15

Pequeños delincuentes

Vaya… —dice George.

—¿Vaya qué? —le pregunto al entrar en la cocina.

Mi padre y él se están tomando unos gin tonics, como si fueran viejos amigos.

—Ese bolso —dice George—, me encanta.

—¿De verdad?

Pufff… Después de la accidentada cita con Sebastian, en la que terminamos enrollados en el coche en el camino de acceso a mi casa hasta que mi padre empezó a encender y apagar las luces de la fachada, George es la última persona a la que me gustaría ver.

—Estaba pensando una cosa… —le digo a George—. En lugar de conducir hasta esa posada rural, ¿por qué no vamos a The Brown stone? Está más cerca, y la comida es muy buena.

Es una crueldad llevar a George al mismo restaurante al que he ido con Sebastian. Pero el amor me ha convertido en alguien perverso.

George, por supuesto, no tiene ni la menor idea de eso. Es irritantemente agradable.

—Iremos a donde quieras, por mí no hay problema.

—Pasadlo bien —dice mi padre con tono esperanzado.

Nos subimos al coche y George se inclina para darme un beso. Yo giro la cabeza y el beso acaba a un lado de mi boca.

—¿Qué tal estos días? —me pregunta.

—Una locura. —Estoy a punto de hablarle de las dos semanas salvajes que he pasado con Sebastian, del acoso al que me han sometido Donna LaDonna y las dos Jen, y de la horrible tarjeta que apareció en mi taquilla, pero me contengo. George no tiene por qué enterarse de la existencia de Sebastian todavía. En lugar de eso, le digo—: Tuve que llevar a una amiga al médico para que le recetara píldoras anticonceptivas, y en la consulta había una chica que había abortado y…

Asiente sin apartar los ojos de la carretera.

—Como crecí en la ciudad, siempre me he preguntado qué hacía la gente en las poblaciones pequeñas. Pero supongo que las personas consiguen meterse en problemas vivan donde vivan.

—¡Ja! ¿Alguna vez has leído Peyton Place?

—Cuando no estoy ocupado con las lecturas de clase, leo sobre todo biografías.

Hago un gesto de asentimiento. Solo llevamos juntos diez minutos, pero la situación ya resulta tan incómoda que no sé si conseguiré soportar la noche entera.

—¿Así la llaman? —pregunto con tiento—. ¿«La ciudad»? ¿Na da de «Nueva York» o «Manhattan»?

—Sí —responde, y suelta una risotada—. Sé que suena arrogante. Como si Nueva York fuera la única ciudad del mundo. Pero lo cierto es que los neoyorquinos son un poco arrogantes. Y creen de verdad que Manhattan es el centro del universo. La mayoría de los habitantes de la ciudad no pueden imaginarse viviendo en otro sitio. —Me echa una ojeada—. Eso suena horrible, ¿no? ¿Te parece que soy un imbécil?

—Desde luego que no. A mí me encantaría vivir en Manhattan. —Quiero decir «la ciudad», pero me da miedo parecer presuntuosa.

—¿Has estado alguna vez allí? —pregunta.

—Podría decirse que no. Fui una o dos veces cuando era pequeña. Hicimos una excursión escolar al planetario para ver las estrellas.

—Yo crecí prácticamente en el planetario. Y en el Museo de Historia Natural. Lo sabía todo sobre los dinosaurios. Y me encantaba el zoo de Central Park. La casa de mi familia está situada en la Quinta Avenida, y cuando era niño oía los rugidos de los leones por las noches. Genial, ¿eh?

—Sí, genial —replico mientras me rodeo con los brazos.

Es extraño, pero siento frío y estoy como un flan. Tengo una súbita premonición: voy a vivir en Manhattan. Voy a oír los rugidos de los leones de Central Park. No sé cómo llegaré hasta allí, pero lo haré.

—¿Tu familia vive en una casa? —pregunto, como si fuera estúpida—. Creí que en Nueva York todo el mundo vivía en pisos.

