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El rescate

Mis padres se conocieron en una biblioteca.

Mi madre trabajaba como bibliotecaria después de las clases. Mi padre fue en busca de un libro, la vio y se enamoró.

Se casaron seis meses después.

Todo el mundo dice que mi madre se parecía a Elizabeth Taylor, pero en esa época a todas las chicas monas las comparaban con Elizabeth Taylor. De cualquier forma, siempre me imagino a Elizabeth Taylor sentada tras un modesto mostrador de roble. Mi padre, un tipo con el pelo rubio rapado, larguirucho y con gafas, se aproxima al mostrador y mi madre/Liz Taylor se levanta para atenderlo. Lleva puesta una de esas faldas de cancán con estampado floreado y pompones de color rosa.

Esa falda está en algún lugar del desván, guardada en una bolsa de cremallera con el resto de las viejas cosas de mi madre, entre las que se incluyen su vestido de boda, sus zapatos estilo años veinte en blanco y negro, sus zapatillas de ballet y el megáfono con su nombre pintado, «Mimi», de la época en que era animadora.

Rara vez vi a mi madre sin un bonito vestido, y siempre iba peinada y maquillada como es debido. Durante una época, ella confeccionaba su propia ropa y gran parte de la nuestra. Preparaba deliciosos almuerzos siguiendo las recetas del libro de cocina de Julia Child. Decoraba la casa con antigüedades locales, tenía los jardines y el árbol de Navidad más bonitos del vecindario, y siguió sorprendiéndonos con elaboradas cestas de Pascua mucho después de que dejáramos de creer en el Conejito de Pascua.

Mi madre era como el resto de las madres, pero un poco mejor, porque le parecía que presentar el hogar y a la familia bajo la mejor luz posible era un trabajo que merecía la pena, y además conseguía que todo pareciera sencillo.

Y aunque utilizaba el perfume White Shoulders y pensaba que los pantalones vaqueros eran para los granjeros, también asumía que las mujeres debían abrazar ese maravilloso ideal llamado feminismo.

El verano antes de que empezara el segundo año de primaria, mi madre y sus amigas decidieron leer El consenso, de Mary Gordon Howard. Era una novela bastante gruesa que transportaban dentro y fuera del club en grandes bolsos de lona llenos de toallas, loción bronceadora y pomadas para las picaduras de insectos. Todas las mañanas, una vez acomodadas en sus sillas alrededor de la piscina, una mujer tras otra sacaba El consenso de su bolso. Aún tengo la portada grabada en la memoria: la imagen de un solitario barco en un mar azul, rodeada por las fotografías en blanco y negro de ocho mujeres jóvenes. En la parte posterior había una fotografía de la propia Mary Gordon Howard tomada de perfil; era una mujer de rostro aristocrático que, para mi joven mente, se parecía a George Washington con perlas y un traje de tweed.

—¿Has llegado a la parte de los pesarios? —le preguntó una señora a otra en un susurro.

—Chist. Todavía no. No me lo cuentes.

—¿Qué es un pesario, mamá? —pregunté.

—No es algo de lo que una niña deba preocuparse.

—¿Tendré que preocuparme por ello cuando sea adulta?

—Puede que sí, puede que no. Seguro que para entonces habrá muchos métodos nuevos.

Me pasé todo el verano tratando de descubrir qué había en ese libro que conseguía atrapar de tal forma la atención de las damas del club; tanto que la señora Dewittle ni siquiera se dio cuenta de que su hijo David se había caído del trampolín y necesitaba diez puntos en la cabeza.

—¡Mamá! —grité más tarde, intentando llamar su atención—. ¿Por qué Mary Gordon Howard tiene dos apellidos?

Mi madre dejó de leer el libro y marcó la página por la que iba con el dedo índice.

—Gordon es el apellido de soltera de su madre, y Howard, el apellido de su padre.

Pensé en ello.

—¿Y si se casa?

Mi madre pareció complacida por la pregunta.

—Está casada. Se ha casado tres veces.

Pensé que casarse tres veces debía de ser lo más glamuroso del mundo. Por aquel entonces, no conocía a ningún adulto que se hubiera divorciado ni siquiera una vez.

—Pero nunca adopta el apellido de su marido. Mary Gordon Howard es una gran feminista. Cree que las mujeres deberían ser capaces de definirse a sí mismas y que no deberían permitir que los hombres les arrebaten su identidad.

Pensé que ser feminista debía de ser lo más glamuroso del mundo.

Hasta la aparición de El consenso, nunca había pensado mucho en el poder de los libros. Había leído un montón de libros ilustrados, y después las novelas de Roald Dahl y Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis. Pero ese verano comencé a vislumbrar que los libros podían cambiar a la gente. Pensé que yo también podría convertirme en escritora y feminista.

La Navidad de ese mismo año, mientras estábamos sentados a la mesa comiéndonos el Bûche de Noël que mi madre había tardado dos días en preparar, ella anunció algo. Iba a volver a estudiar para conseguir el título de arquitectura. Nada cambiaría, salvo que papá tendría que prepararnos la cena algunas noches.

