17

Publicidad engañosa

¡Walt! —grito antes de alcanzarlo en el pasillo. Se detiene y se aparta un mechón de cabello de la frente. Tiene el pelo un poco más largo de lo habitual y está sudando un poco.

—¿Dónde estuviste el sábado por la noche? Todos te esperábamos en la fiesta de Lali.

—No pude ir —contesta.

—¿Por qué? ¿Qué otra cosa tenías que hacer en una ciudad como esta? —Intento que suene como una broma, pero Walt no se lo toma co mo tal.

—Lo creas o no, tengo amigos.

—¿En serio?

—Hay una vida fuera del Instituto Castlebury.

—Vamos… —le digo antes de darle un pequeño golpe con el codo—. Solo bromeaba. Te echamos de menos.

—Sí, yo también os eché de menos —asegura mientras se cambia los libros de una mano a otra—. Tuve que aceptar un turno extra en la hamburguesería. Lo que significa que tendré que pasarme todo el tiempo libre estudiando.

—Menudo rollo… —Hemos llegado a la sala de profesores, así que me detengo antes de entrar—. ¿Va todo bien, Walt? ¿De verdad?

—Claro que sí —responde—. ¿Por qué lo preguntas?

—No lo sé.

—Nos vemos —dice. Y cuando se aleja, me doy cuenta de que miente… sobre lo del turno extra en la hamburguesería, por lo menos. Llevé allí a Missy y a Dorrit dos noches el último fin de semana y Walt no estaba trabajando ninguna de ellas.

Hay que descubrir lo que le pasa a Walt, pienso, mientras tomo una nota mental y abro la puerta de la sala de profesores.

Dentro están la señora Smidgens, la asesora de The Nutmeg, y la señora Pizchiek, que enseña mecanografía y economía doméstica. Ambas están fumando y charlando sobre la posibilidad de cambiar el color predominante de su ropa, tal y como aconsejan los grandes almacenes G. Fox de Hartford.

—Susie dice que le cambió la vida —dice la señora Pizchiek—. Siempre había llevado azules, y resulta que debía haber llevado naranjas.

—El naranja es para las calabazas —señala la señora Smidgens, lo cual hace que me identifique con ella, porque pienso lo mismo—. Toda esa moda loca de analizar los colores es una estupidez. No es más que otra forma de quitar el dinero a una panda de insensatos. —Y, probablemente, resulta inútil si tienes la piel gris por estar fumando tres paquetes de cigarrillos al día.

—Bueno, pero es divertido —replica la señora Pizchiek, cuyo entusiasmo no se viene abajo—. Nos reunimos un grupo de mujeres un sábado por la mañana y luego vamos a comer por ahí… —De repente levanta la vista y me ve junto a la puerta—. ¿Sí? —pregunta con tono cortante. La sala de profesores es un lugar prohibido para los estudiantes.

—Necesito hablar con la señora Smidgens.

La señora Smidgens debe de estar hasta las narices de la señora Pizchiek, porque, en lugar de pedirme que me marche, dice:

—Carrie Bradshaw, ¿no es así? Bueno, pasa y cierra la puerta.

Sonrío mientras contengo el aliento. Aunque fumo de vez en cuando, estar en un lugar cerrado con dos mujeres que echan humo como si fueran chimeneas hace que desee sacudir la mano por delante de mi cara. Pero eso sería una grosería, así que me limito a respirar por la boca.

—Me preguntaba… —empiezo a decir.

—Ya lo sé. Quieres trabajar en el periódico —dice la señora Smidgens—. Pasa todos los años. Después del primer trimestre, siempre viene alguno de los estudiantes de último año a decirme que quiere formar parte de The Nutmeg. Supongo que necesitas completar tus actividades extraescolares, ¿no?

—No —contesto. Rezo para que el humo no me provoque ganas de vomitar.

—¿Por qué, entonces? —pregunta la señora Smidgens.

—Creo que podría proporcionarle una nueva perspectiva al periódico.

