13

Criaturas del amor

Paso desapercibida los dos días siguientes y me mantengo alejada de Donna LaDonna saltándome la asamblea y evitando la cafetería durante el almuerzo. Al tercer día, Walt me encuentra en la sección de libros de autoayuda de la biblioteca. Estoy leyendo a escondidas un libro de Linda Goodman, Los signos del zodiaco y el amor, en un vano intento por descubrir si Sebastian y yo tenemos un futuro juntos. El problema es que no conozco su fecha de nacimiento. Mi única esperanza es que sea aries y no escorpio.

—¿Astrología? Ay, no… Tú no, Carrie —dice Walt.

Cierro el libro y vuelvo a dejarlo en la estantería.

—¿Qué tiene de malo la astrología?

—Es una gilipollez —responde Walt con una mueca de desprecio—. Es absurdo creer que se puede predecir la vida de la gente a partir de su fecha de nacimiento. ¿Sabes cuántas personas nacen cada día? Dos millones quinientas noventa y cinco personas exactamente. ¿Cómo es posible que dos millones quinientas noventa y cinco personas tengan algo en común?

—¿No te ha dicho nadie que últimamente estás de un humor de perros?

—¿De qué hablas? Siempre he sido así.

—No es por la ruptura, ¿verdad?

—No, no lo es.

—Entonces, ¿a qué se debe?

—Maggie no deja de llorar.

Suelto un suspiro.

—¿Es por mi culpa?

—No todo es por tu culpa, Bradley. Al parecer, ha tenido una especie de pelea con Peter. Me ha enviado a buscarte. Está en el servicio de chicas que hay al lado del laboratorio de química.

—No tienes por qué hacerle de recadero.

—No me importa —asegura Walt, como si toda la situación fuera inevitable—. Es más fácil que no hacerlo.

A Walt le pasa algo, sin duda, pienso mientras corro a buscar a Maggie. Siempre ha sido un poco sarcástico y algo cínico, que es precisamente lo que más me gusta de él. Pero jamás me ha parecido tan harto del mundo; es como si el día a día le hubiera arrebatado la fortaleza para seguir adelante.

Abro la puerta del pequeño aseo que hay en la parte antigua del instituto, el que no utiliza casi nadie porque el espejo está hecho un asco y las instalaciones son de hace unos sesenta años. Las pintadas arañadas en las puertas también parecen de hace sesenta años. Mi favorita es: «Si quieres pasar un buen rato, llama a Myrtle». Por favor, ¿cuándo fue la última vez que alguien llamó «Myrtle» a su hija?

—¿Quién está ahí? —grita Maggie.

—Soy yo.

—¿Hay alguien contigo?

—No.

—Vale —dice antes de salir del aseo. Tiene la cara hinchada y llena de manchas ocasionadas por las lágrimas.

—Por Dios, Maggie… —le digo antes de ofrecerle una toallita de papel.

Se suena la nariz y me mira por encima del pañuelo.

—Sé que estás muy ocupada con Sebastian ahora, pero necesito tu ayuda.

—Vale —replico con mucho tiento.

—Porque tengo que ir al médico. Y no quiero ir sola.

—Claro. —Sonrío, contenta de que las cosas se hayan arreglado entre nosotras—. ¿Cuándo?

—Ahora.

—¿¿Ahora??

—A menos que tengas algo mejor que hacer.

—No, nada. Pero ¿por qué ahora, Maggie? —pregunto, cada vez más suspicaz—. ¿A qué clase de médico tienes que ir?

—Ya sabes —contesta bajando la voz—. A uno de esos médicos que se encargan de… las cosas de mujeres.

—¿Como el aborto? —No puedo evitarlo. Las palabras salen de mi boca en una exclamación ahogada.

Maggie parece aterrorizada.

—Ni siquiera menciones esa palabra.

—¿Estás…?

