¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar?
—¿Aqué se debe el retraso? —pregunta Sebastian.
—Tengo que maquillarme —contesto.
Desliza su mano por mi brazo e intenta besarme.
—No necesitas maquillaje.
—Basta… —le digo en un susurro—. Aquí en casa no.
—Pues no tienes ningún problema en mi casa.
—Tú no tienes dos hermanas pequeñas, una de las cuales…
—Lo sé. Ha sido detenida por robar chicles —dice con desdén—. Algo que ocupa una clasificación sin importancia en los anales de la actividad criminal. Está al nivel de poner petardos en los buzones del vecindario.
—Y así empezó tu propia vida como criminal, ¿no? —le pregunto mientras cierro la puerta del cuarto de baño en sus propias narices.
Llama a la puerta.
—¿Sííí?
—Date prisa.
—Me estoy dando prisa —replico—. Toda la que puedo. —No es cierto. Estoy haciendo tiempo.
Estoy esperando a que George me llame. Han pasado dos semanas desde el día que detuvieron a Dorrit, pero, como era de esperar, George me llamó al día siguiente, y también el día después. Le pregunté si hablaba en serio cuando me dijo que le gustaría leer una de mis historias y me dijo que sí, de modo que se la envié. Y ahora no sé nada de él desde hace cinco días, aunque ayer le dejó un mensaje a Dorrit para advertirme de que me llamaría hoy entre las seis y las siete. Maldito sea. Si hubiera llamado a las seis, Sebastian no estaría merodeando por aquí. Son casi las siete. Sebastian se pondrá furioso si me llaman por teléfono cuando estamos a punto de irnos.
Le quito el tapón a un tubo de máscara de pestañas y me inclino hacia delante para pintarme. Es la segunda capa, y mis pestañas se han convertido en pequeñas lanzas puntiagudas. Estoy a punto de aplicarme la tercera capa cuando suena el teléfono.
—¡Están llamando! —grita Missy.
—¡Suena el teléfono! —vocifera Dorrit.
—¡El teléfono! —chillo cuando salgo del cuarto de baño como si tuviera un petardo en el culo.
—¿Eh? —dice Sebastian, que asoma la cabeza por la puerta de mi habitación.
—Podría ser el agente de la condicional de Dorrit.
—¿Dorrit tiene un agente de la condicional? ¿Por robar chicles? —pregunta Sebastian, pero no puedo perder el tiempo explicándoselo.
Cojo el teléfono de la habitación de mi padre justo antes de que lo haga Dorrit.
—¿Hola?
—¿Carrie? Soy George.
—Ah, hola —replico sin aliento antes de cerrar la puerta. ¿Qué te ha parecido mi historia?, deseo preguntarle de inmediato. Necesito saberlo. Ya.
—¿Cómo estás? —me pregunta—. ¿Qué tal Dorrit?
—Está bien. —¿La has leído? ¿Te parece horrible? Si te parece horrible, me pegaré un tiro.
—¿Está realizando los servicios comunitarios?
—Sí, George. —La espera me está matando.
—¿Qué le han asignado?
¿A quién le importa?
—Recoger la basura de las cunetas.
—Ah, el viejo castigo de la basura. Siempre funciona.
—George… —vacilo un poco— ¿has leído mi historia?
—Sí, Carrie. La he leído.
—¿Y?
Se produce un largo silencio en el que contemplo la posibilidad de abrirme las muñecas con una hoja de afeitar.
—Sin duda eres toda una escritora.
¿Lo soy? ¿Soy una escritora? Me imagino corriendo por la habitación, dando saltos sin dejar de gritar: «¡Soy una escritora! ¡Soy una escritora!».
—Y tienes talento.
—Ah… —Me dejo caer en la cama, embargada de felicidad.
—Pero…
Me incorporo de inmediato y aprieto el teléfono, aterrada.
