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Marlow

La mañana de mi regreso a Goldengrove era igualmente soleada; parecía que me hubiese traído la primavera desde Francia. También había traído para Mary un anillo de oro del siglo XIX engastado con rubíes, que me había costado más que el montante total de mis gastos de los últimos seis meses. El personal se alegró de verme, y despaché la primera avalancha de mensajes y papeleo en el tiempo que tardé en tomarme una única taza de café. Sus notas y las del doctor Crown, a cuyo cuidado había dejado a Robert, eran esperanzadoras; Robert seguía sin hablar, pero había estado entretenido y alegre, más participativo en las comidas colectivas, y había sonreído a los pacientes y al personal.

A continuación examiné a mis otros pacientes, dos de los cuales eran nuevos. Una de ellas era una chica joven a la que habían dado el alta tras permanecer bajo vigilancia por riesgo de suicidio en un hospital de Washington, y que estaba decidida a restablecerse lo suficiente para no hacer sufrir más a su familia. Me contó que ver llorar a su madre por ella había cambiado su perspectiva de muchas cosas. La otra recién llegada era una anciana; tenía mis dudas acerca de sus buenas condiciones físicas para estar aquí, pero hablaría con su familia. Me ofreció brevemente su mano delgada como una hoja, y yo la sostuve. Luego cogí mi maletín y me fui a ver a Robert.

Estaba sentado en la cama, con un cuaderno de dibujo encima de las rodillas y la mirada perdida. Fui directamente hasta él y le puse la mano en el hombro.

—Robert, ¿puedo hablar unos minutos con usted?

Él se levantó. Percibí la rabia en su rostro, la sorpresa, algo parecido a la pena. Me pregunté si ahora tendría que hablar: «Se llevó mis cartas». Tal vez diría amargamente: «Maldito sea», como yo le había dicho a él. Pero se limitó a quedarse ahí de pie.

—¿Me puedo sentar?

Él no se inmutó, de modo que me senté en mi sitio habitual, el sillón, una especie de hogar, un lugar que me resultaba familiar. Hoy me parecía extrañamente cómodo.

—Robert, he ido a Francia. He ido a ver a Henri Robinson.

El efecto fue inmediato; su cabeza hizo un movimiento brusco y se le cayó el cuaderno al suelo.

—Creo que Henri le ha perdonado. Le devolví las cartas. Siento haber tenido que cogerlas sin consultárselo a usted. Temí que no me diera su consentimiento.

De nuevo, su reacción emocional fue intensa e inmediata; dio unos pasos hacia delante y yo me levanté, así me sentía más seguro. Había dejado la puerta abierta, como siempre. Sin embargo, al mirarle a la cara no vi hostilidad en él, únicamente sobresalto.

—Estaba encantado de haberlas recuperado. Entonces fui con él a un pueblo que se menciona en las cartas. No sé si lo recordará… se llama Grémière, de donde procedía la doncella de Béatrice.

Robert tenía los ojos clavados en mí, el rostro pálido, las manos colgando a ambos lados del cuerpo.

—Allí no había constancia alguna de la familia de la doncella, pero fui porque Henri me dijo que Béatrice había dejado algo en ese pueblo que demostraría la verdad sobre su amor por su hija. Encontramos un dibujo; una serie de estudios, de hecho, con sus iniciales.

Extraje mis propios bocetos de mi maletín y, por unos momentos, fui sumamente consciente de mi falta de pericia. Se los entregué en silencio.

—Eran de Béatrice de Clerval, no de Gilbert Thomas. ¿Dedujo usted eso?

Robert sostuvo mis bocetos en las manos. Era la primera vez que cogía algo que yo intentaba darle directamente.

—Junto con estos estudios también encontramos una carta. Le he traído una copia para que pueda leerla usted mismo. Henri me la ha traducido a mí también. Se la escribió Béatrice de Clerval a Olivier Vignot, y demuestra que el galerista Gilbert Thomas la chantajeó y reivindicó como propia una de las mejores obras de Béatrice. Me imagino que eso también lo dedujo usted.

Le di las páginas dobladas. Él las sujetó mirándolas fijamente. A continuación se cubrió la cara con una mano y permaneció así varios segundos, que se hicieron eternos. Cuando se destapó los ojos, me miró directamente:

—Gracias —me dijo. Yo no sabía, o no recordaba, lo agradable que era su voz, penetrante y bastante profunda, una voz que encajaba con él.

—Hay algo que, sencillamente, no logro entender. —Me quedé a su lado, consciente de que su mirada se clavaba primero en mí y luego en el boceto—. Si tenía sospechas de que Leda era una obra de Béatrice, ¿por qué quiso atacarla?

—No quise.

—Pero fue usted allí con una navaja, intencionadamente.

Robert sonrió, o casi.

—Intentaba apuñalarlo a él, no a ella. Pero tampoco estaba en mis cabales.

Entonces lo entendí: el retrato en el que Gilbert Thomas contaba sus monedas. Robert había entrado solo en la galería. Sí… y había sacado la navaja del bolsillo, abriéndola rápidamente y abalanzándose sobre el cuadro mientras, a su vez, el vigilante, que acababa de entrar, se abalanzaba sobre él. Y había rayado el marco de la escena que había colgada junto al autorretrato de Gilbert Thomas. Me pregunté qué habría pasado dentro de Robert, de su ya frágil estado, si hubiera dañado a su amada Leda. Uno de sus amores. Le puse la mano en el hombro.