—¡No! —responde en un susurro furioso—. Pero creí que podría estarlo. Aunque me bajó la regla el lunes…

—Así que lo has hecho… sin protección.

—Esas cosas no se planean, ¿sabes? —dice Maggie a la defensiva—. Y él siempre eyacula fuera.

—Ay, Maggie… —Aunque en realidad nunca he practicado el sexo, conozco bastante bien las teorías, y la principal dice que el método de «la marcha atrás» es famoso por su escaso éxito. Y Maggie también debería saberlo—. ¿No estás tomando la píldora?

—Bueno, lo estoy intentando. —Me mira con rabia—. Por eso quiero ir a ese médico de East Milton.

East Milton está justo al lado de nuestra ciudad, pero dicen que se cometen muchos delitos, así que nadie va. Ni siquiera pasan por allí bajo ninguna circunstancia. Para ser sincera, ni siquiera puedo creerme que haya un consultorio médico.

—¿Cómo has encontrado a ese médico?

—En las Páginas Amarillas. —Por el tono de su voz, sé que está mintiendo—. Llamé y pedí una cita para hoy a las doce y media. Y tú tienes que venir conmigo. Eres la única persona en la que puedo confiar. Porque no puedo ir con Walt, ¿no te parece?

—¿Por qué no vas con Peter? Es la persona responsable de todo esto, ¿no?

—Está cabreado conmigo —dice Maggie—. Cuando se enteró de que podría estar embarazada, se asustó y no quiso hablar conmigo en veinticuatro horas.

Hay algo en todo esto que no tiene sentido.

—Pero, Maggie… —me atrevo a replicar—, cuando te vi el domingo por la tarde dijiste que te habías acostado con Peter por primera vez…

—No, no es cierto.

—Sí, sí que lo es.

—No me acuerdo. —Coge un puñado de toallas de papel y se tapa la cara con ellas.

—Esa no fue la primera vez, ¿verdad? —Ella niega con la cabeza—. Te habías acostado con él antes.

—La noche que estuvimos en The Emerald —me confiesa.

Asiento con lentitud. Me acerco a la diminuta ventana del baño y contemplo el exterior.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Ay, Carrie, no podía… —dice entre sollozos—. Lo siento mucho. Quería decírtelo, pero estaba asustada. ¿Y si la gente lo descubría? ¿Y si se enteraba Walt? Todo el mundo me consideraría una furcia.

—Yo jamás te consideraría una furcia. No pensaría que eres una furcia ni aunque te acostaras con cien hombres.

Eso la hace reír.

—¿Crees que una mujer puede acostarse con cien hombres?

—Creo que sí, si se esfuerza mucho, mucho. Tendría que acostarse con un tipo diferente cada semana. Durante dos años. No tendría tiempo para otra cosa que para el sexo.

Maggie tira el papel a la basura y se mira al espejo mientras se da unas palmaditas en la cara con agua fresca.

—Eso me recuerda a Peter. No piensa en otra cosa más que en el sexo.

¿En serio? Mierda. ¿Quién se habría imaginado que el empollón de Peter fuera semejante semental?

Tendríamos que haber llegado al consultorio médico en menos de quince minutos, pero ya han pasado treinta y todavía no hemos logrado encontrarlo. Hasta el momento, hemos estado a punto de chocar contra dos coches, nos hemos subido a cuatro bordillos y hemos atropellado un puñado de patatas fritas. Maggie insistió en que nos detuviéramos de camino en un McDonald’s, y una vez que metimos la comida en el coche salió del aparcamiento dando tales bandazos que mis patatas fritas salieron volando por la ventanilla.

¡Se acabó!, deseo gritar. Pero no puedo hacerlo… no si quiero llevar a una de mis mejores amigas a un matasanos para que le recete píldoras anticonceptivas. Así que, cuando consulto mi reloj de muñeca y veo que son más de las doce y media, sugiero con delicadeza que nos detengamos en la próxima gasolinera.