—Es un piso —dice George—. El típico piso de ocho habitaciones construido antes de la guerra. Pero hay verdaderas casas: adosadas y demás. No obstante, toda la gente de la ciudad llama «casa» a su piso. No me preguntes por qué. Otra muestra de afectación, supongo. —Me mira de reojo—. Deberías venir a visitarme. Mi madre pasa todo el verano en la casa de Southampton, así que el piso está casi vacío. Hay cuatro dormitorios libres —añade con rapidez para que no me haga una idea equivocada.

—Claro. Sería fantástico. —Y si hubiera conseguido entrar en ese maldito programa para escritores, sería todavía mejor.

A menos que en lugar de eso me vaya a Francia con Sebastian.

—Oye —me dice—, te he echado de menos, ¿sabes?

—No puedes echarme de menos, George —replico con cierta irritación—. Ni siquiera me conoces.

—Te conozco lo suficiente para echarte en falta. Para pensar en ti, por lo menos. ¿Eso te parece bien?

Debería decirle que tengo novio… pero es demasiado pronto. Apenas lo conozco.

Sonrío sin decir nada.

—¡Carrie! —Eileen, la jefa de comedor de The Brownstone, me saluda como si fuéramos viejas amigas; luego mira a George de arriba abajo y asiente con aprobación.

A George le hace gracia.

—¿Te conocen? —pregunta. Me agarra del brazo mientras Eileen nos conduce hasta la mesa.

Asiento con aire misterioso.

—¿Qué es lo mejor de aquí? —pregunta al coger el menú.

—Los martinis. —Sonrío—. La sopa francesa de cebolla está bastante buena. Y también las chuletillas de cordero.

George sonríe.

—Sí al martini, pero no a la sopa francesa de cebolla. Es uno de esos platos que los norteamericanos consideramos franceses, pero que ningún francés que se precie pediría jamás.

Frunzo el ceño y me pregunto una vez más si conseguiré aguantar hasta el final de la cena. George pide caracoles y cassoulet[3], que es lo que yo habría pedido anoche si Sebastian me lo hubiera permitido.

—Quiero saberlo todo sobre ti —dice George, al tiempo que me coge la mano por encima de la mesa.

Yo la aparto, aunque disimulo mi reticencia fingiendo que solo quiero tomar otro sorbo de martini. ¿Cómo explica alguien todo sobre sí mismo?

—¿Qué quieres saber?

—Para empezar, ¿debo esperar verte en Brown el otoño que viene?

Bajo la vista.

—Mi padre quiere que vaya, pero yo siempre he querido vivir en Manhattan. —Y, antes de darme cuenta, le estoy contando mis sueños de convertirme en escritora y el fallido intento de ingresar en el curso de verano para escritores.

A él no le parece raro ni humillante.

—He conocido a unos cuantos escritores en mi vida —dice con picardía—. El rechazo es parte del proceso. Al menos, al principio. Muchos escritores ni siquiera consiguen que les publiquen nada hasta que han escrito dos o tres libros.

—¿En serio? —Mis esperanzas remontan el vuelo.

—Pues claro —asegura con firmeza—. El mundo editorial está lleno de manuscritos que han sido rechazados por veinte firmas antes de que alguien les dé una oportunidad y los convierta en un superventas.

Eso es lo que me pasa a mí, pienso. Estoy disfrazada de chica normal y corriente, pero dentro de mí hay una estrella esperando a que alguien le dé una oportunidad.

—Oye —dice George—, si quieres, a mí me encantaría leer algo de lo que has escrito. Tal vez pueda ayudarte.

—¿Lo harías? —pregunto atónita. Nadie se había ofrecido a ayudarme antes. Nadie me había animado. Clavo la mirada en los tiernos ojos castaños de George. Es un tipo muy agradable.

¡Maldita sea! Deseaba que me aceptaran en ese curso de verano para escritores. Quiero vivir en «la ciudad». Y quiero hacer una visita a George y oír los rugidos de los leones de Central Park.

De pronto me muero de ganas de empezar a vivir mi futuro.

—¿No sería increíble que tú acabaras siendo escritora y yo el editor del New York Times?

¡Sí!, me entran ganas de gritar.

Solo hay un problema. Tengo novio. No puedo comportarme como una zorra. Tengo que decírselo a George. No hacerlo sería injusto.

