Competición
—He oído que Donna LaDonna está saliendo con Sebastian Kydd —dice Lali antes de ajustarse las gafas.
¡¿Qué?! Hundo el dedo del pie en el agua y me ajusto los tirantes del Speedo mientras intento recuperar la compostura.
—¿En serio? —pregunto con tono indiferente—. ¿Cómo te has enterado de eso?
—Donna se lo dijo a las dos Jen, y ellas se lo están diciendo a todo el mundo.
—Tal vez se lo haya inventado —comento mientras estiro las piernas.
—¿Por qué iba a hacer eso?
Me subo al bloque que hay a su lado y me encojo de hombros.
—A sus marcas. Listos. ¡Ya! —exclama el entrenador Nipsie.
Mientras estamos en el aire, grito de repente:
—¡He tenido una cita con Sebastian Kydd!
Veo un atisbo de su expresión alucinada cuando cae en plancha a la piscina.
El agua está fría, apenas a veintitrés grados. Nado una vuelta, y, cuando veo que Lali viene detrás de mí, empiezo a aporrear el agua.
Lali es mejor nadadora que yo, pero a mí se me dan mejor los saltos. Durante casi ocho años hemos competido juntas, y también la una contra la otra. Nos hemos levantado a las cuatro de la madrugada, nos hemos tragado extraños brebajes a base de huevo crudo para hacernos más fuertes, hemos pasado semanas en campamentos de natación, nos hemos tirado mutuamente del bañador para meterlo entre las nalgas, hemos inventado ridículos bailes de la victoria y nos hemos pintado la cara con los colores del colegio. Nos han gritado los entrenadores, nos han regañado las madres y hemos chillado como niñas. Se nos considera una mala combinación, pero hasta el momento nadie ha sido capaz de separarnos.
Nadamos una agotadora carrera mixta de ocho vueltas. Lali me supera en la sexta, y, cuando toco la pared, está de pie frente a mí, chorreando agua sobre mi calle.
—Bonita forma de animar la competición —dice mientras chocamos las manos.
—Pero es cierto…
—¡¿Qué?!
—Anoche. Vino a mi casa. Me llevó a ver un museo. Luego fuimos a su casa y nos enrollamos.
—Sí, claro… —Flexiona el pie y lo sube hasta la parte trasera del muslo.
—Vivió un verano en Roma. Y… —Miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie me oye—… se muerde las uñas.
—Venga, Bradley…
—Lali —susurro—, te estoy diciendo la verdad.
Deja de estirar la pierna y me mira. Por un segundo me da la impresión de que está enfadada. Luego sonríe con sorna y me suelta:
—Vamos, Carrie. ¿Por qué iba a salir contigo Sebastian Kydd?
Por un instante nos quedamos atrapadas en uno de esos terribles momentos en que una amiga va demasiado lejos y te planteas si habrá un intercambio de palabras feas. Dirás algo desagradable y a la defensiva. Ella dirá algo hiriente y cruel. Y luego te preguntarás si volveréis a dirigiros la palabra alguna vez.
Pero puede que no lo haya dicho en serio. Así que le das otra oportunidad.
—¿Por qué no iba a hacerlo? —pregunto, intentando quitarle hierro al asunto.
—Pues por Donna LaDonna —dice echándose atrás—. Bueno, si se está viendo con ella… no creo que empiece a salir con otra persona.
—Tal vez no se esté viendo con ella —señalo con la garganta constreñida. Estaba deseando contarle a Lali todo lo de la cita, hablarle de cada cosa que hizo y dijo él, pero ya no puedo.
¿Y si de verdad está saliendo con Donna LaDonna? Quedaría como una completa estúpida.
—¡Bradshaw! —grita el entrenador Nipsie—. ¿Qué demonios te pasa hoy? ¡Súbete al trampolín de una vez!
—Lo siento —le digo a Lali, como si de algún modo todo fuera culpa mía. Cojo la toalla y me dirijo hacia los trampolines.
—Y necesito que claves el salto de navaja con tirabuzón completo para el campeonato del jueves —señala a voz en grito el entrenador Nipsie.
Genial.
Subo los peldaños hasta la tabla e intento visualizar mi salto. Sin embargo, lo único que veo es a Donna LaDonna y a Sebastian juntos la noche que estuvimos en The Emerald. Tal vez Lali tenga razón. ¿Por qué se iba a molestar en perseguirme si está saliendo con Donna LaDonna? No obstante, puede que no esté con ella y que Lali solo pretenda fastidiarme. Pero ¿por qué querría hacer algo así mi amiga?
—¡Bradshaw! —me advierte el entrenador Nipsie—. ¡No tenemos todo el día!
De acuerdo. Doy cuatro pasos, salto con fuerza sobre mi pierna izquierda y salto estirada hacia arriba. En cuanto estoy en el aire, sé que el salto será un desastre. Mis brazos y mis piernas se tuercen a un lado y entro en el agua con la parte posterior de la cabeza.
—Vamos, Bradshaw. Ni siquiera lo estás intentando… —me regaña el entrenador.
