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Marlow

Deseaba fervientemente poder llevarme a Mary conmigo a París, pero tenía clases. Por cómo rehusó, supe que no habría venido aun cuando el viaje hubiera coincidido con sus vacaciones; después de lo de Acapulco, no podía aceptar un regalo de tales dimensiones. Una vez había sido un placer, pero con dos estaría en deuda. Di con un libro sobre el Museo de Orsay, al que sabía que ella quería ir desde hacía tiempo, y ella lo hojeó lentamente.

Aun así, negó con la cabeza, de pie en mi cocina mientras su melena captaba la luz. Era un no decisivo. No era tanto un rechazo como la serena comprensión de las propias limitaciones. Estaba preparando el desayuno para los dos mientras hablábamos, un gesto sorprendentemente hogareño. Era la cuarta vez que se quedaba a dormir en mi apartamento; todavía podía contar las noches. Cuando se fue, más temprano que yo incluso (hacia el estudio o las clases de la universidad, o a la cafetería en la que le gustaba dibujar los días que tenía menos carga de trabajo), dejé la cama sin hacer y cerré la puerta de la habitación al salir para conservar su aroma. Volcó cuatro huevos y un poco de beicon en un plato, y me los colocó delante con una amplia sonrisa.

—No puedo ir contigo a Francia, pero puedo cocinarte unos huevos, por esta vez. Pero que no sirva de precedente.

Serví el café.

—Si vienes a Francia conmigo, podrás tomar esos magníficos huevos pasados por agua en pequeñas hueveras acompañados de pan y mermelada, y un café mucho mejor que éste.

Merci. Ya sabes la respuesta.

—Sí, pero ¿qué me dirás cuando te pida que te cases conmigo, si ni siquiera consigo que te subas a un avión para ir a Francia?

Mary se quedó helada. Lo había dicho con naturalidad, casi sin saber que lo iba a decir, pero ahora comprendí que llevaba semanas planeándolo. Ella estaba jugando con el tenedor. Mi obstáculo, pensé demasiado tarde, tomó la forma de un Robert Oliver repanchingado en algún sitio a mis espaldas. No fue necesario preguntarle a Mary que era lo que le mantenía la mirada fija, de nada serviría advertirle que allí no había nadie, o que el Robert que conoció había sido reemplazado por un hombre aletargado que se dedicaba a hacer bocetos desde su habitación de un psiquiátrico. ¿Le había pedido Robert alguna vez que se casara con él, aunque fuese bromeando? La respuesta, dije para mis adentros, estaba escrita en las arrugas que rodeaban la boca y los ojos de Mary, en su cortina de pelo.

Entonces se rió.

—Si he llegado hasta aquí sin casarme, doctor, ahora no necesito hacerlo. —Y me sorprendió, con esa forma suya de saber cosas que yo no pensaba que alguien de su generación sabría, con una frase de una canción de Cole Porter—: «Porque los maridos son todos un aburrimiento y no dan más que problemas».

—Bésame, Kate —dije rápidamente el título de la película, dando un manotazo encima de la mesa—. De todas formas, eres demasiado joven para casarte sin permiso de tu madre. Y no soy ningún Humbert Humbert, ningún…

Ella se rió y me salpicó unas gotas de zumo de naranja.

—No seas zalamero. —Volvió a coger el tenedor y cortó sus huevos—. Cuando tú tengas ochenta, amigo, yo tendré…

—Serás mayor que yo ahora, pero fíjate en lo joven que soy. «¡Bésame, Kate!» —exclamé, y Mary se rió con más naturalidad y se sentó en mi regazo. Pero había un eco extraño en la cocina, el nombre de Kate, la exmujer de Robert. Los dos lo percibimos sin decir nada. Tal vez para acallarlo, Mary me besó con fuerza. Entonces le di mi último trozo de beicon y así terminamos de desayunar, con Mary en mi regazo y los dos bien pegaditos para ahuyentar los malos espíritus.