—George, hay algo que debo decirte…

Estoy a punto de contarle mi secreto cuando Eileen se acerca a la mesa con expresión solemne.

—¿Carrie? —dice—. Tienes una llamada telefónica.

—¿Sí? —pregunto con voz aguda antes de mirar a Eileen y a George—. ¿Quién podrá ser?

—Será mejor que vayas a averiguarlo. —George se pone en pie cuando me levanto de la mesa.

—¿Hola? —digo al coger el teléfono. Tengo el terrible presentimiento de que es Sebastian. Me ha seguido, ha descubierto que he salido con otro chico y está furioso.

Pero se trata de Missy.

—¿Carrie? —pregunta con una voz aterrada que me hace pensar de inmediato que mi padre o Dorrit se han matado en un accidente—. Será mejor que vuelvas a casa ahora mismo.

Me flaquean las rodillas.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunto con un sordo susurro.

—Se trata de Dorrit. Está en la comisaría de policía. —Missy hace una pausa antes de asestar el golpe final—. La han detenido.

—No sé usted… —dice una extraña mujer ataviada con un viejo abrigo de pieles y lo que parece un pijama de seda—, pero yo no puedo más. Se acabó. En lo que a ella se refiere, me lavo las manos.

Mi padre, que está sentado junto a ella en una silla de plástico, asiente con abatimiento.

—Llevo haciendo esto demasiado tiempo —añade la mujer, que parpadea rápidamente—. Cuatro hijos, y tenía que seguir intentando ir a por la niña. Y la tuve a ella. Ahora desearía no haberla tenido. Diga lo que diga la gente, las chicas son mucho más problemáticas que los chicos. ¿Tiene algún hijo, señor… hummm?

—Bradshaw —responde mi padre de manera brusca—. Y no, no tengo hijos, solo tres hijas.

La mujer asiente y le da unas palmaditas en la rodilla a mi padre.

—Pobre hombre… —dice. Al parecer, se trata de la madre de la famosa amiga fumaporros de Dorrit, Cheryl.

—La verdad es que sí —señala mi padre, que cambia de posición en la silla para alejarse un poco de ella. Se le bajan las gafas hasta la punta de la nariz—. Por lo general —dice, embarcándose en una de sus teorías sobre la educación de los hijos—, la preferencia por los hijos de un determinado sexo, en especial cuando se expresa de una manera tan abierta por parte del padre, a menudo provoca una carencia en el niño, una carencia inherente…

—¡Papá! —lo llamo al tiempo que me acerco a él para resca tarlo.

Él se sube las gafas, se pone en pie y abre los brazos.

—¡Carrie!

—Señor Bradshaw —saluda George.

—George.

—¿George? —La madre de Cheryl se levanta y empieza a batir las pestañas como si fueran alas de mariposa—. Yo soy Connie.

—Ah… —George asiente, como si de algún modo eso le diera sentido a las cosas.

Connie se cuelga del brazo de George.

—Soy la madre de Cheryl. En realidad, no es mala chica…

—Estoy seguro de que no lo es —replica George con amabilidad.

Ay, por Dios… ¿De verdad la madre de Cheryl está coqueteando con George?

Le hago un gesto a mi padre para que se aleje un poco. No dejo de recordar la pipa de marihuana que encontré dentro del señor Panda.

—¿Se trata de un asunto de…? —No consigo pronunciar la palabra «drogas» en voz alta.

—Chicles —responde mi padre con tono agotado.

—¿Chicles? ¿La han detenido por robar chicles?

—Según parece, es su tercer delito. La pillaron robando en tiendas dos veces antes, pero la policía la dejó marchar. Esta vez no ha tenido tanta suerte.

—¿Señor Bradshaw? Soy Chip Marone, el agente responsable de la detención —dice un hombre de rostro radiante vestido de uniforme. Marone… el poli del granero.

—¿Puedo ver a mi hija, por favor?

—Tenemos que tomarle las huellas. Y hacerle las fotos.

—¿Solo por robar chicles? —pregunto atónita. No puedo evitarlo.

Mi padre se queda pálido.

—¿Le va a abrir un expediente? ¿Mi hija de trece años tendrá un expediente como cualquier criminal?

—Esas son las reglas —dice Marone.