Años más tarde, mi madre consiguió un trabajo en el despacho de arquitectura Beakon and Beakon. Me encantaba ir a su oficina después del colegio.

El despacho se encontraba en un antiguo edificio situado en el centro de la ciudad. Todas las estancias tenían una moqueta suave y estaban perfumadas con el fino aroma del papel y la tinta. Mi madre trabajaba en un peculiar escritorio inclinado en el que diseñaba elegantes estructuras con mano diestra y delicada. Había dos personas trabajando para ella, dos hombres jóvenes que parecían adorarla, así que yo nunca llegué a pensar que no se podía ser feminista si llevabas medias y tacones altos y te recogías el pelo con un precioso pasador.

Yo pensaba que ser feminista estaba relacionado con la manera en que una conduce su vida.

Cuando cumplí trece años, leí en el periódico local que Mary Gordon Howard iba a venir a nuestra biblioteca pública para dar una conferencia y firmar libros. Mi madre ya no estaba lo bastante bien de salud para salir de casa, así que decidí que iría sola y la sorprendería con un libro firmado. Me hice dos trenzas y aseguré los extremos con lazos amarillos. Me puse un vestido amarillo con un estampado de aires indios y unas sandalias de cuña. Antes de marcharme, fui a ver a mi madre.

Estaba tumbada en la cama, con las persianas medio bajadas. Como siempre, se oía el tictac mecánico del reloj de péndulo, y me imaginé los pequeños dientes del mecanismo mordisqueando un diminuto trozo de tiempo con cada uno de sus inexorables movimientos.

—¿Adónde vas? —preguntó mi madre. Su voz, antes meliflua, había quedado reducida a un ronco graznido.

—A la biblioteca —respondí con una sonrisa de oreja a oreja. Me moría por contarle mi secreto.

—Eso está bien —dijo—. Estás muy guapa. —Respiró hondo antes de continuar—. Me gustan tus lazos. ¿De dónde los has sacado?

—De tu viejo costurero.

Toqueteé los lazos, no muy segura de si debería haberlos cogido o no.

—No, no —dijo mi madre—. Póntelos. Para eso son, ¿no? Además, estás muy guapa —repitió.

Empezó a toser. Me aterrorizaba ese sonido agudo y frágil, que se parecía más al jadeo de un animal indefenso que a una auténtica tos. Llevaba tosiendo un año cuando descubrieron que estaba enferma. La enfermera entró en el cuarto, quitó la capucha de una jeringuilla con los dientes y le dio unos golpecitos a mi madre en el brazo con los dedos.

—Ya está, querida, ya está… —dijo en un tono sereno y tranquilizador mientras clavaba la aguja—. Ahora te dormirás. Dormirás durante un rato, y cuando despiertes te sentirás mejor.

Mi madre me miró y me guiñó un ojo.

—Lo dudo —dijo mientras empezaba a dormirse.

Cogí mi bici y recorrí ocho kilómetros por Main Street hasta la biblioteca. Era tarde, y mientras pedaleaba me dio por pensar que Mary Gordon Howard me rescataría.

Mary Gordon Howard me reconocería como su igual.

Mary Gordon Howard me vería y sabría instintivamente que yo también era una escritora feminista, y que algún día escribiría un libro que cambiaría el mundo.

Me puse de pie sobre los pedales para coger velocidad. Había depositado muchas esperanzas en mi drástica transformación.

Cuando llegué a la biblioteca, arrojé la bicicleta hacia los arbustos y corrí escaleras arriba hasta la sala de lectura principal.

Había dos filas de mujeres acomodadas en sillas plegables. La gran Mary Gordon Howard, con la mitad inferior del cuerpo oculta tras un podio, se encontraba ante ellas. Parecía una mujer vestida para el campo de batalla, con un severo traje de color metálico realzado con enormes hombreras. Capté una energía oculta de hostilidad en el ambiente y me escabullí por detrás de una estantería.

—¿Sí? —le gritó a una mujer de la primera fila que había levantado la mano. Era nuestra vecina de al lado, la señora Agnosta.

—Lo que usted dice está muy bien —comenzó a decir la señora Agnosta con mucho tiento—, pero ¿y si la vida que llevas no te hace infeliz? Lo que quiero decir es que no tengo muy claro que la vida de mi hija deba ser diferente de la mía. De hecho, me gustaría muchísimo que mi hija fuera como yo.

Mary Gordon Howard frunció el ceño. En sus orejas había enormes piedras azules. Cuando movió la mano para ajustarse el pendiente, me fijé en que llevaba un reloj de diamantes en la muñeca. Por alguna razón, no esperaba que Mary Gordon Howard llevara tantas joyas. Luego agachó la cabeza como un toro y miró a la señora Agnosta como si estuviera a punto de embestirla. Por un segundo temí de verdad por la salud de la señora Agnosta, que sin duda no tenía ni la menor idea de dónde se había metido y solo había ido allí en busca de un poco de cultura para amenizar la tarde.