—¿Por qué? —pregunta Maggie.

—Allí hay mapas.

—No necesitamos un mapa.

—¿Qué te pasa? ¿Es que ahora eres un tío o qué? —Abro la guantera y miro en el interior, desesperada. Está vacía—. Además, necesitamos cigarrillos.

—La idiota de mi madre… —dice Maggie—. Está intentando dejarlo. Odio que haga eso.

Por suerte, el tema de los cigarrillos nos hace olvidar que nos hemos perdido, que estamos en la ciudad más peligrosa de Connecticut y que somos unas fracasadas. Además, es suficiente para que paremos en una gasolinera, donde me veo obligada a coquetear con el empleado lleno de granos mientras Maggie hace una visita urgente al mugriento cuarto de baño.

Le muestro al empleado el trozo de papel con la dirección.

—Ah, claro —dice—. Esa calle está justo a la vuelta de la esquina. —Luego empieza a hacer sombras chinescas en el costado del edificio.

—Se te da muy bien hacer el conejito —comento.

—Lo sé —dice él—. Voy a dejar este trabajo muy pronto. Pienso dedicarme a hacer sombras chinescas para fiestas de niños.

—Estoy segura de que tendrás una gran clientela. —De pronto, me siento un poco emocionada por este tierno chico lleno de granos que quiere hacer sombras chinescas para fiestas de niños. No se parece en nada a ninguno de los alumnos del Instituto Castlebury.

Cuando Maggie regresa, la obligo a entrar en el coche a toda prisa. Mientras abandonamos la gasolinera, coloco los dedos de la mano para formar un perro ladrando.

—¿A qué ha venido eso? —pregunta Maggie—. Lo de la mano. ¿Desde cuándo te dedicas a hacer sombras chinescas?

Desde que tú decidiste practicar sexo sin contármelo, me entran ganas de decirle, pero no lo hago.

—Siempre las he hecho, lo que pasa es que nunca te has fijado.

La consulta del médico se encuentra en una calle residencial llena de pequeñas casas amontonadas unas junto a otras. Cuando llegamos al número 46, Maggie y yo nos miramos la una a la otra, como si la dirección no pudiera estar bien. No es más que otra casa: un pequeño bungalow azul con la puerta roja. Detrás de la casa descubrimos otra puerta con un cartel que reza CONSULTORIO MÉDICO. Pero, ahora que hemos encontrado por fin al doctor, Maggie está aterrorizada.

—No puedo hacerlo —dice derrumbada contra el volante—. No puedo entrar ahí.

Sé que debería echarle la bronca por haberme hecho venir hasta East Milton para nada, pero sé muy bien cómo se siente. Desea aferrarse al pasado, ser la de siempre. Está demasiado asustada para avanzar hacia el futuro. Porque ¿quién sabe lo que puede depararnos el futuro?

No obstante, es probable que ya sea demasiado tarde para echarse atrás.

—Mira —le digo—. Entraré ahí para ver qué tal está. Si está bien, volveré a buscarte. Si no he vuelto en cinco minutos, llama a la policía.

Pegado a la puerta hay un trozo de papel que dice: «Llamen con fuerza». Llamo con fuerza. Llamo con tanta fuerza que casi me salen moratones en los nudillos.

La puerta se abre un poco y una mujer de mediana edad ataviada con un uniforme de enfermera se asoma por la rendija.

—¿Sí?

—Mi amiga tiene una cita.

—¿Para qué? —pregunta.

—¿Para una receta de píldoras anticonceptivas? —susurro.

—¿Tú eres esa supuesta amiga? —exige saber.

—No —contesto desconcertada—. Mi amiga está en el coche.

—Será mejor que entre rápido. El doctor está ocupadísimo hoy.

—Vale —digo antes de asentir. Siento la cabeza como la de uno de esos perros que los camioneros colocan en el salpicadero.

—O traes a tu «amiga» o entras de una vez —dice la enfermera.

