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Marlow

Después de sonarme la nariz y dar una vuelta por la estación durante varios minutos, marqué el número que me había dado Henri.

—Voy a alquilar un coche y me iré a Grémière mañana por la mañana. ¿Le gustaría venir conmigo?

—He estado pensando en esto, Andrew, y no creo que pueda usted averiguar nada, pero quizá disfrute yendo. —Me encantó oír que me llamaba por mi nombre de pila.

—Entonces podría venir, si no le parece una locura. Haré que esté usted lo más cómodo posible.

Él suspiró.

—Ahora no suelo salir de casa, excepto para ir al médico. Le obligaría a ir más despacio.

—No me importa ir despacio. —Me abstuve de hablarle de mi padre, quien aún conducía, recibía a feligreses y salía a pasear. Tenía casi diez años menos, lo cual, en términos de agilidad, era toda una vida a esas alturas.

—Mmm… —Henri estaba pensando al otro lado del teléfono—. Supongo que lo peor que puede pasar es que el viaje me mate. Entonces podrá usted traer mi cuerpo de vuelta a París y enterrarme al lado de Aude de Clerval. Morir de cansancio en un pueblo bonito no sería el peor de los destinos. —No supe qué decir, pero él se rió entre dientes y yo también me eché a reír. ¡Ojalá pudiera darle la noticia de mi paternidad! Era terrible que Mary no fuese a conocer a este hombre, que podría haber sido su abuelo o incluso su bisabuelo, parecido a ella con sus largas y delgadas piernas, y fino sentido del humor.

—¿Puedo pasar a buscarlo mañana a las nueve?

—Sí. No dormiré en toda la noche. —Colgó.

Para un extranjero, conducir por París es una pesadilla. Únicamente Béatrice podía haberme persuadido a hacerlo y, por intuición, me limité a cerrar los ojos (abriéndolos a veces como platos) para sobrevivir entre el sinfín de coches que giraban bruscamente por doquier, las señales con las que no estaba familiarizado y las calles de sentido único. Cuando di con el edificio de Henri tenía los nervios crispados, pero me alivió poder aparcar allí, aunque estuviera prohibido y tuviera que dejar puestos los cuatro intermitentes durante los veinte minutos que Yvonne y yo tardamos en ayudarle a bajar por las escaleras. Si yo hubiera sido Robert Oliver, habría sido capaz de coger simplemente a Henri en brazos y cargarlo hasta abajo, pero no osé sugerir semejante cosa. Henri se acomodó en el asiento delantero, y aún me alivió más que su ama de llaves metiera en el maletero una silla de ruedas plegada y una manta adicional; por lo menos podríamos recorrer parte del pueblo sin percances.

Salimos vivos de uno de los principales bulevares, Henri me guió con una memoria sorprendentemente buena, y luego pasamos por varios suburbios, vislumbrando el amplio Sena, por serpenteantes carreteras, bosques y los primeros pueblos. Justo al oeste de París el terreno se volvía más accidentado; nunca había estado en esta zona. Era una mezcla de empinadas colinas y tejados de pizarra, iglesias encantadoras y árboles majestuosos, vallas cargadas con el primer brote de rosas. Bajé una ventanilla para que entrara aire fresco, y Henri miraba atentamente a su alrededor, en silencio, pálido, a veces sonriente.

—Gracias —me dijo en un momento dado.

A la altura de Louveciennes nos desviamos de la carretera principal y atravesamos lentamente el pueblo para que Henri me pudiera enseñar dónde habían vivido y trabajado los grandes pintores.

—Este pueblo fue prácticamente destruido durante la invasión prusiana. Pissarro tuvo una casa aquí. Tuvo que huir, con su familia, y los soldados prusianos que vivieron en ella usaron sus lienzos de alfombras. Los carniceros del pueblo los usaron a modo de delantal. Perdió más de un centenar de cuadros, años de trabajo. —Se aclaró la garganta, tosió—. Salauds.