Le doy un codazo a mi padre.

—Perdone, pero somos buenos amigos de los Kandesie…

—Esta es una ciudad pequeña —dice Marone, que se frota las mejillas—. Mucha gente conoce a los Kandesie…

—Pero Lali es como una más de nuestra familia. Nos conocemos desde siempre. ¿Verdad, papá?

—Bueno, Carrie —dice mi padre—. No puedes pedirle a la gente que se salte las normas. No está bien.

—Pero…

—Tal vez debamos llamarlos. A los Kandesie —señala George—. Solo para asegurarnos.

—Le puedo asegurar que mi Cheryl nunca se ha metido en problemas —dice Connie, que se aferra al brazo de George mientras le hace ojitos a Marone.

Es evidente que el policía ya ha tenido suficiente.

—Veré lo que puedo hacer —murmura antes de coger el teléfono que hay detrás del mostrador—. Vale —le dice a la persona que hay al otro lado de la línea—. De acuerdo. No hay problema. —Cuelga el teléfono y nos fulmina con la mirada.

—Servicios comunitarios —dice Dorrit con la voz ahogada.

—Tienes suerte de haberte librado con tanta facilidad —replica mi padre.

George, mi padre, Dorrit y yo estamos reunidos en la sala de estar, hablando sobre la situación. Marone ha accedido a liberar a Dorrit y a Cheryl con la condición de que se presenten ante el juez el miércoles, que probablemente las condene a realizar servicios comunitarios para pagar por sus crímenes.

—Espero que te guste recoger basura —dice George en tono bromista antes de darle un pequeño codazo a Dorrit en las costillas. Ella se echa a reír. Los dos están sentados en el sofá. Mi padre le ha dicho a Dorrit que debería irse a la cama, pero ella se ha negado.

—¿Alguna vez te han detenido? —le pregunta Dorrit a George.

—¡Dorrit!

—¿Qué? —pregunta ella, y me mira con una expresión hastiada.

—Lo cierto es que sí. Pero por un crimen mucho peor que el tuyo. Me salté los tornos de entrada al metro y me di de bruces con un poli.

Dorrit levanta la vista para mirarlo a los ojos con admiración.

—¿Qué pasó?

—El poli llamó a mi casa. No te imaginas lo mucho que se cabreó mi padre… Tuve que pasarme toda la tarde en su oficina, colocando los libros de su empresa en orden alfabético y archivando todos sus extractos bancarios.

—¿En serio? —Dorrit tiene los ojos abiertos como platos por el asombro.

—La moraleja de esta historia es que siempre se paga un precio.

—¿Has oído eso, Dorrit? —pregunta mi padre. Se pone en pie, pero tiene los hombros caídos y parece exhausto—. Me voy a la cama. Y tú también, Dorrit.

—Pero…

—Ahora —dice en voz baja.

Dorrit dirige a George una última mirada anhelante antes de correr escaleras arriba.

—Buenas noches, chicos —se despide mi padre.

Empiezo a alisarme la falda sin darme cuenta.

—Siento todo esto. Lo de mi padre, lo de Dorrit…

—No pasa nada —dice George, que me coge de la mano una vez más—. Lo entiendo. Ninguna familia es perfecta. Ni siquiera la mía.

—¿No me digas? —Intento liberar la mano, pero no puedo. En lugar de eso, cambio de tema—. Parece que a Dorrit le caes bien.

—Se me dan bien los niños —replica mientras se inclina hacia delante para besarme—. Desde siempre.

—George… —Giro la cabeza para apartarme—. Yo… en realidad… estoy agotada…

Él suspira.

—Es comprensible. Es hora de irse a casa. Pero volveré a verte pronto, ¿no?

—Claro.

Me ayuda a levantarme y me rodea la cintura con los brazos. Entierro la cara en su pecho en un intento por evitar lo que vendrá a continuación.

—¿Carrie? —Me acaricia el pelo.

Es agradable, pero no puedo permitir que esto vaya más allá.

—Estoy muy cansada —le aseguro con un gemido.

—De acuerdo. —Da un paso atrás, me levanta la cabeza y me roza los labios con los suyos—. Te llamaré mañana.