Es casi de noche. Ahora la luz se desvanece resignada; las oscuras ramas se funden unas con otras y con el cielo cada vez más negro. Me lo imagino recogiendo sus cosas, rascando su paleta. Está limpiando los pinceles próximo al farol cuando ella pasa de nuevo por delante, esta vez cerca de sus ventanas, volviendo a paso apresurado de su recado. Él no puede distinguir bien el rostro que hay dentro de la capucha; ella debe de estar mirando hacia el suelo, hacia el hielo, los charcos en proceso de congelación, los parches de nieve y barro. Entonces levanta la vista y él ve que sus ojos son oscuros, tal como esperaba; repara en su brillo. No es una cara joven pese a la agilidad de su cuerpo, pero de la que sí podría haberse enamorado, de haber tenido un corazón más joven, es una cara que incluso ahora le gustaría pintar. La mirada de la mujer capta la luz de la ventana y vuelve a agachar la cabeza, avanzando cuidadosamente con unos zapatos demasiado buenos para este camino trillado. Él se fija en que sus manos cuelgan vacías a los lados de su cuerpo, como si se hubiera desprendido de lo que sea que acunaran: un regalo, comida para un anciano enfermo, ropa para que zurza la costurera de la aldea, supone él, o incluso un bebé. No; la noche es demasiado fría para salir con un bebé.
Él no conoce esta aldea tan bien como la suya; Moret-sur-Loing, donde morirá dentro de aproximadamente cuatro años, queda hacia el oeste. Un final del que ya es consciente. El dolor de su garganta bien tapada no basta para atenuar su curiosidad y abre la puerta con suavidad, siguiéndola a ella con la vista. Un carruaje espera casi al final del camino, delante de la iglesia; los caballos son magníficos, los faroles están encendidos y cuelgan en la parte superior del vehículo. Él puede ver el vaivén de su oscura y suntuosa falda cuando sube; ella cierra la puerta con una mano negra enguantada, como si tratase de impedir que el chófer tuviese que bajar retrasándolos más. Los caballos tiran, su quimérico aliento es visible en el aire; el carruaje avanza chirriando.
Entonces desaparecen; la aldea se hunde en la noche y, como es habitual a esta hora, reina en ella el silencio. Él cierra la puerta con llave y llama a su criado, que está en el cuarto de la parte posterior de la casa, para que le prepare un poco de cena. Mañana debe volver a casa junto a su mujer, y a su estudio, que lo esperan justo río arriba, y enviarle una nota al amigo que tan amablemente le presta este lugar cada invierno. Un corto trayecto de regreso por la mañana, y luego a seguir pintando durante todo el tiempo que le quede de vida. Entretanto, el fuego ha empezado a arrojar sombras por la habitación y en el fogón el agua hierve. Examina el paisaje que ha hecho por la tarde; los árboles están bastante bien y la extraña silueta de la mujer da un toque de distinción al camino rural, le da cierto misterio. Ha añadido su nombre y dos números en la esquina inferior izquierda. Suficiente por ahora, aunque mañana retocará la ropa de la mujer y corregirá la luz de esas ventanas de la casa más lejana, la del final del camino, donde el viejo Renard está remendando las guarniciones de las caballerías. La pintura ya se está fijando en su nuevo trabajo. Dentro de seis meses estará seco. Lo colgará en su estudio; y alguna mañana soleada lo descolgará, y lo enviará a París.