Me vuelvo y le hago un gesto a Maggie con la mano. Y, por una vez en su vida, sale a la primera del coche.

Entramos en la clínica. Nos encontramos en una diminuta sala de espera que debía de haber sido originalmente la sala para desayunar de la casa. El papel de las paredes tiene teteras dibujadas. Hay seis sillas de metal y una mesita de café llena de ejemplares de revistas para niños. Una chica de nuestra edad más o menos ocupa una de las sillas.

—El doctor os atenderá muy pronto —le dice la enfermera a Maggie antes de marcharse.

Nos sentamos.

Contemplo a la chica, que nos mira con hostilidad. Lleva un peinado típico de los ochenta, corto por delante y muy largo por detrás. Se ha pintado los párpados con una línea negra que se transforma en dos pequeñas alas, como si los ojos fueran a salir volando de su cara. Parece dura, desgraciada y algo cabreada. En realidad, parece que quisiera darnos una paliza. Intento sonreírle, pero ella me mira encolerizada y coge una de las revistas para niños. Luego vuelve a dejarla sobre la mesa y dice:

—¿Se puede saber qué miras?

No estoy preparada para otra pelea de chicas, así que respondo con la mayor dulzura posible:

—Nada.

—¿En serio? —dice ella—. Pues será mejor que no mires nada.

—No miro nada. Lo prometo.

Al final, antes de que la cosa llegue a más, la puerta se abre y aparece la enfermera, que escolta a otra chica a la que lleva agarrada por los hombros. La muchacha se parece un poco a su amiga, pero llora en silencio y se limpia las lágrimas de las mejillas con la manga.

—Estás bien, querida —dice la enfermera con sorprendente amabilidad—. El doctor dice que todo ha ido bien. Nada de aspirinas durante los tres próximos días. Y nada de sexo en al menos dos semanas. —La chica asiente sin dejar de llorar.

Su amiga se levanta de un salto y le rodea la cara con las manos.

—Venga, Sal. Todo va bien. Todo saldrá bien. —Y, tras una última mirada asesina, se aleja con su compañera.

La enfermera sacude la cabeza y luego mira a Maggie.

—El doctor te atenderá ahora.

—Maggie —susurro—, no tienes por qué hacer esto. Podemos ir a cualquier otro sitio…

Pero Maggie se pone en pie con expresión decidida.

—Tengo que hacerlo.

—Es lo correcto, querida —dice la enfermera—. Es mucho mejor tomar precauciones. Ojalá todas las chicas tomarais precauciones.

Y por algún motivo, me mira directamente a mí.

Vaya, señora… Tranquilícese. Todavía soy virgen.

Aunque puede que no siga siéndolo por mucho tiempo. Quizá debería tomarme la píldora también. Solo por si las moscas.

Después de diez minutos, Maggie sale de la consulta sonriente, como si le hubieran quitado un peso de encima. Le da las gracias a la enfermera efusivamente. De hecho, se lo agradece tantas veces que me veo obligada a recordarle que tenemos que regresar al instituto.

Ya fuera, me dice:

—Ha sido muy fácil. Ni siquiera he tenido que quitarme la ropa. Solo me ha preguntado cuándo fue la última vez que tuve la regla.

—Genial —digo mientras subo al coche. No puedo sacarme de la cabeza la imagen de la chica que lloraba. ¿Lloraba porque se sentía triste o a causa del alivio? ¿O solo estaba asustada? En cualquier caso, ha sido espantoso. Abro un poco la ventanilla y enciendo un cigarrillo—. Mags, ¿cómo te has enterado de la existencia de este lugar? Y dime la verdad.

—Peter me habló de él.

—¿Y cómo lo conocía él?

—Donna LaDonna se lo dijo —susurra.

Asiento y echo el humo por fuera de la ventanilla, al aire frío.

Me parece que todavía no estoy lo bastante preparada para todo esto.