Marlow
En la estrecha habitación del hotel, me tumbé con la traducción de Zoe y localicé el pasaje:
Yo misma estoy un tanto cansada hoy y no puedo centrarme en nada, salvo en escribir cartas, si bien ayer pinté bien porque he encontrado a una nueva modelo, Esmé, otra de mis doncellas; en cierta ocasión, cuando le pregunté si conocía su amado Louveciennes, ésta me dijo tímidamente que el suyo es justo el pueblo de al lado, llamado Grémière. Yves dice que no debería atormentar a los criados haciéndolos posar para mí, pero ¿en qué otro sitio podría dar con una modelo tan paciente?
En la tienda contigua al hotel pude comprar una tarjeta de teléfono por veinte dólares, que equivalía a muchísimo tiempo de conversación con los Estados Unidos, y un mapa de carreteras de Francia. Me había fijado en que en la Gare de Lyon, cruzando la calle, había varias cabinas telefónicas, y me acerqué hasta allí paseando con la carpeta de cartas en mi mano, sintiendo que se cernía sobre mí ese grandioso edificio, las esculturas de cuyo exterior había corroído la lluvia ácida. Por unos instantes deseé poder entrar y subirme a un tren de vapor, oírlo silbando y resollando, alejarme de la estación y adentrarme en algún mundo que Béatrice hubiese reconocido. Pero tan sólo había tres elegantes y futuristas trenes de alta velocidad estacionados casi al final de la vía, y el interior reverberaba con los ininteligibles anuncios de las salidas.
Me senté en el primer banco vacío que encontré y abrí mi mapa. Siguiendo el Sena y las huellas de los impresionistas, Louveciennes estaba al oeste de París; había visto varios paisajes de Louveciennes en el Museo de Orsay el día de mi llegada, incluido uno del propio Sisley. Encontré Moret-sur-Loing, donde éste había muerto. En un punto cercano estaba Grémière. Me encerré en una de las cabinas telefónicas y llamé a Mary. En casa era por la tarde, pero a estas horas ella ya habría vuelto, estaría pintando o preparándose para su clase vespertina. Para mi alivio, descolgó tras el segundo tono.
—¿Andrew? ¿Estás bien?
—¡Por supuesto! Estoy en la Gare de Lyon. Es una maravilla. —Desde donde estaba, podía levantar la vista y ver a través del cristal los frescos del techo de Le Train Bleu, otrora el Buffet de la Gare de Lyon, el restaurante de estación más famoso de la época de Béatrice, o al menos de la de Aude. Después de un siglo aún servía cenas. Deseé con todas mis fuerzas que Mary estuviera conmigo.
—Sabía que llamarías.
—¿Cómo estás?
—¡Oh, estaba pintando! —dijo ella—. Acuarelas. Ahora mismo mi bodegón me aburre. Deberíamos salir de excursión a pintar cuando vuelvas.
—¡Claro! Organízalo tú.
—¿Va todo bien?
—Sí, aunque te llamo porque tengo un problema. No un problema material, exactamente, sino más bien un rompecabezas digno de Holmes.
—Entonces puedo ser tu Watson —repuso ella riéndose.
—No, tú eres mi Holmes. Pasa lo siguiente: Alfred Sisley pintó un paisaje en 1895. En él aparece una mujer que se aleja por un camino, lleva un vestido oscuro con un diseño especial alrededor del bajo, una especie de dibujo geométrico griego. Lo vi en la Galería Nacional, así que quizá sepas cuál es.
—No lo recuerdo.
—Creo que esa mujer lleva el vestido de Béatrice de Clerval.
—¿Qué? ¿Cómo diablos sabes eso?
—Porque Henri Robinson tiene una foto suya con ese vestido. Por cierto que Robinson es fantástico. Y tenías razón sobre las cartas. Robert las consiguió en Francia. Lamento mucho decir que se las robó a Henri.
Ella permaneció unos instantes callada.
—¿Y se las has devuelto?
—Naturalmente. Henri está encantado de haberlas recuperado.
Yo pensaba que ella estaría dándole vueltas al tema de Robert y los delitos que iba acumulando, pero entonces dijo:
—Aunque estés seguro de que es el mismo vestido, ¿qué más da? Quizá se conocieran y ella posara para él.
—La aldea donde la pintó se llama Grémière, que era de donde procedía su doncella. Henri me ha contado que en su lecho de muerte, Aude, la hija de Béatrice, le dijo a Henri, ¿me sigues?, que Béatrice le había dado a su doncella algo importante, alguna prueba de su amor por su hija. Aude nunca logró averiguar qué era.