Después de Louveciennes la carretera bajaba mucho; pasamos por delante de las verjas de un pequeño castillo, un destello de piedra gris y enormes árboles. El siguiente pueblo era Grémière, y era tan diminuto que por poco me salté el desvío. Vi el letrero cuando llegábamos a la plaza, que en realidad no era más que una extensión de adoquines delante de una iglesia. La iglesia era muy antigua, probablemente normanda, achaparrada y de grueso campanario, el viento había erosionado las bestias labradas del pórtico. Estacioné cerca, observado por un par de ancianas con cómodas botas de goma y bolsas de la compra, y saqué la silla de ruedas y luego a Henri del coche.

No había ninguna prisa, porque no sabíamos por qué estábamos aquí. Me dio la impresión de que Henri disfrutó del café que nos tomamos relajadamente en la única cafetería local, donde aparqué su silla junto a una mesa de fuera y extendí la manta sobre sus rodillas. La mañana era fresca, pero brillaba un sol primaveral; a lo largo de un tramo de una calle a nuestra derecha, los castaños estaban en flor, eran torres rosas y blancas. Le cogí el truco a la silla (probablemente mi padre necesitaría una como ésta algún día) y nos fuimos hacia la primera callejuela con muros a los lados para ver si era la adecuada. Esquivé con la silla un adoquín roto. Con toda probabilidad, mi padre viviría para conocer a su nieto.

Henri había insistido en traer el libro de Sisley; tras varios intentos decidimos que una de estas callejuelas flanqueadas por muros coincidía con el cuadro, e hicimos unas cuantas fotos. De los muros sobresalían cedros y plátanos, y al final había una casa hacia la que Béatrice (si es que era ella) caminaba en el cuadro. La casa tenía postigos azules y macetas con geranios junto a la puerta principal; había sido cuidadosamente rehabilitada y quizá los propietarios viviesen en París. Llamé al timbre en vano, con Henri sentado en su silla en el camino de acceso.

—Nada —dije.

—Nada —repitió él.

Fuimos hasta la tienda de comestibles y le preguntamos al tendero por una familia llamada Renard, pero él se encogió de hombros con simpatía y siguió pesando salchichas. Entramos en la iglesia tras encontrar el modo de sortear las escaleras. El interior era frío y oscuro, una caverna. Henri se estremeció y me pidió que lo llevara hasta el pasillo, donde se quedó un rato con la cabeza agachada (debía de estar volviendo a contactar con sus muertos, pensé). A continuación fuimos a la Mairie para ver si Esmé Renard o su familia figuraban en algún archivo. La señora que estaba detrás del mostrador nos ayudó encantada; saltaba a la vista que no había visto a nadie en toda la mañana y que estaba cansada de teclear, y cuando apareció otro funcionario (no acabé de entender del todo quién era, aunque en una localidad tan pequeña podría haberse tratado del mismísimo alcalde), nos buscaron una serie de documentos. Tenían archivos con la historia del pueblo y también un registro de nacimientos y defunciones, que originalmente había estado en la iglesia, pero que ahora se guardaba en una caja de metal ignífuga. No constaba ningún Renard; a lo mejor no habían sido ellos mismos los propietarios de la casa y únicamente la habían alquilado.

Y luego les dimos las gracias y nos dispusimos a salir del edificio. En la entrada, Henri me hizo una señal para que nos detuviéramos y alargó el brazo para darme la mano.

—No importa —me dijo amablemente—. Verá, hay muchas cosas para las que nunca se halla una explicación. En realidad, no es tan horrible.

—Es lo que me dijo ayer, y estoy convencido de que tiene razón —repuse, apretando su mano con suavidad; era como una colección de cálidas ramitas. Lo que Henri decía era verdad; mi corazón ya estaba latiendo por otra cosa. Me dio unas palmaditas en el brazo.

Tardé unos segundos en dirigir la silla hacia la salida. Al levantar la vista, el boceto estaba ahí. Enmarcado y colgado en la vieja pared de yeso de la entrada, una audaz porción de la escena al carboncillo sobre papel: un cisne, pero no la víctima del cuadro que había visto el día anterior; éste se apresuraba a aterrizar en lugar de levantar el vuelo con dificultad. Debajo del cisne yacía una figura humana, una grácil pierna parcialmente cubierta de tela. Accioné con cuidado el freno de la silla de Henri y me acerqué unos pasos. El cisne, la pantorrilla de la doncella, su pie adorable y las iniciales escritas en una esquina apresuradamente pero reconocibles, tal como las había visto sobre las flores y la hierba y junto al pie de uno de los raptores del cisne calzado con gruesas botas. La firma me resultaba familiar, se parecía más a un carácter chino que a un conjunto de letras latinas, era la característica firma de Béatrice. Había firmado así una cantidad de veces limitada y demasiado escasa, y luego había dejado de pintar para siempre. La puerta del despacho que quedaba a nuestras espaldas estaba cerrada, así que descolgué con cuidado el pequeño cuadro de la pared y lo puse sobre el regazo de Henri, sujetándolo de tal manera que no se le pudiese caer sin querer. Se puso bien las gafas y miró atentamente:

—¡Ah…, mon Dieu! —exclamó.

—Entremos de nuevo. —Lo contemplamos hasta saciarnos y lo volví a colgar en la pared con dedos temblorosos—. Ellos sabrán algo sobre esto, y si no alguien más.

Dimos media vuelta y volvimos al despacho, donde Henri pidió en francés información sobre el dibujo de la entrada. El joven alcalde (o quienquiera que fuese) se mostró nuevamente encantado de ayudarnos. Tenían varios dibujos como ése en un cajón; él no estuvo aquí cuando fueron encontrados en una casa en obras, pero a su antecesor le había gustado ése y lo había hecho enmarcar. Le pedimos si nos los dejaba ver, y después de buscar un poco encontró un sobre y nos lo dio. Debía atender una llamada en su despacho, pero no tenía inconveniente en que nos sentáramos allí ante la atenta mirada de la secretaria y examináramos los dibujos, si queríamos.

Abrí el sobre y le pasé los bocetos a Henri uno por uno. Eran estudios, principalmente sobre un grueso papel marrón, de alas, arbustos, de la cabeza y el cuello de un cisne, de la figura de la chica sobre la hierba con una mano en primer plano hundiéndose en la tierra. Junto con estos había una hoja de papel grueso, que desdoblé y le di a Henri.

—Es una carta —anunció—. Y estaba aquí mismo… una carta.

Yo asentí y él leyó, atascándose, traduciéndomela, en ocasiones haciendo una pausa cuando se le quebraba la voz.

Septiembre de 1879

Amado mío:

Te escribo desde lo que percibo como la mayor de las distancias posibles, desde la mayor agonía concebida. Temo estar separada de ti para siempre, y eso me está matando. Te escribo apresuradamente desde mi estudio, al cual no debes regresar. Ven, por el contrario, a casa. No sé por dónde empezar. Esta tarde, después de que te marcharas, he seguido trabajando en la figura; me estaba dando problemas y me he quedado más rato del previsto. Hacia las cinco, cuando la luz empezaba a desvanecerse, han llamado a la puerta; pensé que podía ser Esmé, trayéndome el chal. Sin embargo, era Gilbert Thomas, a quien ya conoces. Ha hecho una reverencia al entrar y ha cerrado la puerta. Me ha sorprendido, pero he supuesto que se había enterado de que Yves me ha regalado un estudio.

Me ha dicho que primero ha pasado por casa y se ha enterado de que me encontraba tan sólo a unos metros de distancia. Ha sido educado; me ha dicho que hacía algún tiempo que quería hablar conmigo de mi carrera, que, como sé, su galería es un gran éxito y únicamente necesita pintores nuevos para que triunfe aún más, que hace mucho tiempo que admira mi destreza, etcétera. De nuevo ha hecho una reverencia, con el sombrero frente a él. Entonces se me ha acercado, ha examinado nuestro cuadro y me ha preguntado si lo he pintado yo sola, sin ayuda… en ese momento ha hecho una sutil mueca, reparando en mi estado, aunque todavía llevaba puesto el blusón. No he querido explicarle que pronto lo terminaría y empezaría mi reclusión; no he querido ponerlo en evidencia ni a él ni a mí misma, ni mencionar que me has ayudado, de modo que no he dicho nada. Ha examinado detenidamente la superficie del cuadro, y ha dicho que era extraordinario y que había alcanzado mi plenitud bajo la tutela de mi mentor. He empezado a sentirme incómoda, aunque era imposible que él supiera que hemos trabajado conjuntamente. Me ha preguntado qué precio le pondría al cuadro y yo le he dicho que no pretendía venderlo hasta que hubiera sido juzgado por el Salón, y que incluso entonces quizá quisiera quedármelo. Con una amable sonrisa me ha preguntado qué precio le pondría a mi reputación o a la de mi hijo.