Resulta evidente que no ha sido apropiado decirle eso, porque ella replica:

—Ah, ¿de verdad? —Como si hubiera oído esas mismas palabras un millón de veces antes.

—Soy una escritora bastante buena —señalo con cautela. Me niego a rendirme.

La señora Smidgens no está impresionada.

—Todo el mundo quiere escribir. Necesitamos gente que se encargue del diseño. —Ahora sí que intenta deshacerse de mí, pero no me marcho. Me quedo donde estoy, conteniendo el aliento y con los ojos desorbitados. Mi expresión debe de asustarla, porque se ha ablandado un poco—. Supongo que, si te encargaras del diseño, podríamos dejar que intentaras escribir algo. El comité editorial se reúne tres veces por semana: los lunes, los miércoles y los viernes, a las cuatro de la tarde. Si faltas a más de una reunión por semana, estás fuera.

—De acuerdo —murmuro mientras asiento.

—En ese caso, nos veremos esta tarde a las cuatro.

Me despido con un gesto de la mano y salgo pitando de allí.

—Creo que Peter está a punto de dejar a Maggie —dice Lali mientras se quita la ropa. Se estira, desnuda, antes de ponerse el Speedo. Siempre he admirado la falta de modestia de Lali en lo que a su cuerpo se refiere. Yo nunca he sido capaz de dejar a un lado la inseguridad que me provoca estar desnuda, y tengo que retorcer los brazos y las piernas para mantener cierto grado de dignidad cuando me cambio.

—De eso nada. —Me tapo el trasero mientras me quito la ropa interior—. Está enamorado de ella.

—Está «encoñado» con ella —me corrige Lali—. Sebastian me dijo que Peter no deja de preguntarle por las mujeres con las que ha estado. Sobre todo, por Donna LaDonna. ¿Te parece eso propio de un chico que está locamente enamorado de ti?

Oír el nombre de Donna LaDonna todavía me pone los nervios de punta. Han pasado dos semanas desde que comenzó con su campaña de calumnias, y, aunque ya ha quedado reducida a miradas desagradables por el pasillo, sospecho que su furia late bajo la superficie, a punto de estallar en cualquier momento. Quizá Donna planee seducir a Peter para causar problemas.

—¿Te lo ha dicho Sebastian? —Frunzo el ceño—. Resulta curioso. A mí no me ha dicho nada. Si Peter le hubiera comentado que estaba interesado en Donna, Sebastian me lo habría mencionado, sin duda.

—Tal vez Sebastian no te lo cuente todo —dice Lali con un tono despreocupado.

¿Qué se supone que significa eso?, me pregunto mientras la miro. Sin embargo, ella parece no darse cuenta de que ha incumplido una de las normas de protocolo entre amigas, y se inclina hacia delante antes de empezar a sacudir los brazos.

—¿Crees que deberíamos decírselo a Maggie?

—Yo no pienso hacerlo —dice Lali.

—Todavía no ha hecho nada, ¿no? Así que puede que solo fuera un comentario. Además, Peter siempre se está jactando de su amistad con Donna.

—¿No salió Sebastian con ella? —pregunta Lali.

Otro comentario extraño. Lali sabe que sí. Es como si utilizase cualquier excusa para pronunciar el nombre de Sebastian.

Como si quisiera confirmar mis sospechas, añade después:

—Por cierto, Aztec Two-Step da un concierto en el Shaboo Inn dentro de unas semanas. He pensado que Sebastian, tú y yo podríamos ir a verlos. Bueno, pensé en nosotras dos, pero, como siempre estás con Sebastian, supuse que también querrías que fuera. Además, se le da muy bien bailar.

Hubo una época en la que me habría encantado ir a ver a nuestro grupo favorito con Sebastian, pero ahora, de repente, no sé, me pone nerviosa. Sin embargo, ¿cómo puedo negarme sin que parezca raro?

—Suena divertido —digo.

