Marlow
Con los ojos de Robinson clavados en mí, me levanté y fui lentamente hasta el armario que él me había indicado. Me parecía irreal estar en este apartamento abarrotado con un hombre de casi cien años, hurgando de nuevo en el pasado de un paciente que no solamente había atacado una obra de arte, sino que, a la postre, también había robado documentos privados. Y, sin embargo, no me atrevía del todo a culpar a Robert. El jet lag se apoderó de mí; pensé en los brazos de Mary y de repente me entraron ganas de volver a casa con ella. Entonces recordé que ella no estaba en mi casa, sino en la suya. ¿Qué importancia tenían cuatro noches y un desayuno para alguien joven y libre? Abrí el cajón con dedos lánguidos.
En el interior había un sobre con fecha anterior al ataque de Leda por parte de Robert: sin remite, con matasellos de Washington y franqueo internacional. Dentro del sobre, un papel de carta doblado.
Apreciado señor Robinson:
Le ruego que me disculpe por haber tomado prestadas sus cartas. Se las DEVOLVERÉ más tarde o más temprano, pero estoy trabajando en varios cuadros importantes y necesito leerlas todos los días. Son unas cartas maravillosas, están llenas de ella, y espero que le parezca bien. No tengo modo de excusarme, pero quizás, a fin de cuentas, estén más seguras en mis manos. Al leerlas retuve la suficiente información como para haber hecho ya una serie de cuadros que creo que, de momento, son los mejores que he pintado, pero NECESITO PODER leerlas absolutamente todos los días. Algunas veces me levanto por la noche y las leo. Mi nueva serie, que es importante, le demostrará al mundo que Béatrice de Clerval fue una de las grandes mujeres de su tiempo y una de las artistas más destacadas del siglo XIX. Dejó de pintar demasiado joven. Yo debo continuar por ella. Alguien tiene que vindicarla, ya que, de no haberle sido cruelmente impedido (¿por qué motivo?), podría haber seguido pintando durante décadas. Usted y yo sabemos que era un genio. Entenderá cómo he llegado a amarla y admirarla. Aunque usted mismo no pinte, quizá sepa lo que supone no poder pintar cuando se quiere hacerlo.
Gracias por su ayuda y por lo útiles que han sido para mí las palabras de Béatrice, y le ruego que disculpe mi decisión. Se lo compensaré con creces.
Un saludo,
Robert Oliver
No puedo describir de qué manera se me cayó el alma a los pies con esta carta. Era la primera vez que oía hablar a Robert con su propia voz, al menos con la voz de aquel momento. Las repeticiones que había en la misma, la irracionalidad, las fantasías acerca de la importancia de su misión, todo apuntaba a que padecía manía. El hurto egocéntrico del tesoro de otra persona a mí me entristecía tanto como a Robert parecía escapársele su importancia; al mismo tiempo, lo interpreté como la pérdida del contacto con la realidad que había culminado en el ataque a Leda. Me disponía a devolver la carta al cajón, pero Henri Robinson me lo impidió con un gesto.
—Quédesela, si quiere.
—Es triste y estremecedora —comenté, pero me la metí en la chaqueta—. Conviene que intentemos tener presente que Robert Oliver es un paciente psiquiátrico y que, ciertamente, ha recuperado usted las cartas. Pero no puedo ni debo defenderlo.
—Celebro que me haya devuelto usted mis cartas —se limitó a decir él—. Son muy íntimas. Por respeto a Aude, jamás las publicaría, y me daba miedo que Robert Oliver lo hiciese.
—En ese caso tal vez debería destruirlas —sugerí, aunque a duras penas yo mismo podía soportar esa idea—. Es posible que un día haya algún historiador de arte que se interese demasiado por ellas.
—Lo pensaré. —Unió las manos entrelazando los dedos.
«No piense demasiado», tuve ganas de decirle.
—¡Cuánto lo siento! —Levantó la vista hacia mí—. He perdido completamente los modales. ¿Le apetece un café? ¿Un té, quizá?
—No, gracias. Es usted muy amable, pero no lo entretendré mucho más. —Me volví a sentar delante de él—. ¿Puedo pedirle otro favor sin abusar de su hospitalidad? —Titubeé—. ¿Podría ver El rapto del cisne?
