En las afueras de la aldea los restos de un fuego apagado ennegrecen la nieve medio derretida. Junto a ellos hay un cesto que, tras meses a la intemperie, ha adquirido el color de la ceniza. Hay bancos para que los ancianos puedan calentarse las manos, pero ahora hace frío incluso para eso, el anochecer está al caer y todo es demasiado lúgubre. Esto no es París. El aire huele a humo y a cielo nocturno; un ámbar desesperado desciende para ocultarse tras el bosque, casi una puesta de sol. La oscuridad se extiende tan deprisa que alguien ya ha encendido un farol en la ventana de la casa más próxima a la fogata abandonada. Es enero o febrero, o quizás un marzo riguroso de 1895 (el año quedará anotado con toscos números negros en las sombras de una esquina). Los tejados de la aldea son de pizarra, manchados por la nieve que se derrite y resbala a montones. Algunos de los caminos están flanqueados por tapias, otros llevan al campo y a los huertos fangosos. Las puertas de las casas están cerradas, el olor a comida asciende por las chimeneas.

Únicamente una persona se mueve en toda esta desolación: una mujer con ropa de viaje gruesa que camina por un sendero en dirección al último grupo de viviendas. Alguien ha encendido allí un farol, también, y se inclina sobre la llama, una silueta humana aunque borrosa tras la distante ventana. La mujer del camino avanza con dignidad y no lleva el mandil andrajoso ni los zuecos de madera habituales en la aldea. Su capa y su larga falda contrastan con la nieve violeta. Su capucha está ribeteada de piel y lo oculta todo menos la curva blanca de su mejilla. En la orilla de su vestido hay un galón con motivos geométricos de color azul claro. Se aleja andando con un fardo en sus brazos, algo firmemente envuelto, como para protegerlo del frío. Los árboles sostienen sus ramas ateridas hacia el cielo, enmarcando el camino. Alguien se ha dejado una tela roja en el banco que hay frente a la casa situada al final del sendero; un chal, tal vez, o un pequeño mantel, el único punto de color vivo. La mujer protege su fardo con los brazos, con sus manos enguantadas, y deja el centro de la aldea a sus espaldas lo más deprisa que puede. Sus botas golpetean contra un trozo de hielo del camino. Su aliento surge pálido en contraste con la creciente oscuridad. Avanza encogida, encorvada, recelosa, con prisas. ¿Abandona la aldea o se dirige presurosa a una de las casas del fondo?

Ni siquiera la persona que la observa conoce la respuesta, ni le importa. Ha estado trabajando en el lienzo prácticamente toda la tarde, pintando las tapias que flanquean los caminos, y los árboles desnudos, bosquejando el sendero, a la espera de los diez minutos de atardecer invernal. La mujer es una intrusa, pero él la incluye en el cuadro también, rápidamente, fijándose en los detalles de su atuendo, aprovechando la luz mortecina para pincelar el contorno de su capucha, el modo en que ella se dobla para mantener el calor u ocultar su fardo. Sea quien sea la mujer, es una sorpresa maravillosa. El toque que faltaba, el movimiento que necesitaba para llenar ese tramo central de camino nevado con hoyos de fango. Hace ya tiempo que él se ha recluido, ahora trabaja únicamente tras su ventana (es un anciano y le duelen las extremidades si pinta al aire libre con frío durante poco más de un cuarto de hora), de modo que sólo puede imaginarse la respiración agitada de la mujer, sus pisadas en el camino, el crujido de la nieve bajo el afilado tacón de sus botas. Está envejeciendo, está enfermo, pero durante un instante desea que ella se vuelva y lo mire de frente. Se imagina su pelo moreno y suave, sus labios escarlata, sus ojos grandes y desconfiados.

Pero ella no se vuelve, y él descubre que se alegra. La necesita tal como está, necesita que se aleje por el túnel nevado de su lienzo, necesita el contorno recto de su espalda y su pesada falda de elegante galón, su brazo acunando el objeto envuelto. Es una mujer de carne y hueso y tiene prisa, pero ahora ha sido también plasmada para siempre. Ha quedado inmovilizada en su prisa. Es una mujer de carne y hueso, y ahora es un cuadro.