—Será la bomba —conviene Lali entusiasmada.

—Se lo preguntaré esta tarde. —Me retuerzo el pelo antes de metérmelo bajo el gorro de natación.

—Ah, no te preocupes por eso —dice Lali, como si no tuviera importancia—. Yo misma se lo preguntaré cuando lo vea. —Sale a grandes zancadas de la sala de taquillas.

De pronto me viene a la mente la inquietante imagen de Lali bailando con Sebastian en su fiesta.

Me sitúo en el bloque de salida que hay junto a ella.

—No hace falta que le preguntes nada a Sebastian. Me recogerá a las cuatro. Se lo diré entonces.

Ella me mira y se encoge de hombros.

—Como quieras.

En cuanto mis pies se apartan del bloque, recuerdo que tengo la reunión del periódico a las cuatro. Mi cuerpo se pone rígido y caigo en plancha al agua. El impacto me deja aturdida un instante, pero luego la costumbre se hace con el control y empiezo a nadar.

Mierda. Olvidé decirle a Sebastian lo de la reunión. ¿Y si ya me he ido cuando aparezca? Seguro que Lali le echa la zarpa.

Estoy tan distraída con estos pensamientos que arruino por completo mi zambullida de cisne, que es la más sencilla del repertorio.

—¿Qué narices te pasa, Bradshaw? —exige saber el entrenador Nipsie—. Será mejor que arregles tus tonterías antes del campeonato del viernes.

—Lo haré —replico mientras me seco la cara con la toalla.

—Pasas demasiado tiempo con tu novio —me riñe—. Y eso te desconcentra.

Miro a Lali, que está atenta a nuestra conversación. Por un instante atisbo una sonrisa en su cara, aunque no dura más que un segundo.

—Creí que íbamos a ir al centro comercial Fox Run —dice Sebastian. Y aparta la mirada molesto.

—Lo siento. —Estiro la mano para agarrarle el brazo, pero él da un paso atrás.

—No me toques. Estás empapada.

—Acabo de salir de la piscina.

—Ya me he dado cuenta —asegura con el ceño fruncido.

—La reunión solo durará una hora.

—De todas formas, ¿por qué quieres trabajar para ese periodicucho de mala muerte?

¿Cómo se lo explico? ¿Le digo que estoy intentando labrarme un futuro? Sebastian no lo entendería. Él hace lo posible para no tener ninguno.

—Vamos… —le pido en tono de súplica.

—No quiero ir al Fox Run solo.

Lali se acerca, retuerce su toalla y la sacude en el aire.

—Yo iré contigo —se ofrece.

—Genial —dice él. Me mira con una sonrisa—. Nos reuniremos contigo más tarde, ¿vale?

—Claro. —Todo parece de lo más inocente.

En ese caso, ¿por qué me estremece que haya dicho «nos reuniremos contigo»?

Me planteo mandar el periódico a la mierda y salir corriendo tras él.

Incluso empiezo a seguirlo hasta la puerta, pero, cuando salgo al exterior, me detengo. ¿Voy a ser así toda mi vida? ¿Me comprometeré a algo que parece importante y luego lo dejaré a un lado por un tío?

«Débil. Eres muy débil, Bradley», dice la voz de la Rata en mi cabeza.

Voy a la reunión del periódico.

Gracias a mi indecisión, llego un poco tarde. La plantilla ya está reunida en torno a una enorme mesa de dibujo, a excepción de la señora Smidgens, que se encuentra junto a la ventana, fumándose un cigarrillo a escondidas. Puesto que no está concentrada en la conversación, es la primera que me ve entrar.

—Carrie Bradshaw… —dice—. Así que has decidido honrarnos con tu presencia después de todo.

Peter levanta la vista y me mira a los ojos. Cabrón, pienso al recordar lo que acaba de contarme Lali sobre Peter y Donna LaDonna. Si me causa algún problema a la hora de unirme a la plantilla del periódico, le recordaré lo que le ha dicho a Sebastian.