—Bueno, Carrie, en realidad… Esta historia trata sobre una niña que vive en un parque de caravanas de Key West, Florida, y que trabaja en una tienda de helados… ¿Alguna vez has estado en Key West?
—Pues sí. Muchas veces —respondo modosita.
—¿Has vivido en una caravana? ¿Has trabajado en una tienda de helados?
—No. Pero ¿no puedo fingir que lo he hecho?
—Tienes mucha imaginación —dice George—. Pero sé un par de cosas sobre esos cursos para escritores. Buscan algo que parezca auténtico, basado en experiencias personales.
—No te sigo —murmuro.
—¿Sabes cuántas historias reciben sobre chicos que mueren? No parecen ciertas. Tienes que escribir sobre algo que conozcas.
—Pero ¡no conozco nada!
—Seguro que sí. Y si no se te ocurre nada, búscalo.
Mi alegría se disipa como la niebla matinal.
—¿Carrie? —Sebastian llama a la puerta.
—¿Puedo llamarte mañana? —le pregunto a George con rapidez antes de cubrir el auricular del teléfono con la mano—. Tengo que ir a una fiesta del equipo de natación.
—Te llamaré yo. Planearemos algo para vernos, ¿vale?
—Claro. —Cuelgo el teléfono y agacho la cabeza, desesperada.
Mi carrera como escritora está acabada. Ha terminado incluso antes de empezar.
—Carrie… —dice Sebastian, cada vez más molesto, desde el otro lado de la puerta.
—Ya estoy —respondo antes de abrirla.
—¿Quién era?
—Alguien de Brown.
—¿Vas a ir allí?
—Tienen que aceptarme de manera oficial, pero sí, lo más probable es que lo haga.
Me siento como si me estuviera ahogando bajo una gruesa capa de lodo verde.
—¿Qué planes tienes con la universidad? —le pregunto de repente. Es extraño que no le haya preguntado antes por ese tema.
—Voy a tomarme un año sabático —contesta—. Anoche estuve echándole un vistazo a un fragmento del esbozo de mi solicitud para Amherst y me di cuenta. No quiero hacer esto. No quiero formar parte del sistema. Eso te escandaliza, ¿verdad?
—No. Es tu vida.
—Ya, pero ¿cómo te sentirás siendo la novia de un analfabeto?
—No eres ningún analfabeto. Eres inteligente. Muy inteligente.
—Soy normal y corriente —replica. Y añade—: ¿Vamos a ir a esa fiesta o no?
—Sí —contesto—. Lali la organiza todos los años. Si no aparecemos, se sentirá muy dolida.
—Tú mandas —me dice.
Lo sigo al exterior de la casa, aunque desearía que no tuviéramos que ir a la fiesta. «Escribe sobre lo que conoces.» ¿Eso es lo mejor que se le ha ocurrido a George? ¿Un tópico? Puede irse a freír espárragos. Por mí, el mundo entero puede irse a freír espárragos. ¿Por qué las cosas tienen que ser siempre tan difíciles?
—Si no fuera difícil, lo haría todo el mundo —dice Peter, que se ha convertido en el centro de atención del grupo de chicos que rodean el sofá. Peter acaba de ser aceptado por anticipado en Harvard, y todo el mundo está impresionado—. La bioingeniería es la esperanza del futuro —añade mientras yo me acerco a Maggie, que está sentada en un rincón al lado de la Rata.
La Rata parece una prisionera.
—Si te soy sincera, Maggie —dice—, pienso que es una gran oportunidad para Peter. Cuando alguien del Instituto Castlebury entra en Harvard, todos quedamos bien.
—Esto no tiene nada que ver con nosotros —replica Maggie.
—No puedo creer que Peter vaya a ir a Harvard —dice Lali, que se ha detenido un momento antes de ir a la cocina—. ¿No es genial?
—No —señala Maggie con firmeza. Todo el mundo se alegra por Peter… todos menos Maggie, según parece.