Me miró con seriedad, como repasando cuanto habíamos dicho ya. ¿Me había dado información inexacta o inventada? Nunca lo sabría. Se acercó los afilados dedos a la barbilla.
—A Robert Oliver no se lo enseñé, y ahora me alegro de no haberlo hecho.
Esto me cogió desprevenido.
—¿No le pidió verlo?
—Creo que no sabía que lo tenía. No es muy conocido. De hecho, es una información confidencial. —Entonces levantó bruscamente la cabeza—. ¿Cómo lo ha sabido usted? ¿Cómo ha sabido que lo tenía?
Tendría que decirle lo que debería haber dicho antes, y temí que pudiera abrir viejas heridas.
—Monsieur Robinson —dije—, he querido decírselo antes, pero no me atrevía… Fui a ver a Pedro Caillet a México. Fue muy amable conmigo, igual que usted, y así es como tuve noticias de su persona. Me dio recuerdos para usted.
—¡Ah…, Pedro y sus recuerdos! —Pero sonrió casi con picardía. Aún había amistad entre estos hombres, con su rivalidad anquilosada, separada por un océano y tiempo atrás perdonada—. Así que le dijo que le vendió a Aude El rapto del cisne, ¿y usted le creyó?
Ahora fui yo quien lo miró fijamente.
—Sí. Eso es lo que me dijo.
—Supongo que realmente se lo cree, el pobre viejo zorro. De hecho, fue él quien intentó comprárselo a Aude. Ambos consideraban que era extraordinario. Aude lo compró del patrimonio de Armand Thomas, un galerista de París. Nunca había sido expuesto, lo cual es extraño, y tampoco ha sido expuesto desde entonces. Aude nunca se lo habría vendido a Pedro, ni a nadie, porque su madre le dijo que era lo único importante que había pintado jamás. Desconozco cómo lo consiguió Armand Thomas. —Cerró las manos sobre las cartas de su regazo—. El rapto del cisne fue uno de los pocos cuadros que quedaron tras el hundimiento del negocio de los Thomas; el hermano mayor de Armand, Gilbert, era un buen pintor, pero no un buen empresario. Se hace referencia a ellos en las cartas de Béatrice y Olivier, ya lo sabe. Siempre he tenido la sensación de que debieron de ser unos tipos bastante mercenarios. Desde luego no eran muy amigos de los pintores, a diferencia de Durand-Ruel. Claro que a la larga también ganaron mucho menos dinero. No tenían el gusto que tenía él.
—Sí. He visto dos cuadros de Gilbert en la Galería Nacional —dije—. Naturalmente, incluyendo a Leda, el que Robert atacó.
Henri Robinson asintió.
—Puede entrar a ver El rapto del cisne. Yo creo que me quedaré aquí. Lo veo varias veces al día. —Hizo un gesto hacia una puerta cerrada del fondo del cuarto de estar.
Fui hacia la puerta. Detrás de ésta había una pequeña habitación, aparentemente la del propio Robinson, a juzgar por los frascos de medicinas encima del escritorio y mesilla de noche. La cama de matrimonio tenía una colcha de damasco verde. De la única ventana que había colgaban unas cortinas a juego, y de nuevo había estantes de libros. Aquí la luz del sol era débil, y encendí la luz sintiendo la mirada fija de Henri, pero no quise cerrar la puerta entre ambos. Al principio pensé que sobre el cabecero de la cama había una ventana con vistas a un jardín, y acto seguido me pareció que era un cuadro de un cisne lo que había allí. Pero enseguida comprendí que era un espejo, colgado para reflejar el único cuadro de la habitación, que estaba en la pared de enfrente.