—Todo el mundo conoce a Carrie, ¿no? Carrie Bradshaw —dice Peter—. Es una estudiante de último año. Y supongo que ha… bueno… que ha decidido unirse al periódico.

El resto de los chicos me observan con expresión vacía.

Además de a Peter, conozco a tres estudiantes de mi curso. Los otros cuatro chicos son alumnos de segundo y tercer curso; también hay una chica con un aspecto tan joven que debe de ser de primero. En resumen, no se trata de un grupo muy prometedor.

—Sigamos con nuestra discusión —dice Peter mientras me siento al final de la mesa—. ¿Sugerencias para el próximo artículo?

La chica joven, que tiene el pelo negro, una piel mal cuidada y pinta de ser una de esas en plan «voy a triunfar aunque eso me cueste la vida», levanta la mano.

—Creo que deberíamos hablar sobre la comida de la cafetería. De dónde procede y por qué es tan mala.

—Ya hemos hablado de eso —señala Peter hastiado—. Hemos hablado sobre eso en casi todos los números. No sirve para nada.

—Claro que sirve —dice un chico con pinta de empollón que lleva las típicas gafas de cristales reforzados—. Hace dos años, la escuela accedió a poner máquinas expendedoras saludables en la cafetería. Ahora al menos podemos comer pipas de girasol.

Ajá… Así que esa es la razón de que tengamos un grupo de alumnos que no dejan de comer pipas de girasol como una manada de jerbos…

—¿Y si hablamos sobre el gimnasio? —dice una chica que lleva una trenza muy tirante—. ¿Por qué no ejercemos presión para poder realizar ejercicios de fitness en vez de baloncesto?

—No creo que haya muchos chicos que quieran practicar aeróbic en el gimnasio —dice Peter con sequedad.

—De cualquier forma, ¿no os parece ridículo escribir sobre cosas que la gente puede hacer en su propia casa? —señala el empollón—. Sería como obligar a todo el mundo a hacer la colada.

—Y aquí tratamos de ofrecer posibilidades, ¿verdad? —dice la de primero—. Eso me recuerda algo: creo que deberíamos hablar sobre la discriminación en el equipo de animadoras.

—Ah, eso… —Peter deja escapar un suspiro—. Carrie, ¿tú qué piensas?

—¿No intentó alguien acabar con eso el año pasado sin éxito alguno?

—Nosotros no nos rendimos —insiste la pipiola—. El equipo de animadoras discrimina a la gente fea. Es anticonstitucional.

—¿En serio? —pregunta Peter.

—Yo creo que debería haber una ley contra las chicas feas en general —dice el empollón. Dicho lo cual, suelta un ruido parecido a un resoplido, que al parecer es su forma de reírse.

Peter lo mira con desaprobación y se dirige a la pipiola.

—Gayle, creo que ya hemos hablado de eso. No puedes utilizar el periódico de la escuela para promover las causas de tu familia. Todos sabemos que tu hermana quiere ser animadora y que Donna LaDonna la ha rechazado dos veces. Si no fuera tu hermana, tal vez pudieras utilizarlo. Pero lo es. Así que daría la sensación de que el periódico trata de obligar al equipo de animadoras a que la acepte. Eso va en contra de todas las normas periodísticas…

—¿Por qué? —pregunto súbitamente interesada. En especial, porque parece que Peter intenta proteger a Donna LaDonna—. ¿El objetivo del periodismo no es lograr que la gente se entere de todos los crímenes del mundo? Y los crímenes comienzan en casa. Justo aquí, en el Instituto Castlebury.

—¡Ella tiene razón! —exclama el empollón, que estampa el puño sobre la mesa.

—De acuerdo, Carrie —dice Peter molesto—. Tú te encargarás de la historia.

—No, de eso nada. No puede hacer eso —dice la señora Smidgens, que interviene de repente—. Sé que Carrie es una alumna de último año, pero, puesto que es un nuevo miembro del periódico, tendrá que encargarse del diseño.