Entiendo su desesperación. Maggie pertenece a ese grupo formado por millones de chicos que no tienen ni idea de lo que quieren hacer con sus vidas… como Sebastian, supongo, y como Lali. Cuando alguien cercano a ti lo descubre, te obliga a enfrentarte de algún modo a tu propio muro de indecisión.
—Harvard solo está a una hora y media de aquí —le digo en tono tranquilizador, tratando de evitar que Maggie piense en lo que de verdad le molesta.
—Da igual lo cerca que esté —asegura con desánimo—. Harvard no es como cualquier otra universidad. Si vas a Harvard, te conviertes en alguien que fue a Harvard. Durante el resto de tu vida, lo único que la gente dirá sobre ti es: «Fue a Harvard…».
Tal vez sea porque yo jamás iré a Harvard y estoy celosa, pero odio ese tipo de conversaciones elitistas. Una persona no debería definirse por la universidad a la que fue. Aunque es probable que funcione así en el mundo real.
—Y si Peter va a ser siempre el chico que fue a Harvard… —continúa Maggie—, yo seré siempre la chica que no fue.
La Rata y yo intercambiamos una mirada.
—Si no te importa, voy a por una cerveza —dice la Rata.
—A ella le da igual —comenta Maggie, que la sigue con la mirada—. Ella irá a Yale. Será la chica que fue a Yale. A veces pienso que Peter y la Rata deberían salir juntos. Formarían una pareja perfecta. —Hay un inesperado matiz de amargura en su voz.
—La Rata ya sale con otra persona —le digo con dulzura—, ¿lo recuerdas?
—Es verdad —responde—. Un tío que no vive por aquí. —Hace un gesto de rechazo con el brazo. Es entonces cuando me doy cuenta de que está borracha.
—Vamos a dar un paseo.
—Fuera hace frío —protesta.
—Nos vendrá bien.
De camino a la calle, pasamos por la cocina, donde están Sebastian y Lali. Lali lo mantiene ocupado sacando miniperritos calientes del horno y colocándolos sobre una bandeja.
—Volveremos dentro de un momento —les digo.
—Vale. —Lali apenas nos mira. Le dice algo a Sebastian y él se echa a reír.
Por un instante, me siento alarmada. Luego intento ver el lado positivo del asunto. Por lo menos, mi novio y mi mejor amiga se llevan bien.
Cuando salimos afuera, Maggie me agarra del brazo y susurra:
—¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar para conseguir lo que quieres?
—¿Eh? —Hace mucho frío. Las nubes de vapor de nuestro aliento nos envuelven.
—¿Qué pasaría si quisieras algo con toda tu alma y no supieras cómo conseguirlo? ¿O si supieras cómo conseguirlo pero no estuvieras segura de si deberías hacerlo o no? ¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar?
Por un instante me pregunto si habla de Lali y Sebastian. Luego me doy cuenta de que está hablando de Peter.
—Vayamos al establo —sugiero—. Allí hace menos frío.
Los Kandesie tienen unas cuantas vacas, la mayoría para exposiciones, en un viejo establo que hay detrás de la casa. Por encima de las vacas hay un desván lleno de heno donde Lali y yo nos hemos escondido un millón de veces para contarnos nuestros secretos más importantes. El desván huele bien y está calentito, gracias a las vacas que hay debajo. Me subo a una bala de heno.
—¿Qué te pasa, Maggie? —Me pregunto cuántas veces he formulado esta pregunta en los últimos tres meses. Se está volviendo inquietantemente repetitiva.
Ella saca un paquete de cigarrillos.
—No —le digo para detenerla—. Aquí no puedes fumar. Podrías provocar un incendio.
—Entonces vamos afuera.
—Hace frío. Además, no puedes fumarte un cigarrillo cada vez que te sientas incómoda, Mags. Se está convirtiendo en una especie de apoyo para ti.
—¿Y? —Maggie tiene una expresión perversa.
—¿Qué querías decir antes… cuando me preguntaste hasta dónde estaría dispuesta a llegar? —le pregunto—. No estarás pensando en Peter, ¿verdad? No estarás pensando en… ¿Te estás tomando los anticonceptivos?