—¿Quieres que vaya a Grémière contigo?
—¡Ojalá pudieras! ¿Es eso lo que debería hacer?
—Sin más pistas, no sé qué podrás encontrar en un pueblo después de tanto tiempo. Quizás alguno de ellos esté enterrado allí.
—Posiblemente Esmé… no lo sé. Supongo que los Vignot fueron enterrados en París.
—Sí.
—¿Estoy haciendo esto por Robert? —Quería oír su voz de nuevo, tranquilizadora, cálida, burlona.
—No digas tonterías, Andrew. Sabes perfectamente que lo estás haciendo por ti mismo.
—Y un poco por ti.
—Y un poco por mí. —Al otro lado del infinito cable que cruzaba el Atlántico hubo silencio. ¿O la comunicación iba por satélite hoy en día? Se me ocurrió que, ya puestos, debería llamar a mi padre.
—Bueno, como está cerca de París, me acercaré hasta allí. No puede ser muy difícil ir en coche hasta esa zona. Me encantaría ir a Étretat también.
—Tal vez algún día vayamos juntos, depende. —Ahora su voz sonaba tensa, y se aclaró la garganta—. Pensaba esperar, pero ¿puedo hablar contigo de algo?
—Sí, claro.
—Es que no sé muy bien por dónde empezar… —dijo—. Ayer supe que estoy embarazada.
Me quedé apretando el auricular con la mano, por un momento consciente únicamente de las sensaciones físicas, del registro sísmico del cambio.
—Y es…
—Ha dado positivo.
Me refería a otra cosa.
—Y es… —De la puerta que en ese instante se abrió en mi mente me pareció que surgía una figura amenazadora, aunque mi cabina telefónica seguía firmemente cerrada.
—Es tuyo, si eso es lo que quieres saber.
—Yo…
—No puede ser de Robert. —Pude oír su resolución por teléfono, su determinación de decirme todo esto con claridad, los largos dedos que sujetaban el auricular al otro lado del océano—. Recuerda que hace muchos meses que no veo ni he querido ver a Robert. Sabes de sobras que en ningún momento he ido a verlo. Y no hay nadie más. Sólo tú. Ya sabes que estaba tomando precauciones, pero hay un índice de error en casi todas. Nunca me he quedado embarazada. En toda mi vida. Siempre he ido con mucho cuidado.
—Pero yo…
Una risa nerviosa.
—¿No piensas decir nada al respecto? ¿Qué eres feliz? ¿Qué horror? ¿Qué decepción?
—Dame un momento, por favor.
Me apoyé en la pared de la cabina, puse la frente en el cristal sin importarme qué otras cabezas lo habían tocado en las últimas veinticuatro horas. Entonces empecé a llorar. No lloraba desde hacía años; en cierta ocasión, unas sentidas lágrimas de rabia después de que uno de mis pacientes favoritos se suicidara; pero las más significativas años antes de aquello, cuando sentado al lado de mi madre, había sujetado su mano tibia, suave e inerte, dándome cuenta largos minutos después de que ella ya no podía oírme, de modo que no le importaría que me derrumbara, pese a que le había prometido ayudar a mi padre. Además, fue él quien me apoyó a mí. Por nuestro trabajo, ambos estábamos familiarizados con la muerte; pero él había consolado a los afligidos durante toda su vida.
—¿Andrew? —La voz de Mary tanteaba desde el otro lado de la línea, impaciente, dolida—. ¿Tan disgustado estás? No tienes que fingir…
Me pasé la manga de la camisa por la cara, golpeándome la nariz con los gemelos.
—Entonces no tendrás inconveniente en casarte conmigo.
Esta vez su risa me resultó familiar, si bien era entrecortada, el alborozo contagioso que había detectado en Robert Oliver. ¿Lo había detectado yo mismo? Robert nunca se había reído conmigo; debía de estar pensando en una cualidad de otra persona. La oí forcejar con su voz para estabilizarla.
—No, Andrew. Nunca pensé que tendría ganas de casarme con nadie, pero tú no eres uno cualquiera. Y no es por el bebé.
En el momento en que oí esas palabras (el bebé), mi vida se dividió en dos, fue una mitosis de amor. Una de las mitades ni siquiera estaba aún del todo presente; pero esas sencillas palabras, por teléfono, habían cincelado un mundo nuevo para mí, o duplicado el que conocía.