Tenía un montón de cosas que hacer antes de irme de viaje, y el día antes de volar hacia París el papeleo me ocupó gran parte de la mañana. Vi a Robert a mediodía y me senté con él manteniendo el silencio habitual; no tenía ninguna intención de decirle aún que había decidido hacerle una visita a Henri Robinson. Probablemente repararía en mi ausencia, pero como él no estaría dispuesto a hacerle preguntas a nadie, yo sí lo estaba a dejar que mi paradero levantara sus sospechas.

Asimismo, había algo más de lo que tenía que ocuparme. Alrededor de las cuatro volví a la habitación de Robert, cuando sabía que él estaba en el jardín pintando. Para mi alivio, su puerta estaba abierta, con lo que no tuve la sensación de allanamiento que habría tenido en caso contrario, aunque en el pasillo miré un par de veces por encima de mi hombro. Encontré las cartas en el estante superior del armario, el fajo estaba muy bien cuidado. Sentí placer al volver a tener en mis manos los originales, como si los hubiese echado de menos sin saberlo; el papel desgastado, la tinta marrón, la caligrafía elegante de Béatrice. Quizá Robert se enfadaría cuando descubriera que no estaban, e intuiría quién se los había vuelto a llevar. Pero eso no había modo de evitarlo. Los introduje en mi maletín y salí sigilosamente.

Mary pasó la noche en mi apartamento. De pronto me desperté y me la encontré también despierta y mirándome fijamente en la semipenumbra. Acerqué una mano a su cara.

—¿Por qué no duermes?

Ella suspiró y giró la cara para besar mis dedos.

—He dormido, pero me he despertado sobresaltada. Luego me he puesto a pensar en tu viaje a Francia.

Atraje su sedosa cabeza hacia mi cuello.

—¿Qué?

—Creo que estoy celosa.

—Ya sabes que estabas invitada.

—No es por eso. No quería ir. Pero, en cierto modo, la verás, ¿verdad?

—No olvides que yo no soy…

—No eres Robert, lo sé. Pero no te puedes ni imaginar lo que fue vivir con ellos.

Me apoyé con dificultad sobre un codo para mirarla a la cara.

—¿Con ellos? ¿De qué me estás hablando?

—Con Robert y Béatrice. —Su voz era penetrante y clara, no pastosa por el sueño—. Creo que es algo que únicamente podría decirle a un psiquiatra.

—Y es algo que yo únicamente podría oír de labios del amor de mi vida. —Vi el destello de sus dientes en la oscuridad; acerqué una mano a su cara y la besé—. Tranquilízate, mi amor, y duérmete.

—Por favor, deja que la pobre muera como es debido.

—Lo haré.

Ella acomodó su frente en mi hombro y la envolví con su pelo como si fuese un amplio chal antes de que se volviera a dormir. Esta vez fui yo quien se quedó despierto. Dormido o no, pensé en Robert, en Goldengrove, en la cama un tanto pequeña para su robusta complexión. ¿Por qué había ido a Francia en aquellas dos ocasiones? ¿Había sido porque se preguntaba, al igual que yo, qué mano había pintado Leda? ¿Había hallado una respuesta? Quizá sí que hubiera sido realmente un tema demasiado delicado para una mujer de 1879 en un país católico. Si Robert creía que su propia doña Melancolía había hecho el cuadro, ¿por qué iba a atacarlo? ¿Había tenido celos del cisne por alguna razón que yo no podía comprender? Pensé en levantarme, vestirme, coger las llaves del coche y conducir hasta Goldengrove. Conocía los códigos de las alarmas, los trámites de acceso, al personal nocturno. Iría silenciosamente hasta la habitación de Robert, llamaría a la puerta, la abriría y lo zarandearía para despertarlo. Sobresaltado, él hablaría. «Me llevé una navaja al museo. La ataqué porque…».

Hundí la cara en el pelo de Mary y esperé a que se me pasara el impulso.