Marlow
El Museo de Maintenon estaba en Passy, cerca del Bois de Boulogne y quizá cerca de la casa familiar de Béatrice de Clerval, aunque no tenía ni idea de cómo dar con ella y había olvidado preguntárselo a Henri. De todas formas, lo más probable es que no la hubiesen convertido en un museo; dudaba que su fugaz carrera le hubiera valido una placa. Cogí el metro y luego caminé unas cuantas manzanas, atravesando un parque lleno de niños con abrigos de alegres colores que se apiñaban en los columpios y estructuras de madera para trepar. El museo en sí era un edificio del siglo XIX alto y de color crema con techos de escayola profusamente decorados. Di una vuelta por el primer piso y recorrí una galería con obras de Manet, Renoir y Degas, algunas de las cuales había visto con anterioridad, luego entré a una sala más pequeña que albergaba la donación de Robinson, cuadros pintados por Béatrice de Clerval.
Fue más prolífica de lo que me había supuesto, y empezó a pintar de jovencita; la primera obra de la colección lo pintó a los dieciocho años, cuando todavía vivía en casa de sus padres y estudiaba con Georges Lamelle. Era un esfuerzo lleno de entusiasmo, aunque carecía de la técnica de su cuadros posteriores. Pintó con ahínco; con tanto afán, a su modo, como Robert Oliver se había afanado en su obsesión. Me la había imaginado como esposa, como joven ama de casa, e incluso como amante; pero había olvidado la pintora tenaz que debía de haber sido a diario para poder concluir todos esos cuadros y mejorar la técnica año tras año. Había retratos de su hermana, algunas veces con un bebé en los brazos, y había flores maravillosas, quizá del jardín mismo de Béatrice. Había pequeños bocetos al carbón, y un par de acuarelas de jardines y de la costa. Había un alegre retrato de Yves Vignot recién casado.
Me alejé con desgana. Las paredes del tercer piso del Museo de Maintenon estaban forradas con enormes lienzos de Monet de la localidad de Giverny, principalmente de nenúfares, la mayoría de ellos pertenecientes a la última etapa de su carrera y ejecutados casi de forma abstracta. Hasta entonces no me había dado cuenta de la cantidad de nenúfares que realmente había conseguido pintar; acres de nenúfares, esparcidos ahora por todo París. Compré un puñado de postales, algunas de ellas regalos para las paredes del estudio de Mary, y salí del museo para pasear por el Bois de Boulogne. Una lancha con toldo se acercó a la orilla de un pequeño lago que había allí, como si hubiese venido expresamente para llevarme hasta el otro lado; navegaba hasta una isla en la que había una magnífica casa. Pagué y me subí a la lancha, seguido de una familia francesa con dos niños pequeños, todos vestidos para una ocasión especial. La niña me echó una mirada furtiva y me devolvió la sonrisa antes de ocultar el rostro en el regazo de su madre.
Resultó que la casa era un restaurante con mesas fuera a la sombra, glicinas en flor y precios de infarto. Me tomé un café y una pasta, y dejé que el sol reflejado en el agua me serenara. Me di cuenta de que no había cisnes, aunque en la época de Béatrice seguramente habría. Visualicé a Béatrice y a Olivier junto al agua con sus caballetes, las prudentes orientaciones de él, los intentos de ella por captar el cisne alzando el vuelo entre los juncos. ¿Alzando el vuelo o aterrizando? ¿Había recreado en mi imaginación las conversaciones entre ambos con demasiada libertad?
Pese a haber descansado en la isla, cuando llegué a la Gare de Lyon estaba exhausto. El bistró próximo al hotel estaba abierto, y por lo visto el camarero ya me consideraba un viejo amigo, echando por tierra el mito de que todos los parisinos tratan mal a los extranjeros. Me sonrió como si entendiera el día que había tenido y lo desesperadamente que necesitaba una copa de vino tino; al marcharme, me sonrió de nuevo, sostuvo la puerta para dejarme pasar y correspondió a mi «au revoir, monsieur» como si llevase años cenando allí.
Tenía pensado encontrar un sitio para llamar a Mary con mi nueva tarjeta de teléfono, pero al volver al hotel me desplomé en la cama y me dormí como un tronco, sin pretender leer primero. Henri y Béatrice fueron los protagonistas de mi sueño; me desperté con un sobresalto que guardaba cierta relación con el rostro de Aude de Clerval. Robert estaba a la espera, y supuestamente tenía que llamarle a él, no a Mary. Me desperté y me dormí, y dormí más de la cuenta.