—Por supuesto. —Aparta la mirada—. Cuando me acuerdo.
—Mags… —Me acerco a ella de un salto—, ¿te has vuelto loca?
—No. No lo creo.
Me siento junto a ella y me tumbo de espaldas sobre un fardo de heno mientras repaso mis argumentos. Clavo la mirada en el techo, que la naturaleza ha decorado con montones de telarañas, como si quisiera celebrar Halloween. La naturaleza y el instinto en contraposición a la ética y la lógica. Así es como mi padre plantearía el problema.
—Mags —comienzo a decirle—, sé que te preocupa perderlo, pero lo que piensas hacer no es la manera adecuada de retenerlo.
—¿Por qué no? —pregunta testaruda.
—Porque está mal. ¿Es que quieres convertirte en la chica que retuvo a su novio quedándose embarazada?
—Las mujeres han hecho siempre esa clase de cosas.
—Eso no significa que esté bien.
—Mi madre lo hizo —asegura—. Se supone que nadie lo sabe, pero hice mis cálculos y me di cuenta de que mi hermana mayor nació seis meses después de que mis padres se casaran.
—Eso fue hace muchos años. Entonces ni siquiera había anticonceptivos.
—Quizá fuera mejor que ahora tampoco los hubiera.
—Maggie, ¿qué estás diciendo? No es posible que quieras tener un bebé a los dieciocho años. Los bebés son una pesadez. No hacen más que pipí y popó. ¿Acaso quieres cambiar pañales mientras todas las demás personas que conoces salen por ahí a pasarlo bien? ¿Y qué pasaría con Peter? Podrías arruinarle la vida. Eso no parece muy justo, ¿no crees?
—Me da igual —dice. Y luego se echa a llorar.
Acerco mi cara a la suya.
—No estás embarazada, ¿verdad?
—¡No! —replica con ferocidad.
—Vamos, Mags… Ni siquiera te gustan las muñecas.
—Lo sé —dice mientras se limpia los ojos.
—Y Peter está loco por ti. Tal vez vaya a Harvard, pero eso no significa que vaya a dejarte.
—No me han admitido en la Universidad de Boston —suelta de repente—. Lo que oyes. Recibí la carta de rechazo ayer, cuando Peter recibió su admisión en Harvard.
—Ay, Mags…
—Muy pronto, todo el mundo se marchará. Tú, la Rata, Walt…
—Te admitirán en algún otro sitio —le digo para darle ánimos.
—¿Y si no es así?
Buena pregunta. Una a la que no he tenido que enfrentarme hasta ahora. ¿Y si nada sale como se supone que debería? ¿Qué se hace cuando las cosas no salen como uno pensaba? No puedes quedarte de brazos cruzados.
—Echo de menos a Walt —dice.
—Yo también. —Me abrazo las rodillas—. ¿Dónde está Walt, por cierto?
—No me preguntes. Apenas lo he visto en las últimas tres semanas. Eso no es propio de él.
—No, no lo es —convengo. Pienso en lo cínico que ha estado Walt últimamente—. Venga, vamos a llamarlo.
En la casa, la fiesta está en todo su apogeo. Sebastian está bailando con Lali, y eso me molesta un poco, pero tengo cosas más importantes de las que preocuparme que mi mejor amiga y mi novio. Cojo el teléfono y marco el número de Walt.
—¿Sí? —responde su madre.
—¿Está Walt? —pregunto a voz en grito para hacerme oír por encima del estruendo de la fiesta.
—¿Quién es? —pregunta su madre con tono suspicaz.
—Soy Carrie Bradshaw.
—Ha salido, Carrie.
—¿Sabe dónde está?
—Dijo que había quedado contigo —responde con sequedad antes de colgar.
Qué raro, pienso mientras niego con la cabeza. Muy, muy raro.