—Eso, querida mía, se debe a que es usted una narcisista clásica —declaró Mary Gordon Howard—. Está tan enamorada de sí misma que imagina que una mujer solo puede ser feliz si es como usted. Usted es exactamente el tipo de mujer al que me refiero cuando hablo de las que suponen un obstáculo en el progreso de las demás.

Bueno, pensé, lo más probable es que eso sea cierto. Si dependiera de la señora Agnosta, todas las mujeres se pasarían el día horneando galletitas y limpiando el cuarto de baño.

Mary Gordon Howard echó un vistazo a la sala con la boca fruncida en una expresión triunfal.

—Y ahora, si no hay más preguntas, será un honor para mí firmar sus libros.

No hubo más preguntas. Supuse que el auditorio estaba demasiado asustado.

Me puse en la fila, con el ejemplar de El consenso de mi madre apretado contra el pecho. La directora de la biblioteca, la señorita Detooten, a quien conocía desde que era una niña, se encontraba junto a Mary Gordon Howard y le entregaba los libros que debía firmar. Mary Gordon Howard exhaló varios suspiros de fastidio. Al final, se volvió hacia la señorita Detooten y susurró:

—Amas de casa ignorantes, me temo.

En ese momento, solo había dos personas por delante de mí.

«No —quise protestar—. Eso no es cierto en absoluto.» Y deseé poder hablarle de mi madre y de cómo El consenso había cambiado su vida.

La señorita Detooten se removió con incomodidad y se ruborizó a causa del bochorno. Luego se volvió y reparó en mí.

—Vaya, ¡ha venido Carrie Bradshaw! —exclamó con una voz demasiado alegre y sugerente, como si yo fuera una persona a la que Mary Gordon Howard le gustaría conocer.

Mis dedos apretaron el libro con fuerza. Me resultaba imposible mover los músculos de la cara, y me imaginé el aspecto que debía de tener con los labios paralizados en una estúpida y tímida sonrisa.

La Gorgona, como había empezado a llamarla mentalmente, miró hacia mí y, tras fijarse en mi aspecto, regresó a su tarea de firmar libros.

—Carrie va a ser escritora —canturreó la señorita Detooten—. ¿No es cierto, Carrie?

Asentí.

De pronto, la Gorgona me prestó toda su atención. Dejó el bolígrafo a un lado.

—¿Y por qué? —preguntó.

—¿Cómo dice? —susurré. Sentía la comezón del rubor en mi cara.

—¿Por qué quieres ser escritora?

Miré a la señorita Detooten en busca de ayuda, pero ella parecía tan aterrorizada como yo.

—Yo… no lo sé.

—Si no se te ocurre ninguna buena razón para hacerlo, no lo hagas —comentó la Gorgona con sequedad—. Ser escritor implica tener algo que decir. Y mejor si es interesante. Si no tienes nada interesante que decir, no te conviertas en escritora. Sé algo útil. Médico, por ejemplo.

—Gracias —susurré.

La Gorgona extendió la mano para que le entregara el libro de mi madre. Por un momento, consideré la posibilidad de apartarlo y salir corriendo de allí, pero me sentía demasiado intimidada. La Gorgona garabateó su nombre con letras diminutas y afiladas.

—Gracias por venir, Carrie —dijo la señorita Detooten cuando me devolvió el libro.

Notaba que tenía la boca seca. Asentí sin decir nada y me marché de allí.

Me sentía demasiado débil para coger la bici. En lugar de eso, me senté en el bordillo mientras intentaba recuperar mi amor propio. Esperé a que las venenosas olas de la vergüenza rompieran sobre mí y, cuando pasaron, me puse en pie con la sensación de haber perdido una dimensión. Me subí a la bici y pedaleé hasta casa.

—¿Cómo te ha ido? —murmuró mi madre más tarde, cuando se despertó. Yo estaba sentada en la silla que había junto a su cama, sujetándole la mano. Mi madre siempre cuidaba muy bien sus manos. Si alguien hubiera visto solo sus manos, jamás habría pensado que ella estaba enferma.

Me encogí de hombros.

—No tenían el libro que buscaba.

Mi madre asintió.

—Tal vez la próxima vez.

Nunca le conté a mi madre que había ido a ver a su heroína, Mary Gordon Howard. Jamás le dije que Mary Gordon Howard había firmado su libro. Y, por supuesto, no le dije que Mary Gordon Howard no era feminista. ¿Cómo se puede ser feminista y tratar a las demás mujeres como si fueran basura? Si haces eso, no eres más que una chica mezquina como Donna LaDonna. Nunca le hablé a nadie de aquel incidente. Pero lo guardé para mí, como una terrible paliza que puedes expulsar de tu mente pero nunca olvidar del todo.

Todavía siento un poco de vergüenza cuando pienso en ello. Deseaba que Mary Gordon Howard me salvara.

Pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no soy una niña. No tengo por qué avergonzarme.

Me doy la vuelta y aplasto la mejilla contra la almohada mientras pienso en mi cita con Sebastian.

Lo cierto es que ahora tampoco necesito que me rescaten.