qué opinas?
—Lo que opino —dice Sebastian sin apartar los ojos de la revista— es que Walt tiene secretos.
—¿Qué clase de secretos?
—¿De verdad te importa? —Me mira por encima del borde de sus gafas de lectura Ray-Ban. Siempre que Sebastian se pone esas gafas se me derrite el corazón. Porque me recuerdan que no es perfecto. Su visión no es perfecta. Y eso es genial.
—Por supuesto que sí.
—Entonces confía en mí y déjalo estar —dice antes de volver a concentrarse en la revista.
Saco las galletas calentitas del molde y las coloco con cuidado sobre una bandeja. Coloco la bandeja delante de Sebastian y me siento frente a él. Mi chico coge una con aire distraído y le da un mordisco.
—¿Qué lees? —pregunto.
—Otro artículo sobre la recesión económica —contesta mientras pasa la página—. No tiene sentido buscar trabajo ahora, eso seguro. Diablos, lo más probable es que no tenga sentido ir a la universidad. Todos estamos condenados a vivir en el sótano de nuestros padres durante el resto de nuestra vida.
Le agarro la muñeca con un movimiento repentino.
—¿Qué sabes sobre Walt?
—Lo he visto. —Se encoge de hombros.
—¡¿Dónde?!
—En un lugar que no conoces y que no querrías conocer.
¿De qué está hablando?
—¿Qué clase de lugar?
Se quita las gafas.
—Olvídalo. Estoy aburrido. Vayamos al Fox Run.
—Yo no estoy aburrida. Quiero que me digas lo de Walt.
—Y yo no quiero hablar sobre ello —dice al tiempo que se pone en pie.
Pufff… Cojo una galleta y me meto la mitad en la boca.
—No puedo ir al centro comercial. Tengo que trabajar en mi artículo. —Al ver que parece extrañado, añado—: El artículo para The Nutmeg.
Se encoge de hombros.
—Como quieras. Pero no pienso quedarme aquí sentado mientras escribes.
—Es que quiero que sea un buen artículo…
—Vale —dice él—. Te veo luego.
—¡Espera! —Cojo mi abrigo y corro tras él.
Sebastian me rodea la cintura con el brazo y hacemos un curioso bailecillo que inventamos una noche en The Emerald. No dejamos de hablar hasta que llegamos al coche.
Sin embargo, cuando abandonamos el camino de acceso, vuelvo la vista hacia la casa y me siento embargada por una terrible sensación de culpabilidad. No debería estar haciendo esto. Debería trabajar en mi artículo. ¿Cómo llegaré a ser escritora si no tengo disciplina?
No obstante, Lali tiene un nuevo trabajo en el centro comercial, en The Gap, y, si dejo solo a Sebastian, seguro que se pasa a verla y acaban juntos de nuevo, sin mí. Me siento mal por no confiar en Lali y Sebastian, pero últimamente los dos se han hecho cada vez más coleguitas. Siempre que los veo bromear o chocar las manos, tengo un mal presentimiento. Es como el tictac de un reloj que se aleja cada vez más hasta que deja de sonar… y solo queda el silencio.
Cynthia Viande se encuentra en la tarima del salón de actos y sostiene un ejemplar de The Nutmeg.
—Y esta semana tenemos un artículo de Carrie Bradshaw sobre las pandillas.
Se produce una ronda de aplausos poco entusiasta y todo el mundo se pone en pie.
—Has tenido tu parte, Bradley. Felicidades —dice la Rata mientras se acerca a toda prisa.
—Me muero de ganas de leerlo… —murmuran unos chicos que pasan cerca antes de poner los ojos en blanco.
—Contenta de que se haya acabado, ¿eh? —nos interrumpe Sebastian, que le guiña un ojo a la Rata.
—¿A qué te refieres? —pregunto.
—A lo de The Nutmeg —le dice a la Rata—. ¿No te ha fastidiado con esa interminable lista de preguntas de reportera?
La Rata parece sorprendida.
—No.
Me ruborizo a causa de la vergüenza.
—De todas formas, ya se ha acabado —dice Sebastian sonriendo.
La Rata me mira con extrañeza, pero yo me encojo de hombros, como si dijera: «¿Qué se puede esperar de los chicos…?».
—Bueno, a mí me ha parecido genial —dice la Rata.
—Aquí viene —grita Maggie—. Aquí llega nuestra estrella.
—Ay, venga, Mags. Solo fue un estúpido artículo para The Nutmeg. —No obstante, me siento halagada.
Tomo asiento a su lado en la mesa de picnic del granero. El suelo está congelado y hay una humedad fría en el ambiente que durará meses. Llevo un gorro de lana que termina en un pompón. Maggie, que se enfrenta al invierno fingiendo que no existe y se niega a llevar gorro y guantes salvo cuando esquía, se frota las manos mientras se fuma un cigarrillo que comparte con Peter. Lali lleva unas botas de obrero de la construcción, que al parecer hacen furor.
—Dame una calada de ese cigarrillo —le dice Lali a Maggie. Algo de lo más extraño, porque Lali rara vez fuma.
—El artículo es bueno —dice Peter a regañadientes.
—Todo lo que hace Carrie es bueno —señala Lali. El humo sale por los agujeros de su nariz—. ¿No es cierto? Carrie siempre tiene que tener éxito.
¿Se muestra hostil de manera intencionada? ¿O solo es la de siempre? No lo sé.
Me está mirando con expresión desafiante, como si me retara a descubrirlo.
—No siempre tengo éxito —replico. Saco uno de los cigarrillos del paquete de la madre de Maggie. Según parece, la madre de Maggie ya no quiere dejarlo—. De hecho, suelo fracasar —le aseguro tratando de bromear. Enciendo el cigarrillo y le doy una calada. Mantengo el humo retenido en la boca y exhalo unos cuantos aros perfectos—. Pero de vez en cuando tengo un poco de suerte.
—Vamos… —dice Lali con tono escéptico—. Escribes para The Nutmeg, tienes alrededor de cuatro trofeos de salto de trampolín y le robaste Sebastian a Donna LaDonna. A mí me parece que siempre consigues lo que quieres.
Por un momento se produce un silencio incómodo.
—A mí no me da esa impresión —dice la Rata—. ¿Alguno de nosotros consigue alguna vez lo que quiere?
—Tú sí —responde Maggie—. Y también Peter.
—Y Lali. Y tú también, Maggie —insisto—. Además, no puede decirse que le robara Sebastian a Donna LaDonna. Él me dijo que no estaba saliendo con ella. Y aunque saliera con ella… bueno, esa tía no es amiga mía ni nada de eso. No le debo nada.
—Prueba a decirle eso a ella —dice Lali con una sonrisa burlona mientras aplasta el cigarrillo con la bota.
—¿A quién le importa Donna LaDonna? —pregunta Maggie en voz alta. Mira a Peter—. Estoy harta de ella. No quiero que nadie vuelva a pronunciar su nombre nunca más.
—De acuerdo —dice Peter de mala gana.
—Vale —añado.
Peter aparta la mirada mientras se enciende un cigarrillo y luego se vuelve hacia mí.
—Bueno, sabrás que la señora Smidgens espera que escribas otra historia para el periódico, ¿no?
—Me parece bien.
—¿Sobre qué piensas escribir? —pregunta Lali. Coge otro cigarrillo del paquete, lo mira y se lo coloca detrás de la oreja.
—Supongo que ya se me ocurrirá algo —respondo.
Me pregunto una vez más por qué se comporta de esa manera tan extraña.