Aguanta ahí
—¡Missy! —grito mientras aporreo la puerta del baño—. Missy, necesito entrar.
Silencio.
—Estoy ocupada —dice al final.
—¿Haciendo qué?
—No es asunto tuyo.
—Missy, por favor. Sebastian llegará en menos de treinta minutos.
—¿Y? Puede esperar.
No, no puede… eso creo. O, mejor dicho, la que no puede esperar soy yo. Me muero de ganas de salir de casa. Me muero de ganas de largarme de aquí.
Llevo diciéndome eso toda la semana. La parte de «largarme de aquí», sin embargo, es inespecífica. Puede que sencillamente quiera alejarme de mi vida.
Durante las dos últimas semanas, desde el incidente de la biblioteca, las dos Jen han estado acosándome. Se asoman a la piscina en los entrenamientos de natación y me abuchean cuando realizo los saltos. Me han seguido al centro comercial, al supermercado e incluso a la farmacia, donde vivieron la emocionante experiencia de verme comprar tampones. Y ayer encontré una tarjeta en mi taquilla. En la parte delantera había un dibujo de un sabueso con un termómetro en la boca y una bolsa de agua caliente en la cabeza. Dentro, alguien había escrito la palabra «No» antes de las letras impresas «Espero que te mejores pronto», y debajo «Ojalá estuvieras muerta».
—Donna nunca haría algo así —protestó Peter.
Maggie, la Rata y yo lo fulminamos con la mirada.
Peter levantó las manos a la defensiva.
—Queríais saber mi opinión, ¿no? Pues esa es mi opinión.
—¿Quién más haría algo así? —preguntó Maggie—. Es la única que tiene una razón de peso.
—No necesariamente —dijo Peter—. Mira, Carrie, no quiero herir tus sentimientos, pero puedo prometerte que Donna LaDonna ni siquiera sabe quién eres.
—Ahora sí —señaló la Rata.
Maggie estaba alucinada.
—¿Por qué no iba a saber quién es Carrie?
—No me refiero a que no sepa quién es Carrie Bradshaw, lo que digo es que Carrie Bradshaw no ocupa un lugar importante en su lista de preocupaciones.
—Gracias —le dije a Peter. Lo cierto es que empezaba a odiarlo.
Y luego me enfadé con Maggie por salir con él. Y luego con la Rata por ser amiga de ellos. Y ahora estoy furiosa con mi hermana Missy por encerrarse en el baño.
—Voy a entrar —aseguro en tono amenazador. Pruebo a abrir la puerta. No tiene echado el cerrojo. Dentro, Missy está en la bañera con las piernas embadurnadas de crema depilatoria Nair.
—¿Te importa? —pregunta antes de cerrar de un tirón la cortina de la bañera.
—¿Te importa a ti? —replico mientras me dirijo al espejo—. Llevas aquí dentro más de veinte minutos. Tengo que arreglarme.
—¿Qué narices te pasa?
—Nada —replico con un gruñido.
—Será mejor que acabes con ese malhumor, o Sebastian tampoco querrá estar contigo.
Salgo del baño como una exhalación. En mi dormitorio, cojo El consenso, lo abro por la primera página y observo con rabia la diminuta firma de Mary Gordon Howard. Parece la letra de una bruja. Le doy una patada al libro y lo envío debajo de la cama. Me tumbo y me cubro la cara con las manos.
Ni siquiera habría recordado ese maldito libro ni a la maldita Mary Gordon Howard si no me hubiera pasado las últimas horas buscando mi bolsito especial: el bolso francés que mi madre me dejó. Se sentía culpable por habérselo comprado, ya que era muy caro; no obstante, lo pagó con su propio dinero y siempre decía que toda mujer debería tener un bolso y unos zapatos buenos de verdad.
Ese bolso de mano es mi posesión más preciada. Lo trato como si fuera una joya y solo lo utilizo en ocasiones especiales. Y siempre vuelvo a guardarlo en su funda de tela y después en su caja original. Tengo la caja escondida en el fondo del armario. Pero esta vez, cuando he ido a sacarla, no estaba allí. En su lugar estaba El consenso, que también había escondido al fondo del armario. La última vez que utilicé ese bolso fue hace seis meses, cuando Lali y yo fuimos a Boston. Ella no dejaba de mirarlo y de preguntarme si se lo prestaría alguna vez. Le dije que sí, aunque el mero hecho de imaginar a Lali con el bolso de mi madre me puso la carne de gallina. A ella también debió de ponérsele la carne de gallina… lo suficiente para que nunca me lo haya vuelto a pedir. Después de ese viaje, recuerdo muy bien haberlo guardado en su bolsa, porque decidí que no lo usaría de nuevo hasta que fuera a Nueva York.