A fin de tener un momento para pensar, he fingido que estaba limpiando mi pincel, y acto seguido le he preguntado con la máxima serenidad posible a qué se refería. Él me ha dicho que seguramente pretendería volver a presentar el cuadro con el seudónimo de Marie Rivière; que no era ningún secreto para él, que veía a diario obras de artistas. Pero que ni la reputación de Marie ni la mía valdría menos que un cuadro. Naturalmente, él aceptaba de buena gana que las mujeres pintaran. De hecho, durante su viaje a Étretat a fines de mayo, había visto a una mujer pintando en plein airen la playa y entre acantilados, debidamente acompañada por un familiar de más edad, y tenía una nota que ella quizás había echado de menos. La ha extraído de su bolsillo, me la ha enseñado para que la leyera y cuando he querido cogerla, la ha retirado. He visto enseguida que era la nota que me escribiste aquella mañana, el lacre estaba roto. No la había visto nunca antes, pero era tu letra, iba dirigida a mí, eran tus palabras sobre nosotros, sobre nuestra noche… se la ha vuelto a guardar en la chaqueta.

Ha dicho que es una maravilla cómo las mujeres están empezando a entrar en la profesión, y que mis cuadros están a la altura de los que ha visto pintados por otras mujeres. Pero que una mujer puede cambiar de idea acerca de la pintura después de convertirse en madre y, desde luego, ante cualquier escándalo público; que el dinero no era suficiente recompensa a cambio de este cuadro soberbio, pero que si lo concluía volcando toda mi destreza, él me haría el honor de poner su propio nombre en una esquina del mismo. El honor sería todo suyo, en realidad, puesto que el cuadro ya era excelente, una combinación perfecta de lo antiguo y lo moderno, de la pintura clásica y natural (ha dicho que la chica es especialmente perfecta y joven, y que ha sido plasmada con la suficiente belleza como para atraer a cualquiera…), y estaría encantado de hacer lo mismo con cualquier cuadro futuro, bien entendido que ello me ahorraría cualquier situación desagradable. Ha seguido divagando como si hubiese simplemente estado hablando del mobiliario del estudio o de algún color interesante que yo estuviera utilizando.

No he podido mirarlo a la cara, ni hablar. Si hubieses estado ahí, me temo que lo habrías matado, o él a ti. Ciertamente, desearía que estuviera muerto, pero no lo está, y no me cabe ninguna duda de que hablaba en serio. El dinero no podrá hacerle cambiar de parecer. Aunque le entregue el cuadro cuando esté acabado, no nos dejará en paz. Es preciso que te marches, amor mío. Es horrible, especialmente porque esta amistad, que es la alegría de mi vida y que ha dotado a mi pincel de todo este talento renovado, ahora es completamente pura. Dime qué debo hacer y ten presente que mi corazón estará contigo decidas lo que decidas, pero ten piedad de Yves, sólo eso, por favor, mi amor. No puedo apiadarme de mí misma ni de ti. Ven a casa una vez más y traéme todas mis cartas, ya pensaré qué hacer con ellas. Pero jamás pintaré para este monstruo cuando termine este cuadro, y si lo hago será sólo una última vez para dejar constancia de esta infamia.

B.

Henri alzó la vista y me miró desde su silla.

—¡Dios mío! —exclamé—. Tenemos que decírselo. Decirles lo que tienen aquí. Lo de estos dibujos.

—No —repuso él. Intentó volverlo a introducir todo en el sobre, entonces me indicó que precisaba ayuda. Obedecí, pero lentamente. Él sacudió la cabeza—. Si ya saben algo, no hay ninguna necesidad de que sepan más. Es mejor que no sepan más. Y si no saben nada, mejor todavía.

—Pero nadie entiende… —Hice un alto.

—Sí, usted sí. Usted sabe todo lo que necesita saber. Y yo también. ¡Ojalá estuviese aquí Aude! Diría lo mismo. —Pensé que Henri tal vez lloraría, como había estado a punto de hacer con las cartas, pero se le iluminó la cara—. Lléveme fuera para que me dé el sol.