1891

Amor mío:

Sé el riesgo que corro al escribirte, pero disculparás la necesidad de un anciano artista de despedirse de una compañera. Lacraré esta carta con cuidado, confiando en que nadie más que tú la abra. No me escribes nunca, pero siento tu presencia cada uno de mis días en este lugar extraño, inhóspito y hermoso; sí, he intentado pintarlo, aunque sabe Dios qué será de mis lienzos. En su última carta, de hace aproximadamente ocho meses, Yves me dijo que no has pintado en absoluto y que te has dedicado a tu hija, que tiene los ojos azules, un carácter abierto y es ágil de mente. Qué adorable e inteligente ha de ser, ciertamente, si en tus cuidados le has transmitido ese don que tienes. Pero ¿cómo has podido, amor mío, renunciar a tu talento natural? Quizá lo hayas disfrutado en la intimidad por lo menos. Ahora que llevo una década en África y que Thomas está muerto, ninguno de los dos podríamos ser ya una amenaza para tu reputación. Thomas se quedó con tus mejores obras en beneficio de su propia fama; ¿no podrías vengarte, pintando mejor incluso a partir de ahora? Pero recuerdo que eres una mujer obstinada, o cuando menos resuelta.

No importa; a los ochenta veo lo que ni siquiera a los setenta podía ver, que al final uno lo perdona casi todo, salvo a sí mismo. Sin embargo, ahora me perdono incluso a mí mismo, ya porque soy débil de carácter, ya porque cualquiera hubiera caído como yo rendido a tus pies, o quizá simplemente porque no me queda mucho tiempo de vida… cuatro meses, seis. No es que me importe especialmente. Todo lo que me diste arrojó un haz de luz sobre mis años pasados y redobló su luminosidad. Después de haber tenido tanto, no me puedo quejar.

Pero no he cogido hoy la pluma para poner a prueba tu paciencia con filosofías, sino para decirte que el deseo que me susurraste, en un momento que recuerdo con total agudeza de sentimientos, se hará realidad, tu petición de que muriese con tu nombre en los labios. Lo haré. Estoy seguro de que no es necesario que te lo diga, y puede que esto nunca llegue siquiera a tus manos (aquí el correo es, en el mejor de los casos, precario). Pero ese nombre musitado llegará de un modo u otro a tus oídos.

Ahora, mi queridísimo amor, piensa en mí con todo el perdón que seas capaz de reunir y que los dioses te colmen de felicidad hasta que seas mucho más anciana que este viejo despojo. Que Dios bendiga a tu pequeña y a Yves, afortunados de quedar a tu buen recaudo. Cuéntale a la niña alguna que otra historia sobre mí cuando crezca. Le dejo mi dinero a Aude… sí, Yves me ha dicho cómo se llama y él guardará mis ahorros para ella en la cuenta de París. Destina una pequeña parte de estos para llevarla algún día a Étretat. Si en algún momento vuelves a coger un pincel, recuerda que junto con todas las aldeas, acantilados y paseos que se pueden dar por sus alrededores, es el paraíso de un pintor. Te beso la mano, mi amor.

Olivier Vignot