Sin embargo, Sebastian me ha dicho que cenaríamos en ese restaurante francés de lujo que hay en Hartford, The Brownstone, y si esta no es una ocasión especial, no sé cuál lo será.
Y ahora el bolso ha desaparecido. Todo mi mundo se ha venido abajo.
Dorrit, pienso de repente. Ha pasado de sisarme los pendientes a robarme el bolso.
Entro en tromba en su habitación.
Dorrit ha estado demasiado tranquila esta semana. No ha causado sus acostumbrados alborotos, y eso en sí ya resulta sospechoso. Ahora está tumbada en su cama, hablando por teléfono. En la pared, por encima de ella, hay un póster de un gato tumbado en la rama de un árbol. «Aguanta ahí», dice el pie de foto.
Dorrit tapa el auricular del teléfono con la mano.
—¿Sí?
—¿Has visto mi bolso?
Aparta la mirada, lo cual que me permite confirmar que es culpable.
—¿Qué bolso? ¿Tu bolso grande de cuero? Creo que lo he visto en la cocina.
—El bolso de mamá.
—No lo he visto —dice con exagerada expresión de inocencia—. ¿No lo tenías escondido en tu armario?
—Allí no está.
Dorrit se encoge de hombros y sigue con su conversación telefónica.
—¿Te importa que mire en tu habitación? —le pregunto con voz despreocupada.
—Adelante —responde ella. Es astuta. Si dijera que sí le importa se notaría que es culpable.
Busco en sus armarios, en sus cajones y bajo la cama. Nada.
—¿Lo ves? —pregunta Dorrit con el típico tono de «ya te lo dije». Pero, en su momento triunfal, sus ojos se desvían hacia el gigantesco panda de peluche que hay sobre la mecedora, en uno de los rincones de la habitación. El oso panda que supuestamente le regalé cuando nació.
—Ay, no, Dorrit… —le digo sacudiendo la cabeza—. El señor Panda no…
—¡No lo toques! —grita. Se levanta de un salto de la cama y deja caer el teléfono al suelo.
Cojo al señor Panda y salgo a la carrera.
Dorrit me sigue. Noto que el señor Panda ha engordado sospechosamente mientras me dirijo a mi habitación.
—¡Déjalo en paz! —exige Dorrit.
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Es que el señor Panda se ha portado mal últimamente?
—¡No!
—Creo que sí. —Palpo la parte trasera del oso de peluche y encuentro una larga abertura que ha sido cerrada con mucho cuidado con imperdibles.
—¿Qué pasa aquí? —Missy se acerca a toda prisa, con las piernas llenas de espuma.
—Esto —respondo mientras quito los imperdibles.
—Carrie, ¡no lo hagas! —grita Dorrit cuando meto la mano por la abertura. Lo primero que encuentro es la pulsera plateada que no veía desde hace meses. Después de la pulsera viene una pequeña pipa, del tipo que se usa para fumar marihuana—. No es mía, te lo prometo. Es de Cheryl, una amiga mía —insiste Dorrit—. Me pidió que se la guardara.
—Claro, claro… —replico mientras le entrego la pipa a Missy. Un momento después, mi mano topa con la superficie suave y granulosa del bolso de mi madre—. ¡Ajá! —exclamo antes de sacarlo. Lo coloco sobre la cama, donde las tres lo miramos con expresión atónita.
Está destrozado. Toda la parte delantera (con la elegante solapa que mi madre solía utilizar para guardar el talonario y las tarjetas de crédito) está llena de manchas rosadas. Manchas rosadas del mismo tono que el esmalte de uñas que lleva Dorrit.
Estoy demasiado desconcertada para decir algo.
—Dorrit, ¿cómo has podido? —grita Missy—. Ese era el bolso de mamá. ¿Por qué has tenido que estropear el bolso de mamá? ¿No pudiste estropear el tuyo, por ejemplo?
—¿Por qué Carrie tiene que quedarse siempre con todo lo que era de mamá? —responde Dorrit a gritos.
—Eso no es cierto —le digo, aunque me sorprendo a mí misma por lo tranquilas y razonables que suenan mis palabras.
—Mamá le dejó ese bolso a Carrie porque es la mayor —dice Missy.
—Eso es mentira —asegura Dorrit entre sollozos—. Se lo dejó porque la quería más a ella.
—Dorrit, eso no es cierto…
—Sí que lo es. Mamá quería que Carrie fuera igual que ella. Pero ahora mamá está muerta y Carrie sigue viva. —Es la clase de comentario que te provoca un nudo en la garganta.