Me encojo de hombros con expresión alegre, como si no me importara en absoluto.

Unos minutos después, Gayle y yo somos relegadas a un rincón de la estancia para colocar las secciones escritas a máquina sobre un gran trozo de papel reglado. El trabajo es de lo más aburrido, así que echo una ojeada a Gayle y me fijo en que tiene el ceño fruncido, ya sea por la concentración o la furia. Se encuentra en la cima de la peor etapa para una chica adolescente, es decir, tiene el pelo grasiento y un rostro que todavía no hace juego con su nariz.

—Típico, ¿eh? —le digo—. Siempre obligan a las chicas a hacer el trabajo menos importante.

—Si no me nombran reportera el año que viene, presentaré la dimisión —replica con ferocidad.

—Hummm… Siempre he creído que hay dos formas de conseguir lo que quieres en la vida. Obligar a la gente a que te lo dé o hacer que deseen dártelo. Según parece, la última forma es la mejor elección. Apuesto a que si hablas con la señora Smidgens, ella te ayudará. Parece bastante razonable.

—Ella no es tan mala. El peor es Peter.

—¿Y eso por qué?

—Se niega a darme una oportunidad.

Quizá sospechando que estamos hablando de él, Peter se acerca.

—Carrie, no tienes por qué hacer esto.

—Bueno, no me importa —le digo con tono despreocupado—. Me encantan los trabajos manuales.

—¿En serio? —pregunta Gayle cuando Peter se aleja.

—¿Bromeas? Los mapas en relieve eran mi peor pesadilla. Y se me daba fatal la costura cuando estaba con las girl scouts.

La pequeña Gayle suelta una risita.

—A mí también. Aunque quería ser como Barbara Walters cuando era pequeña, a pesar de que todo el mundo se reía de ella. Me pregunto si esa mujer tuvo que encargarse alguna vez de hacer esto.

—Es probable. Y es igualmente probable que también hiciera cosas mucho peores.

—¿Tú crees? —pregunta Gayle, animada.

—Estoy segura —contesto por simple diversión. Trabajamos en silencio un rato más, y luego le pregunto—: ¿De qué va esa historia entre tu hermana y Donna LaDonna?

Ella me mira con suspicacia.

—¿Conoces a mi hermana?

—Claro. —Es mentira. En realidad, no la conozco, pero sé quién es. La hermana de Gayle debe de ser una estudiante de último año llamada Ramona; se parece mucho a Gayle, aunque es una versión con menos granos y más refinada. Jamás le he prestado mucha atención, ya que se mudó aquí en primero y empezó a relacionarse de inmediato con otras chicas.

—Es una gimnasta muy buena —dice Gayle—. Al menos lo era cuando vivíamos en Nueva Jersey. Fue campeona estatal a los trece años.

Eso me sorprende.

—¿Por qué no está en el equipo de gimnasia, entonces?

—Creció. Empezó a tener caderas. Y tetas. Y le ocurrió algo a su centro de gravedad.

—Entiendo.

—Pero todavía se le da muy bien hacer el espagat, las volteretas y todas esas cosas que hacen las animadoras. Intentó entrar en el equipo de animadoras; y estaba segura de que lo conseguiría, ya que era mucho mejor que otras chicas. Mejor incluso que Donna LaDonna, que no sabía ni hacer el espagat como es debido. Pero ni siquiera la eligieron para el equipo deportivo júnior. Lo intentó de nuevo el año pasado y, más tarde, Donna LaDonna se acercó a ella y le dijo a la cara que no sería aceptada porque no era lo bastante guapa.

—¿Se acercó a ella y le dijo eso sin más? —pregunto con voz ahogada, atónita.

Gayle asiente.

—Le dijo, literalmente: «No eres lo bastante guapa para formar parte del equipo, así que no malgastes tu tiempo ni el nuestro».

—Vaya… ¿Qué hizo tu hermana?

—Se lo contó al director.