Por lo general soy bastante dura, pero esta vez los ojos se me llenan de lágrimas. No sé si es por el dolor de cabeza o por la humillación, pero, en cualquier caso, ambas cosas duelen. Echo un vistazo a Lali en busca de una mirada amiga, pero ella no me presta atención. Está sentada en las gradas, y a su lado, a menos de un paso de distancia, está Sebastian.
¿Por qué siempre aparece de improviso? No estoy preparada para esto.
Vuelvo al trampolín. No me atrevo a mirarlo, pero sé que me está observando. Mi segundo intento es algo mejor, y cuando salgo del agua reparo en que Lali y Sebastian han empezado a hablar. Lali me mira y levanta el puño.
—¡Ánimo, Bradley!
—Gracias. —Saludo con la mano. Sebastian me mira y me guiña un ojo.
Mi tercer salto es bastante bueno, pero Lali y Sebastian están tan absortos en su animada conversación que ni siquiera se dan cuenta.
—Hola —saludo cuando me acerco a ellos escurriéndome el agua del pelo.
—Ah, hola —dice Lali, como si fuera la primera vez que me ve en todo el día. Ahora que Sebastian está aquí, supongo que debe de estar arrepentida por lo que ha dicho.
—¿Te ha dolido? —pregunta Sebastian cuando me siento a su lado. Me da unos golpecitos en la cabeza y dice con ternura—: La cabecita. Me ha parecido que sufrías algún daño en la zona.
Le echo un vistazo a Lali, que tiene los ojos abiertos como platos.
—No. —Me encojo de hombros—. Pasa muchas veces. No es nada.
—Estábamos hablando de la noche que fuimos a pintar el granero —dice Lali.
—Fue desternillante —replico intentando comportarme como si todo fuera normal, como si no me sorprendiera que Sebastian estuviera esperándome.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—Claro.
Me sigue hasta la sala de taquillas y, por alguna razón, estoy aliviada. Y me doy cuenta de que no quiero dejarlo a solas con Lali.
Lo quiero para mí sola. Es demasiado nuevo para empezar a compartirlo.
Y luego me siento fatal. Lali es mi mejor amiga.
Salgo al aparcamiento a través del gimnasio y no por la piscina. Todavía tengo el pelo húmedo y los vaqueros pegados a los muslos. Estoy en medio del asfalto cuando un Toyota beige se detiene a mi lado. La ventanilla se baja y Jen S. asoma la cabeza.
—Hola, Carrie —saluda con tono despreocupado—. ¿Adónde vas?
—A ningún sitio.
Jen P. se inclina sobre su amiga.
—¿Te apetece venir al Hamburger Shack?
Las observo con una expresión deliberadamente incrédula. Jamás en la vida me han preguntado si quería ir con ellas al Hamburger Shack… por Dios, jamás me han pedido que vaya con ellas a ninguna parte. ¿De verdad se creen que soy imbécil?
—No puedo —contesto sin mucho interés.
—¿Por qué no?
—Tengo que irme a casa.
—Tienes tiempo para una hamburguesa —dice Jen S.
Tal vez sea mi imaginación, pero detecto una ligera amenaza en su tono. Sebastian toca el claxon.
Doy un respingo. Jen S. y Jen P. intercambian una mirada.
—Sube —me apremia Jen P.
—De verdad, chicas. Otra vez será.
Jen S. me asesina con la mirada. Y esta vez no hay duda alguna sobre la hostilidad de su voz.
—Como quieras —dice mientras sube la ventanilla.
Se quedan allí paradas, viendo cómo me acerco a Sebastian y me subo al coche.
—Hola —dice él antes de inclinarse hacia delante para darme un beso.
Me aparto.
—Será mejor que no lo hagas. Nos están vigilando. —Señalo el Toyota beige—. Las dos Jen.
—¿Y qué más da? —dice, y me besa de nuevo.
Yo le sigo el juego, pero me aparto pocos segundos después.
—Las Jen… —le recuerdo—. Son las mejores amigas de Donna LaDonna.
—¿Y?
—Bueno, es obvio que van a decírselo. Que estás conmigo —señalo con pies de plomo, ya que no quiero parecer presuntuosa.
Él frunce el ceño, gira la llave para encender el motor e introduce la segunda marcha. El coche avanza emitiendo un chirrido. Echo un vistazo por la ventanilla de atrás. El Toyota está justo detrás de nosotros. Me hundo en el asiento.
—No puedo creerlo —murmuro—. Nos están siguiendo.
—Ay, por el amor de Dios… —dice él cuando mira por el espejo retrovisor—. Puede que haya llegado el momento de darles una lección.
El motor ruge como un animal salvaje y Sebastian mete la cuarta marcha. Giramos bruscamente hacia la autopista y alcanzamos los ciento veinte kilómetros la hora.
—Creo que las estamos perdiendo.
—¿Por qué lo hacen? ¿Qué narices les pasa a esas chicas?
—Se aburren. No tienen nada mejor que hacer.
—Bueno, pues será mejor que encuentren otra cosa.
—¿O qué? ¿Les darás una paliza? —Suelto una risita nerviosa.