—¿Y ahora lo está?

Robert estaba serio, como un hombre prestando juramento.

—Creo que lo estoy desde hace algún tiempo.

—Verá, podría volver a pasarle algo así, con o sin Béatrice. Necesitará acudir a un psiquiatra y tal vez a un terapeuta, y seguir medicándose, quizá de por vida, para estar fuera de peligro.

Él asintió. La expresión de su rostro era sincera y consciente.

—Si no se queda por la zona, le puedo recomendar otro psiquiatra. Y siempre puede llamarme. Piénselo bien antes. Lleva aquí mucho tiempo.

Robert sonrió.

—Y usted.

No pude evitar sonreír con él.

—Me gustaría volver a verlo mañana. Vendré temprano y entonces, si siente que está preparado, podrá firmar el alta. Se lo comunicaré al personal; haga hoy todas las llamadas que necesite. —Esta última parte fue la que más me costó decirle; había una persona en cuya vida no quería que él volviera a entrar.

—Me gustaría ver a mis hijos —me dijo en voz baja—. Pero les llamaré más adelante, cuando me haya establecido en algún sitio. Pronto. —Estaba de pie en medio de la habitación, con los brazos cruzados, le brillaban los ojos. Entonces me marché (me devolvió el apretón de manos con afecto, aunque un tanto ausente) para atender a mis otras obligaciones.

Como aún tenía el horario parisino, a la mañana siguiente conseguí llegar muy pronto a Goldengrove. Robert debía de estar pendiente de mí, porque apareció en la puerta de mi despacho mientras yo me estaba organizando el día. Ya se había duchado y afeitado, iba elegantemente vestido con la ropa que le había visto puesta la primera vez, y el pelo mojado le brillaba. Parecía un hombre que hubiera despertado tras pasar cien años dormido. Por lo visto, el personal le había proporcionado unas cuantas bolsas grandes para meter sus pertenencias, que había amontonado en el vestíbulo. Todavía podía sentir los brazos de Mary rodeando mi cuello, ver el anillo en su mano mientras dormía. Robert no le había llamado, y ahora no me cabía ninguna duda de que ella no quería que lo hiciera. Naturalmente, también tendría que decidir si informar o no a Kate de su alta.

Robert sonrió.

—Estoy listo.

—¿Seguro? —le pregunté.

—Si las cosas se tuercen, le llamaré.

—Antes de que se tuerzan. —Le di mis números de teléfono y los papeles.

—De acuerdo. —Robert cogió los impresos y los repasó, firmó sin titubeos y me devolvió el bolígrafo.

—¿Necesita que lo lleve a algún sitio? ¿O le pido un taxi?

—No. Primero me gustaría andar un poco. —Se quedó en el umbral de la puerta de mi despacho; era altísimo.

—¿Sabe que me he saltado todas las malditas reglas por usted? —Quería que él lo supiera o, quizá, simplemente decirlo en voz alta.

Él se rió de verdad.

—Lo sé.

Nos quedamos mirando el uno al otro, y entonces Robert me rodeó con sus brazos y me abrazó durante unos instantes. Yo nunca había tenido un hermano o un padre lo bastante corpulento para aplastarme, ni un amigo de este tamaño.

—Gracias por las molestias que se ha tomado —dijo.

«Gracias por existir», tuve ganas de decirle, pero no lo hice. Más bien «gracias por haber cambiado mi vida».

Dejé que se marchara solo, aunque me habría gustado acompañarlo fuera, oler la temprana mañana que de nuevo le pertenecía, los árboles en flor del viejo camino que arrancaba del edificio. Atravesó a grandes zanjadas el vestíbulo directamente hacia la puerta principal, y vi cómo la abría y salía, cogía sus bolsas y la cerraba a sus espaldas.

En lugar de acompañarlo me fui a su habitación. Estaba vacía, aparte de su material de pintura, que había amontonado con esmero en un estante. El caballete estaba montado en medio de la habitación, y en éste había un lienzo acabado de una Béatrice que no sonreía, pero que estaba radiante. Sería para Mary, y descubrí que no me importaba la idea de darlo. El resto de cuadros se los había llevado Robert.

Ahora sé que aquel día acerté. Robert se iría a algún sitio nuevo y pintaría: paisajes, bodegones, a personas vivas con sus peculiaridades y su atractivo, con la posibilidad de envejecer; obras que más que nunca embellecerían colecciones y serían colgadas en los museos. Evidentemente, no pude llegar a prever que su encumbramiento a un reconocimiento duradero sería la única noticia que quizá tendría jamás de él, y la única que necesitaba. Seguiría de cerca los cuadros que pintara de sus hijos a medida que fueran creciendo, de las nuevas mujeres que formaran parte de su vida, de las desconocidas praderas y playas en las que montara su caballete. Robert tenía razón; me había tomado ciertas molestias, aunque no enteramente por él. A cambio, me había quedado con algo para mí: aquellos largos minutos en París, delante de un cuadro que el mundo quizá no vería nunca. He tenido grandes recompensas y alegrías, pero las pequeñas son tan dulces como las demás.