Asiento, pensando en que quizá Ramona tenga por costumbre contar todos los chismes a los adultos y que ese fuera el motivo por el que no la admitieron en el equipo. Pero aun así…

—¿Qué dijo el director?

—Dijo que no podía involucrarse en «asuntos de chicas». Y mi hermana señaló que eso era discriminación, ni más ni menos. Discriminación contra las chicas que no tienen el pelo liso, una nariz diminuta y tetas perfectas. Y él se echó a reír.

—Es un cabrón. Todo el mundo lo sabe.

—Pero eso no hace que sea justo. Así que mi hermana ha intentado llevar adelante el asunto de la discriminación.

—Y tú vas a escribir sobre ello.

—Lo haría, pero Peter no me lo permite. Y Donna LaDonna no querrá hablar conmigo. Soy una novata. Además, hizo saber a todo el mundo que, si alguien hablaba del tema, tendría que vérselas con ella en persona.

—¿De verdad?

—¿Y quién desearía ir en contra de Donna LaDonna? Nadie, afrontémoslo. —Gayle suelta un suspiro—. Ella es quien manda en el instituto.

—Al menos, eso es lo que cree.

En ese momento, regresa Peter.

—Voy a reunirme con Maggie en Fox Run. ¿Quieres venir?

—Claro —le digo mientras recojo mis cosas—. Había quedado allí con Sebastian, de todas formas.

—Adiós, Carrie —me dice Gayle—. Ha sido un placer conocerte. Y no te preocupes, no hablaré contigo si te veo por los pasillos.

—No seas tonta, Gayle. Acércate y habla conmigo siempre que quieras.

—Gayle te habrá contado toda esa historia entre Donna LaDonna y su hermana Ramona, ¿no? —dice Peter mientras atravesamos el aparcamiento en dirección a una ranchera oxidada de color amarillo.

—Hummm… —murmuro por toda respuesta.

—No es más que una gilipollez. A nadie le interesa lo que pueda pensar esa plasta.

—¿Eso es lo que crees? ¿Que no es más que la cháchara de una plasta?

—Sí. ¿No es eso lo que es?

Abro la puerta del acompañante, tiro un montón de papeles al suelo y me subo al coche.

—Es curioso. Siempre he creído que eras más moderno en lo que a mujeres se refiere.

—¿Qué quieres decir? —Peter gira la llave y pisa el acelerador. Son necesarios unos cuantos intentos para que el motor arranque.

—Jamás me habría podido imaginar que tú fueras uno de esos tíos que no soportan el sonido de la voz de una mujer. Ya sabes, de esos tíos que les dicen a sus novias que se callen cuando ellas están intentando decirles algo.

—¿Quién te ha dicho que soy de esa clase de tíos? ¿Maggie? No soy así, te lo prometo.

—En ese caso, ¿por qué no dejas que Gayle cuente su historia? ¿O en realidad todo esto está relacionado con Donna LaDonna? —pregunto como por casualidad.

—No tiene nada que ver con ella —responde él mientras cambia la marcha con torpeza.

—Sé sincero, ¿la conoces muy bien?

—¿Por qué?

Me encojo de hombros.

—He oído que estuviste hablando sobre ella en la fiesta de Lali.

—¿Y?

—Resulta que Maggie es muy buena amiga mía. Y es una chica genial. No quiero que le hagan daño.

—¿Quién dice que van a hacerle daño?

—Será mejor que no se lo hagan. Eso es todo.

Avanzamos un poco más y Peter dice:

—No tienes por qué hacerlo.

—¿Qué?

—No tienes por qué ser amable con Gayle. Esa chica es como un grano en el culo. Una vez que hablas con ella, no puedes quitártela de encima.

—A mí me parece bastante maja. —Lo miro con desaprobación al recordar que ni siquiera llevó a Maggie a la clínica para que le recetaran los anticonceptivos.

Y, al parecer, se siente culpable.