Entretanto, Maggie se ha convertido en la atracción de la fiesta, ya que se ha subido a un sofá y está haciendo un striptease. Todo el mundo aúlla y aplaude, menos Peter, que intenta fingir que le resulta divertido aunque en realidad se muere de vergüenza. No puedo dejar a Maggie sola, no en el estado en que se encuentra.
Me quito los zapatos de un puntapié y me subo de un salto al sofá.
Sí, soy consciente de que nadie quiere verme hacer un striptease, pero la gente está acostumbrada a verme hacer el tonto. Llevo unos leotardos de algodón blanco bajo la falda de lentejuelas que me compré en una tienda de saldos, así que empiezo a tirar de ellos por la punta del pie. Segundos después, Lali se une a nosotras en el sofá y recorre su cuerpo de arriba abajo con las manos mientras nos empuja a Maggie y a mí a un lado. Estoy apoyada sobre un solo pie, así que me caigo por la parte de atrás del sofá, y arrastro a Maggie conmigo.
Maggie y yo estamos tumbadas en el suelo, muertas de risa.
—¿Estás bien? —pregunta Peter, que se inclina sobre Maggie.
—Estoy bien —responde ella entre risas. Y es cierto. Ahora que Peter le presta atención, todo le parece genial. Al menos, por el momento.
—Carrie Bradshaw, eres una mala influencia —me regaña Peter, que se lleva a Maggie a un lado.
—Y tú un mojigato estirado —murmuro mientras me coloco los leotardos antes de levantarme.
Miro a Peter, que le está sirviendo un whisky a Maggie con una expresión tierna, aunque también algo engreída.
¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar para conseguir lo que quieres?
Y entonces lo entiendo. Podría escribir para el periódico del instituto. Eso me proporcionaría material que podría enviar a la New School. Un material… puaj… real.
No, grita una voz dentro de mi cabeza. En The Nutmeg no. Eso sería ir demasiado lejos. Además, si escribes para The Nutmeg te convertirás en una hipócrita. Siempre has dicho a quien quisiera escucharte que detestas The Nutmeg… incluso a Peter, que es el editor.
Sí, pero ¿qué otro remedio te queda?, pregunta otra vocecilla interior. ¿De verdad piensas quedarte sin hacer nada y dejar que la vida transcurra sin más, como la de cualquier fracasado? Si no intentas al menos escribir para The Nutmeg, lo más probable es que jamás te admitan en ese curso para escritores.
Me detesto a mí misma, pero me dirijo al bar, me sirvo un vodka con zumo de arándanos y me acerco a Maggie y a Peter.
—Qué tal, chicos —digo con tono despreocupado antes de darle un trago a la bebida—. Bueno, Peter —comienzo—, he pensado que podría escribir para ese periódico tuyo, después de todo.
Él da un sorbo a su copa y me mira molesto.
—No es mi periódico.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—No, no lo sé. Y resulta muy difícil comunicarse con una persona que no es precisa. En eso se basa escribir. En la precisión.
Y en la «autenticidad». Y en «escribir sobre lo que conoces». Otras dos normas que al parecer no sigo. Observo a Peter. Si eso es lo que una admisión en Harvard le hace a una persona, tal vez Harvard deba ser declarada ilegal.
—Sé que técnicamente no es tu periódico, Peter —señalo en el mismo tono que él—. Pero tú eres el editor. Solo hacía referencia a lo que yo creía que eran tus competencias. Pero si no estás al cargo…
Peter mira a Maggie, que le devuelve una mirada extrañada.
—No quería decir eso —asegura—. Si quieres escribir para el periódico, por mí no hay problema. Pero tendrás que hablar con nuestra consejera, la señora Smidgens.
—Está bien —replico con amabilidad.
—¡Vaya, eso es genial! —exclama Maggie—. Me encantaría que os convirtierais en buenos amigos.
Peter y yo nos miramos el uno al otro. Eso no ocurrirá jamás. Pero podemos fingir que sí, por el bien de Maggie.