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Marlow

El aeropuerto De Gaulle era más ruidoso de lo que recordaba y, en cierto modo, más grande, más frío y funcional. Sería aquí mismo donde tres años después de lo que ahora estoy narrando, llegando para una luna de miel tardía, vería la misma terminal despejada por la policía y oiría la explosión desde un lugar seguro tras unas cuantas tiendas: estaban explosionando una maleta que habían dejado en medio de una de las inmensas salas. El ruido nos traspasó los nervios, un eco de la bomba que resultó no estar dentro. Pero en el año 2000, yo tenía los nervios más tranquilos y estaba solo.

Cogí un taxi hasta el hotel que Zoe me había recomendado: allí mi habitación era poco más que una caja de cemento, con una ventana que daba al hueco de ventilación del edificio central y una cama dura y chirriante; pero estaba a un paso de la Gare de Lyon y tan sólo a unos metros de un bistró con el consabido toldo, que el dueño enrollaba por las mañanas mediante una gran manivela. Dejé mis bolsas y me fui allí para ingerir la primera de numerosas comidas, ésta increíblemente gratificante después del vuelo en avión, el café era humeante y cargado, con abundante leche. Luego volví a la caja de mi cuarto y dormí como un tronco durante una hora, incluso pese a la cafeína. Cuando me desperté, tuve la sensación de que había perdido la mitad del día. Me duché con agua caliente, gimiendo de placer; me afeité y paseé un poco por la ciudad con una guía de viaje de bolsillo.

Henri vivía en Montmartre, pero en cualquier caso no lo iría a ver hasta mañana por la mañana. A los pocos minutos de haber dejado el hotel, vislumbré las cúpulas de la Basílica del Sacré-Coeur recortadas contra el cielo. Recordaba algunos monumentos históricos de mi anterior visita, hacía unos doce o trece años. La guía me recordó que la blanca iglesia de ensueño había sido construida tras la caída de la Comuna de París como símbolo del poder del gobierno. Sin embargo, no me vi con energías para entrar a visitarla y, por el contrario, seguí paseando; el libro se quedó en mi bolsillo la mayor parte del día, excepto en una ocasión en la que me puse a mirar unas casetas de libros, junto al Sena, y me alejé mucho del hotel. El clima era húmedo, entre cálido y fresco, la luz del sol se abría paso de vez en cuando para dar brillo al agua. Lamenté no haber venido en tanto tiempo, cuando todo esto estaba a un simple viaje en avión desde Washington. Cogí una escalera que bajaba hasta el nivel del río, extendí mi pañuelo sobre la resbaladiza piedra y me senté a dibujar el barco (un restaurante bordeado de macetas de flores) anclado al otro lado.

También me moría de ganas de ver los cuadros de Béatrice de Clerval en el Museo de Orsay antes de que cerraran; los del Museo de Maintenon podían esperar hasta mañana, después de visitar a Henri Robinson. Seguí a lo largo del río hacia el Museo de Orsay; la última vez que estuve en París no lo visité, y en aquel entonces lo habían inaugurado recientemente. No intentaré describir la impresión que causa en uno el inmenso vestíbulo con techo de cristal, su colección de esculturas, el fantasma lleno de esplendor de la estación de tren que otrora prestó un servicio a la generación de Béatrice de Clerval y a otras. Era bellísimo; me quedé allí varias horas.

Primero fui a ver la obra de Monet y estar delante de Olympia, y ver su desafiante mirada, me produjo una sensación embriagadora. Entonces topé con una maravillosa sorpresa: un lienzo de Pissarro que mostraba una casa de Louveciennes en invierno. No recordaba haberlo visto nunca en ningún sitio, la casa rojiza y los sinuosos árboles cargados de nieve, la nieve bajo los pies, la mujer y la niña pequeña de la mano y abrigadas contra el frío. Pensé en Béatrice y su hija, pero este cuadro estaba fechado en 1872, años antes del nacimiento de Aude. Había, asimismo, otros paisajes invernales en la galería: de Monet y de Sisley, más de Pissarro, effets d’hiver, nieve y carros y cercas, árboles y más nieve. Vi cielos nublados sobre los campanarios de las iglesias de sus pueblos de adopción: Louveciennes, Marly-le-Roi y otros tantos… y sobre los parques de París. Al igual que a Béatrice, a estos pintores les habían fascinado sus jardines en invierno.

Junto a Sisley y Pissarro encontré dos cuadros de Béatrice de Clerval, uno era un retrato de una chica de cabellos dorados que estaba cosiendo (debía de ser la doncella descrita en las cartas). El otro era un cuadro de un cisne que flotaba con aire pensativo sobre el agua marrón, un cisne del montón, nada espectacular. Béatrice había practicado esa figura con rigor, pensé, preparándose quizá para el cuadro que vería mañana en casa de Henri Robinson. Descubrí un paisaje realizado por Olivier Vignot, una escena bucólica, unas vacas que pastaban, un prado, una hilera de álamos, nubes perezosas y fecundas. Tal vez Béatrice había respetado su obra más de lo que me había imaginado; era un cuadro hecho con pericia, aunque a duras penas innovador. La cartela lo fechaba en 1854. Béatrice, pensé, tenía tres años en aquella época.

Una vez que acabé mi recorrido, improvisé una cena a base de bistec y frites, y volví al hotel. Allí, a pesar de mis esfuerzos por leer un capítulo de una excelente crónica de la guerra franco-prusiana, dormí durante trece horas y me desperté a la mañana siguiente a una hora razonable, descubriendo una realidad igualmente razonable: que ya no era un joven mochilero.