—Si quieres escribir un artículo para el periódico, puedes hacerlo —dice—. Supongo que te debo una, al fin y al cabo.

—¿Por llevar a Maggie a la clínica? Sí, supongo que me debes una.

—De todas formas, ¿no es mejor que las chicas hagáis esas cosas juntas?

—No lo sé —replico con una voz algo afilada—. ¿Y si Maggie hubiera estado embarazada?

—Eso es lo que intento evitar. Me merezco algún punto por ser un buen novio y hacer que se tome la píldora —señala, como si se mereciera una palmadita en la espalda.

¿Por qué siempre pasa lo mismo con los tíos?

—Creo que Maggie es lo bastante lista para saber que debe tomarse la píldora.

—Oye, no quería decir que…

—Olvídalo —lo interrumpo.

Estoy cabreada. De pronto me viene a la cabeza la imagen de aquella chica de la clínica que no dejaba de llorar porque acababa de abortar. El tío que la había dejado preñada tampoco estaba con ella. Debería hablarle a Peter de eso, pero no sé por dónde empezar.

—Aun así, fue un gesto muy amable por tu parte —admite—. Maggie me dijo que estuviste genial.

—¿Y eso te sorprende?

—No lo sé, Carrie —farfulla—. Bueno… siempre he creído que eras bastante… tonta.

—¡¿Tonta?!

—Es que siempre estás haciendo bromas… Jamás he podido entender por qué te incluyeron en los cursos preparatorios avanzados.

—¿Por qué? ¿Porque soy divertida? ¿Es que una chica no puede ser inteligente y divertida?

—No quería decir que no seas inteligente…

—¿O es porque no voy a ir a Harvard? Maggie insiste en que eres un tipo genial. Pero no lo creo. O quizá solo te hayas convertido en un capullo de primera en los tres últimos días.

—Vaya… Tranquilízate. No tienes por qué enfadarte tanto… ¿Por qué las chicas os lo tomáis todo tan a la tremenda? —pregunta.

Permanezco inmóvil, con los brazos cruzados, sin decir nada. Peter empieza a sentirse incómodo y cambia el culo de posición en el asiento del conductor.

—Bueno… en realidad… —dice—. Deberías escribir un artículo para el periódico. Tal vez el perfil de un profesor, o algo por el estilo. Eso siempre funciona bien.

Coloco el pie sobre el salpicadero.

—Lo pensaré —le digo.

Todavía estoy hirviendo de furia cuando dejamos el coche en el aparcamiento del centro comercial Fox Run. Estoy tan cabreada que no sé si podré seguir siendo amiga de Maggie mientras continúe saliendo con este gilipollas.

Me bajo del coche y cierro de un portazo; es una grosería, lo sé, pero no puedo evitarlo.

—Me reuniré con vosotros dentro, ¿vale?

—Vale —dice, parece nervioso—. Estaremos en Mrs. Fields.

Asiento y después empiezo a rodear el aparcamiento. Rebusco en el bolso hasta que encuentro un cigarrillo y lo enciendo. Y no he hecho más que empezar a fumármelo y a sentirme normal de nuevo cuando el Corvette amarillo llega a la zona de estacionamiento y, con un chirrido de ruedas, aparca en un espacio libre que hay a unos tres metros de distancia. Es Sebastian. Con Lali.

No dejan de reírse mientras salen del coche.

Se me encoge el estómago. ¿Dónde han estado en esta última hora y media?

—Hola, nena —dice Sebastian antes de darme un breve beso en los labios—. Teníamos tanta hambre que hemos ido al Hamburger Shack.

—¿Habéis visto a Walt?

—Ajá —responde Lali.

Sebastian enlaza su brazo con el mío y luego estira el otro para Lali. De esta manera, los tres juntos nos adentramos en el centro comercial.

Mi único consuelo es saber que Sebastian no ha mentido con respecto a lo de haber estado en el Hamburger Shack. Cuando me besó, su aliento olía a cebollas, a pimientos y a tabaco.