En este punto tengo que parar para recobrar el aliento. No es fácil hablar de El rapto del cisne. Yo había esperado que fuese bello; no había contado con que hubiera maldad en él. Era un lienzo más bien grande, de aproximadamente un metro treinta por un metro, pintado con la alegre paleta de los impresionistas. Mostraba a dos hombres con ropa de tejido basto y pelo castaño, uno con los labios curiosamente rojos. Avanzaban con sigilo hacia el espectador y hacia el cisne que, alarmado, se disponía a alzar el vuelo entre los juncos. Una inversión, pensé, del temor de Leda: ahora el cisne era la víctima, no el vencedor. Béatrice había pintado el ave con pinceladas presurosas e intensas que hacían que las mismísimas puntas de sus alas parecieran reales; era una imagen borrosa en la que el cisne se apresuraba a salir de su nido, una insinuación de hojas de nenúfar y agua gris debajo, una curva de un pecho blanco, el gris alrededor de un inmóvil ojo oscuro, el pánico del vuelo frustrado, el agua agitada debajo de un pie amarillo y negro. Los raptores ya estaban demasiado cerca, y las manos del hombre más corpulento se disponían a envolver el cuello estirado del cisne; el hombre más bajo parecía preparado para abalanzarse sobre el cuerpo del animal.
El contraste entre la elegancia del cisne y la rudeza de los dos hombres era claramente palpable a través del rápido manejo del pincel. Yo había analizado con anterioridad el rostro del hombre corpulento, en la Galería Nacional; era el rostro de un marchante de arte contando monedas, ahora excesivamente impaciente, concentrado en su presa. Si éste era Gilbert Thomas, era evidente que el otro hombre tenía que ser su hermano. Raras veces había visto semejante destreza en un cuadro, ni semejante desesperación. Quizá Béatrice se hubiese dado a sí misma treinta minutos, quizá treinta días. Le había dado muchas vueltas a esta imagen y luego la había plasmado con rapidez y pasión. Y después de eso, si Henri estaba en lo cierto, había dejado el pincel y no lo había vuelto a coger nunca más.
Debí de quedarme ahí plantado un buen rato, con la mirada fija, porque sentí que un repentino cansancio se apoderaba de mí; la desesperación que produce imaginarse otras vidas. Esta mujer había pintado un cisne, que había significado algo para ella, y ninguno de nosotros sabríamos jamás el qué. Tampoco importaba lo que había detrás de la vehemencia de esta obra. Béatrice ya no estaba y nosotros estábamos aquí, y algún día también desapareceríamos todos, pero ella había dejado un cuadro.
Entonces pensé en Robert. Nunca había estado delante de esta imagen intentando desentrañar su intenso sufrimiento. ¿O sí? ¿Cuánto tiempo se había ausentado el anciano e independiente Henri Robinson? Hasta el momento yo había visto un baño nada más, cerca de la entrada del apartamento, y aquí, dentro de la habitación, no había ninguno; el apartamento era viejo y extraño. ¿Habría Robert dejado de abrir una puerta cerrada? No… seguro que había visto El rapto del cisne; ¿por qué iba si no a regresar a Washington furioso, furia que poco después se desbordaría en la Galería Nacional? Pensé en el retrato de Béatrice que había hecho en Greenhill, en la sonrisa de ésta, en su mano sujetando una túnica de seda sobre su pecho. Robert había querido verla feliz. En El rapto del cisne abundaba la amenaza y la sensación de acorralamiento; y tal vez también la venganza. Es probable que Robert entendiera el sufrimiento de Béatrice de un modo que yo, gracias a Dios, jamás podría entender. Él no había necesitado contemplar este cuadro para entenderlo.
Entonces me acordé de Robinson, clavado en su sillón, y regresé al salón. Sabía que nunca más volvería a ver El rapto del cisne. Le había dedicado cinco minutos y había cambiado mi forma de ver el mundo.
—¡Ah…, está usted impresionado! —Hizo un gesto amplio con las manos: de aprobación.
—Sí.
—¿Cree que es la mejor obra de Béatrice?
—Eso lo sabrá usted mejor que yo.
—Ahora estoy cansado —anunció Henri; lo mismo que Caillet nos había dicho a Mary y a mí, recordé de pronto—. Pero me gustaría que viniese otra vez mañana, después de haber visto mi colección del Maintenon. Entonces podrá decirme si me he quedado con el mejor cuadro.
Me acerqué rápidamente a recibir su mano extendida.
—Lamento haberme quedado tanto rato. Será un honor volver a venir. ¿A qué hora vengo mañana?
—Duermo la siesta a las tres. Venga por la mañana.
—No sabe cuánto se lo agradezco.
Nos dimos la mano y él sonrió, revelando de nuevo esos dientes artificialmente perfectos.
—He disfrutado con nuestra charla; después de todo, tal vez decida perdonar a Robert Oliver.