Dorrit sale corriendo de la habitación. Y de pronto estallo en lágrimas.
No se me da bien llorar. Se supone que algunas mujeres lloran con mucho estilo, como las chicas de Lo que el viento se llevó. Pero lo cierto es que jamás lo he visto en la vida real. Cuando lloro, mi cara se hincha, se me caen los mocos y no puedo respirar.
—¿Qué diría mamá? —le pregunto a Missy entre suspiros.
—Bueno, creo que en estos momentos no puede decir nada —contesta Missy.
El humor negro. No sé qué haríamos sin él.
—Eso es verdad, sí… —Suelto una risita entre un hipido y otro—. No es más que un bolso de mano, ¿verdad? No es una persona ni nada de eso.
—Creo que deberíamos pintar de rosa al señor Panda —dice Missy—. Eso le enseñaría a Dorrit una buena lección. Dejó un bote de esmalte rosa abierto bajo el lavabo. Estuve a punto de tirarlo cuando cogí la crema depilatoria.
Salgo corriendo hacia el cuarto de baño.
—¿Qué haces? —chilla Missy cuando empiezo mi obra de arte.
Una vez terminada, la sostengo en alto para inspeccionarla.
—Está genial —dice Missy, que asiente a modo de elogio.
Lo giro de un lado a otro, satisfecha. Es verdad que está genial.
—Cuando es deliberado —le digo al darme cuenta de una cosa—, es chic.
—Madre mía… Me encanta tu bolso —me dice efusivamente la jefa de comedor. Lleva un vestido negro de lycra y el pelo cardado con marcadas ondas—. Nunca he visto uno parecido. ¿Ese es tu nombre? ¿Carrie?
Asiento.
—Yo soy Eileen —dice—. Me encantaría tener un bolso como ese con mi nombre.
Coge dos menús y los sostiene en alto mientras nos acompaña a una mesa para dos situada frente a la chimenea.
—Es la mesa más romántica del establecimiento —susurra mientras nos entrega los menús—. Que lo paséis bien, chicos.
—Lo haremos —dice Sebastian, que desdobla su servilleta con una sacudida.
Le muestro el bolso.
—¿Te gusta?
—No es más que una faltriquera, Carrie —responde.
—Sebastian, este no es un bolso cualquiera. Y no deberías llamar faltriquera a un bolso de mano. La faltriquera era lo que utilizaba la gente para llevar las monedas en el siglo XVII. Solían esconderla por dentro de la ropa para engañar a los ladrones. Un bolso, sin embargo, ha sido creado para ser visto. Y este no es un bolso viejo cualquiera. Era de mi madre… —Me quedo callada. Está claro que no le interesa lo más mínimo la procedencia de mi bolso.
Pufff. Hombres, pienso mientras abro el menú.
—Me gusta quien lo lleva —dice.
—Gracias. —Todavía estoy un poco enfadada con él.
—¿Qué te gustaría pedir?
Supongo que debemos comportarnos con formalidad ahora que estamos en un restaurante de lujo.
—Todavía no lo he decidido.
—¿Camarero? —dice Sebastian—. ¿Podría traernos un par de martinis, por favor? Con aceitunas en lugar de cáscara de limón en forma de espiral. —Se inclina hacia mí—. Aquí preparan los mejores martinis.
—A mí me gustaría tomar un Singapore Sling.
—Carrie… —me dice—. No puedes tomarte un Singapore Sling.
—¿Por qué no?
—Porque este es un sitio donde la especialidad son los martinis. Y un Singapore Sling es lo que piden los niños. —Me mira por encima del menú—. Y hablando de niños, ¿qué te pasa esta noche?
—Nada.
—Estupendo. En ese caso, intenta comportarte con normalidad.
Abro la carta y lo miro con el entrecejo fruncido.
—Las chuletillas de cordero son excelentes. Y también la sopa francesa de cebolla. Era mi plato favorito en Francia. —Levanta la mirada y sonríe—. Solo intento ser útil.
—Gracias —le digo con cierto tono sarcástico. Pero me disculpo de inmediato—: Lo siento.
¿Qué demonios me pasa? ¿Por qué estoy de tan mal humor? Nunca he estado de mal humor con Sebastian.
—Bueno —dice antes de cogerme de la mano—, ¿cómo te ha ido la semana?
—Fatal —contesto justo en el momento en el que llega el camarero con los martinis.
—Un brindis —propone— por las semanas horribles.
Doy un sorbo a la bebida y la dejo con cuidado en la mesa.
—Hablo en serio, Sebastian. Esta semana ha sido espantosa.