—Algo parecido. —Me masajea la pierna y sonríe. Describimos un giro brusco en la autopista para dirigirnos a Main Street. Cuando nos acercamos a mi casa, reduce la velocidad.
—Aquí no —le digo, presa del pánico—. Verán tu coche en la puerta.
—¿Adónde vamos, entonces?
Medito unos instantes.
—A la biblioteca.
A nadie se le ocurriría buscarnos allí, salvo tal vez a la Rata, que sabe que la biblioteca pública de Castlebury es mi lugar secreto favorito. Está ubicada en una mansión de ladrillos blancos construida a principios de 1900, cuando Castlebury era una floreciente población industrial con millonarios que querían hacer ostentación de sus riquezas y construían grandiosas residencias junto al río Connecticut. Sin embargo, ahora casi nadie tiene dinero para mantenerlas, así que todas se han convertido en propiedades públicas o asilos.
Sebastian se introduce rápidamente en el camino de entrada y aparca detrás del edificio. Salgo del coche y me asomo por la esquina. El Toyota beige reduce la velocidad en Main Street y pasa de largo la biblioteca. Dentro del coche, las dos Jen giran la cabeza de un lado a otro como si fueran marionetas, intentando encontrarnos.
Me inclino hacia delante, muerta de risa. Cada vez que intento enderezarme, miro a Sebastian y me entra el ataque de nuevo. Me acerco a trompicones al aparcamiento y me caigo al suelo sujetándome el vientre.
—¿Carrie? —dice él—. ¿De verdad te resulta tan divertido?
—Sí. —Y me entra otro ataque de risa. Sebastian me observa, pero al final se rinde y enciende un cigarrillo.
—Toma —dice al tiempo que me lo ofrece.
Me pongo en pie y me agarro a él para no caerme.
—¿No te parece gracioso?
—Para morirse.
—¿Cómo es posible que no te rías?
—Me río. Pero me gusta mucho más ver cómo te ríes tú.
—¿En serio?
—Sí. Me hace feliz. —Me rodea con el brazo y entramos en la biblioteca.
Lo guío hasta la cuarta planta. Casi nadie sube hasta aquí, ya que todos los libros versan sobre ingeniería, botánica e incomprensibles investigaciones científicas. La mayoría de la gente pasa de subir cuatro tramos de escaleras para leer algo así.
En la parte central de la estancia hay un viejo diván tapizado en cretona.
Llevamos al menos media hora enrollados cuando oímos una voz fuerte y cabreada que nos da un buen susto.
—Buenas, Sebastian… Me preguntaba adónde habrías huido.
Sebastian está encima de mí. Miro por encima de su hombro y veo a Donna LaDonna junto a nosotros, como una valquiria furiosa. Tiene los brazos cruzados a la altura de sus imponentes pechos. Si pudieran matar, yo estaría muerta.
—Eres despreciable —le dice a Sebastian con una mueca de asco antes de concentrar su atención en mí—. Y tú, Carrie Bradshaw, eres incluso peor.
—No lo entiendo —digo con un hilo de voz.
Sebastian parece sentirse culpable.
—Lo siento, Carrie. No tenía ni la menor idea de que reaccionaría así.
Pero ¿cómo es posible que «no tuviera ni la menor idea»?, me pregunto cada vez más furiosa. Mañana se hablará de esto en todo el instituto. Y será a mí a quien miren como si fuera una estúpida o una zorra.
Sebastian tiene una mano en el volante y da golpecitos sobre las falsas incrustaciones de madera con una de sus uñas mordidas, como si se sintiera tan perplejo como yo. Lo más probable es que debiera gritarle, pero parece tan mono e inocente que no consigo hacerlo.
Lo miro con dureza y cruzo los brazos.
—¿Estás saliendo con ella?
—Es complicado.
—¿Qué?
—No es tan sencillo.
—Es como estar un poco embarazada. O lo estás, o no lo estás.
—No lo estoy, pero ella cree que sí.
¿Y quién tiene la culpa de eso?
—¿No puedes decirle que no estás saliendo con ella?
—No es tan fácil. Ella me necesita.
Ahora sí que estoy harta. ¿Cómo puede responder a eso cualquier chica que se precie a sí misma? ¿Se supone que debo decirle: «No, por favor, yo también te necesito»? ¿Y qué gilipollez es esa de la «necesidad», en cualquier caso?
Se adentra en el camino de acceso a mi casa y aparca el coche.
—Carrie…
—Creo que debo irme. —Mi voz tiene un matiz cortante. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿Y si a él le gusta más Donna LaDonna y solo me está utilizando para ponerla celosa?
Salgo del coche y cierro de un portazo.
Corro hacia la entrada. Estoy casi enfrente de la puerta cuando oigo el sonido rápido y satisfactorio de sus pasos detrás de mí.
Me agarra del brazo.
—No te vayas —dice. Dejo que me dé la vuelta y que ponga las manos sobre mi cabello—. No te vayas… —repite en un susurro. Inclina su rostro hacia el mío—. Puede que yo te necesite a ti.