—¿Por mi culpa?
—No. No ha sido por tu culpa. O, al menos, no directamente. Lo que pasa es que Donna LaDonna me odia…
—Carrie —me interrumpe—, si no puedes soportar la polémica, no deberías salir conmigo.
—Sí que puedo…
—Está bien.
—¿Siempre hay polémica cuando sales con alguien?
Se reclina en la silla y me mira con arrogancia.
—Por lo general, sí.
Ajá. Sebastian es un tipo al que le encanta el drama. Pero a mí también. Así que tal vez seamos perfectos el uno para el otro. Tengo que hablar de esto con la Rata, pienso.
—Así que sopa francesa de cebolla y chuletillas de cordero para ti, ¿no? —pregunta para pedírselo al camarero.
—Perfecto. —Le sonrío por encima del borde de la copa de martini.
Pero hay un problema: no quiero tomar sopa francesa de cebolla. He comido cebolla y queso toda mi vida. Quiero probar algo exótico y sofisticado, como los caracoles. Pero ya es demasiado tarde. ¿Por qué hago siempre lo que Sebastian quiere?
Cuando levanto la copa, una mujer pelirroja que lleva puesto un vestido rojo sin medias choca contra mí y derrama la mitad de mi bebida.
—Lo siento, encanto —dice arrastrando las palabras. Da un paso atrás para fijarse en lo que parece una escena romántica entre Sebastian y yo—. El amor juvenil… —comenta con una sonrisa burlona antes de alejarse haciendo eses.
Intento arreglar el lío con la servilleta.
—¿A qué ha venido eso?
—Es una borracha de mediana edad. —Sebastian se encoge de hombros.
—No puede evitar tener la edad que tiene, ¿sabes?
—Ya. Pero no hay nada peor que una mujer de cierta edad que ha bebido demasiado.
—¿De dónde sacas todas esas ideas?
—Venga, Carrie. Todo el mundo sabe que las mujeres aguantan mal la bebida.
—¿A los hombres se les da mejor?
—¿Por qué estamos manteniendo esta discusión?
—Supongo que pensarás que las mujeres también son malas conductoras y malas científicas.
—Hay excepciones. Por ejemplo, tu amiga la Rata.
¡¿Cómo dices?!
Llega nuestra sopa de cebolla, cubierta de burbujeante queso fundido.
—Ten cuidado —me aconseja—. Está muy caliente.
Dejo escapar un suspiro y soplo una cucharada de queso derretido.
—Aún quiero ir a Francia algún día.
—Yo te llevaré —asegura, y se queda tan fresco—. Quizá podamos ir este verano. —Luego se inclina hacia delante, animado de pronto con esta idea—. Comenzaremos por París. Luego cogeremos el tren hasta Burdeos. Es la región del vino. Después bajaremos a las regiones del sur: Cannes, Saint-Tropez…
Me imagino la torre Eiffel. Una villa blanca sobre una colina. Lanchas motoras. Biquinis. Los ojos de Sebastian se clavan en los míos, serios, conmovedores. «Te quiero, Carrie —susurra en mi imaginación—. ¿Te casarás conmigo?»
Tenía la esperanza de ir a Nueva York este verano, pero si Sebastian quiere llevarme a Francia, allí estaré.
—¿Hola?
—¿Eh? —Levanto la vista y veo a una mujer rubia que lleva una cinta en la cabeza y sonríe de oreja a oreja.
—Tengo que preguntártelo. ¿Dónde has conseguido ese bolso?
—¿Le importa? —le dice Sebastian a la rubia. Quita el bolso de la mesa y lo coloca en el suelo.
La mujer se aleja mientras Sebastian pide otra ronda de martinis. Pero la magia del momento se ha roto, y cuando llegan las chuletillas de cordero nos limitamos a comer en silencio.
—Oye —le digo—. Somos como un viejo matrimonio.
—¿Y eso por qué? —pregunta con tono indiferente.
—Ya sabes, porque estamos comiendo sin decir nada. Eso es lo que más temo. Me entristece ver a esas parejas de los restaurantes que apenas se miran el uno al otro. ¿Para qué se molestan en salir? Si no tienes nada que decir, ¿por qué no te quedas en casa?
—Tal vez la comida del restaurante sea mejor.
—Qué gracioso… —Dejo el tenedor, me limpio la boca con la servilleta y echo una ojeada al restaurante—. Sebastian, ¿qué te pasa?
—¿Qué te pasa a ti?
—Nada.
—Estupendo.
—Ocurre algo.
—Estoy comiendo, ¿vale? ¿Es que no puedo comerme las chuletillas de cordero sin que me des la lata?
Me encojo de vergüenza. Ahora no mido más de un palmo. Abro bien los ojos y me obligo a no parpadear. Me niego a llorar. Pero la verdad es que me ha dolido.
—Claro —contesto con tono despreocupado.
¿Nos estamos peleando? ¿Cómo demonios ha ocurrido?
Le doy un mordisquito al cordero y luego suelto el cuchillo y el tenedor.
—Me rindo.
—No te gusta el cordero.
—No es eso. Me encanta el cordero. Pero tú estás enfadado conmigo por algo.
—No estoy enfadado.
—Pues te aseguro que a mí me da esa sensación.
Él también suelta los cubiertos.
—¿Por qué las chicas siempre os comportáis igual? ¿Por qué preguntáis siempre qué pasa? Puede que no pase nada. Puede que el chico solo quiera comer.
—Tienes razón —replico en voz baja antes de ponerme en pie.
Durante un segundo, parece aterrorizado.
—¿Adónde vas?
—Al servicio.
Utilizo el baño, me lavo las manos y observo con detenimiento el reflejo de mi cara en el espejo. ¿Por qué me estoy comportando así? Puede que sea a mí a quien le pasa algo.
De pronto me doy cuenta de que estoy asustada.
Si algo ocurriera y perdiera a Sebastian, me moriría. Si cambiara de opinión y volviera con Donna LaDonna, me moriría dos veces.
Además, mañana por la noche tengo la cita con George. Quería anularla, pero mi padre no me lo ha permitido.
—Sería una grosería por tu parte —me dijo.
—Pero no me gusta ese chico —repliqué, enrabietada como una niña.
—Es una persona muy agradable y no hay razón para que seas desconsiderada con él.
—Lo desconsiderado sería darle esperanzas.
—Carrie —dice mi padre con un suspiro—, quiero que tengas cuidado con Sebastian.
—¿Qué tiene de malo Sebastian?
—Pasas muchísimo tiempo con él. Y los padres sabemos de qué van estas cosas. Conocemos a los demás hombres.
En ese momento me enfadé con mi padre también. Pero no tuve el coraje de anular la cita con George.
¿Y si Sebastian descubre la cita con George y rompe conmigo?
Mataré a mi padre. Lo juro.
¿Por qué no puedo tener ningún tipo de control sobre mi vida?
Estoy a punto de coger el bolso cuando recuerdo que no lo he traído. Está debajo de la mesa, donde Sebastian lo ha escondido. Respiro hondo. Me arreglo un poco para animarme, pinto una sonrisa en mi cara, salgo del baño y actúo como si todo fuera bien.
Cuando vuelvo a la mesa, ya nos han retirado los platos.
—Bueno… —le digo con fingida alegría.
—¿Quieres postre? —pregunta Sebastian.
—¿Y tú?
—Yo te lo he preguntado primero. ¿Te importaría tomar una decisión, por favor?
—Claro. Tomemos postre.
¿Por qué tiene que ser tan insoportable? La tortura china suena incluso mejor.
—Dos tartas de queso —le dice al camarero, pidiendo en mi nombre una vez más.
—Sebastian…
—¿Sí? —Me mira con intensidad.
—¿Sigues enfadado?
—Mira, Carrie, he pasado mucho tiempo planeando esta cita, porque quería llevarte a un restaurante bueno de verdad. Y lo único que haces es regañarme.
—¿Qué? —pregunto. Me ha pillado desprevenida.
—Me da la impresión de que no hago nada bien.
Por un momento, me quedo paralizada por el miedo. ¿Qué estoy haciendo?
Tiene razón, por supuesto. Soy yo quien se está comportando como una idiota, ¿y por qué? ¿Tan asustada estoy por la posibilidad de perderlo que intento alejarlo antes de que pueda romper conmigo?
Ha dicho que quiere llevarme a Francia, por el amor de Dios. ¿Qué más quiero?
—¿Sebastian? —lo llamo con un hilo de voz.
—¿Sí?
—Lo siento.
—No pasa nada. —Me da unas palmaditas en la mano—. Todo el mundo comete errores.
Asiento y me hundo aún más en la silla, pero Sebastian ha recuperado de pronto el buen humor. Tira de mi silla para acercarla a la suya y, ante los ojos de todo el restaurante, me besa.
—Llevo toda la noche deseando hacer esto —susurra.
—Yo también —murmuro.
O al menos, eso creía. Sin embargo, me aparto después de unos segundos. Todavía me siento algo enfadada y confusa.
Tomo otro trago de martini y entierro los sentimientos de rabia en las plantas de mis pies, donde, con un poco de suerte, no me causarán más problemas.