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Marlow

Nos pusimos de pie en el acto, pero Caillet no nos llevó directamente hasta las obras de Béatrice. Por el contrario, nos hizo un recorrido, el pausado recorrido del coleccionista que ama sus cuadros y los presenta como si fueran sus hijos. Había un pequeño lienzo de Sisley, fechado en 1894, que había adquirido en Arles, nos dijo, gratis, porque él fue el primero en autentificarlo. Había dos lienzos de Mary Cassatt, de mujeres leyendo, y un paisaje al pastel sobre papel marrón de Berthe Morisot, cinco pinceladas de verde, cuatro de azul y una pizca de amarillo. A Mary es el que más le gustó.

—¡Es tan sencillo! ¡Y perfecto! —Y había un paisaje impresionista de tal belleza que los dos nos detuvimos delante del mismo; un castillo que se erguía entre el espeso follaje, palmeras y una luz dorada.

—Es Mallorca. —Caillet señaló con un dedo romo—. La madre de mi madre vivía allí, y de pequeño solía ir a verla. Se llamaba Elaine Gurevich. No vivía en el castillo, lógicamente, pero dábamos paseos por ahí. El cuadro es suyo; fue mi primera profesora. Adoraba la música, la literatura, el arte… Yo dormía en su cama y si me despertaba a las cuatro de la madrugada, ella estaba siempre leyendo con la luz encendida. Creo que era la persona a la que más quería en el mundo. —Se alejó—. ¡Ojalá hubiera pintado más! En parte, siempre he tenido la sensación de que pinto por ella.

Había asimismo obras del siglo XX; de Kooning y una pequeña de Klee, y las abstracciones del propio Caillet y de su hermano. La obra de Pedro era sorprendentemente colorida y alegre, mientras que la de Antoine tendía a líneas plateadas y blancas.

—Mi hermano está muerto —dijo Caillet categórico—. Falleció en la Ciudad de México hace seis años. Fue mi gran amigo; trabajamos juntos durante treinta años. Estoy más orgulloso de la obra de Antoine que de la mía propia. Era una persona reflexiva y profunda, una persona maravillosa. Su trabajo me inspiró. Precisamente en unos días me voy de viaje a Roma para una exposición de su obra. Ése será mi último viaje. —Se arregló el pelo—. Cuando murió Antoine, decidí dejar de pintar. Era más honesto eso que seguir incansablemente. Algunas veces es mejor que un artista no dure demasiado. Lo que significa que ya no soy pintor. Enterré mi último cuadro con él. ¿Saben que Renoir se hizo enterrar con su pincel atado en la mano? Y Dufy.

Eso explicaba sus impecables uñas, pensé, el perfecto atuendo azul y negro, la falta de olores de un estudio. Deseé poder preguntarle qué hacía ahora con su tiempo, pero la casa, tan exquisita como su propietario, hizo que la respuesta fuera obvia: nada. Tenía el aspecto de un hombre que espera pensativo a su cita, del paciente que llega demasiado pronto a la sala de espera y no se ha traído ningún libro o periódico, pero que se niega a coger cualquiera de las atractivas revistas que hay allí. No hacer nada era, al parecer, un trabajo a tiempo completo para Pedro Caillet; se lo podía permitir, y sus cuadros le servían de silenciosa compañía. Me sorprendió que no nos hubiera preguntado nada sobre nosotros, excepto si Mary pintaba autorretratos; no parecía querer saber por qué estábamos interesados en sus antiguos amigos. Se había desprendido hasta de la curiosidad.

Ahora Caillet salió de la cueva de su salón y cruzó el umbral de la puerta amarilla y roja hacia el comedor. Aquí vimos algo diferente: tesoros del arte popular mexicano. Había una larga mesa verde rodeada de sillas azules, sobre la cual colgaba una lámpara de estaño perforado con forma de pájaro, y un aparador antiguo de madera, nada de lo cual parecía esperar invitados a cenar. Una pared estaba decorada con un tapiz bordado, de personas y animales de color magenta, esmeralda y naranja ocupados en sus tareas sobre un fondo negro. La pared de enfrente mostraba (incongruentemente, pensé) tres cuadros impresionistas y un retrato más realista a lápiz de la cabeza de una mujer, que parecía del siglo XX. Caillet alzó una mano como para saludarlos a todos.

—A Aude le gustaban especialmente estos tres óleos —comentó—, de modo que me negué a vendérselos. Aparte de eso, fui muy gentil y le vendí todos los demás, mi colección entera; que no era grande, quizás unas doce obras, puesto que Béatrice, como les he comentado antes, no pintó tanto.

Los cuadros eran extraordinarios, incluso a simple vista, la demostración de un talento impresionista discretamente soberbio. Uno de ellos mostraba a una chica de cabellos dorados delante de un espejo. Una doncella, una presencia sombría en segundo plano, le traía la ropa a la chica, o quizá se estuviese llevando algo de la habitación, o quizá simplemente la estuviese observando; había un no sé qué furtivo y quimérico en la figura algo más distante que se atisbaba en el espejo. El efecto era fascinante, sensual e inquietante. Estaba viendo en persona mi primer cuadro de Béatrice de Clerval, y cada una de las pocas obras pintadas por ella que he visto desde entonces transmite una inquietud de este tipo. En la esquina había una marca de un negro intenso, que parecía decorativa, como unos caracteres chinos, hasta que descifrabas las letras: BdC, una firma.

El óleo de mayor tamaño mostraba a un hombre sentado en un banco a la sombra de unos arbustos en flor toscamente pintados. Pensé en el jardín de las cartas de Béatrice y retrocedí un paso para verlo con más claridad, moviéndome con cuidado para no chocar con las sillas azules. El hombre llevaba un sombrero y una chaqueta abierta con un pañuelo anudado al cuello. Estaba leyendo un libro. En primer plano había una flores intensamente alegres, escarlata y amarillas y rosas, que destacaban en contraste con el verde, mientras que el hombre era una figura borrosa, relajada y equilibrada, pero mucho menos importante en la composición, pensé. ¿Había considerado Béatrice de Clerval que su marido era un elemento mucho menos decisivo que su jardín, o había simplemente envuelto su intimidad en la imprecisión?

Caillet, desde el otro lado de la mesa, confirmó algunas de mis sospechas.

—Ése es el marido de Béatrice, Yves Vignot, tal como corroboró su hija Aude. Quizá sepan que a la muerte de su madre, Aude se cambió el apellido Vignot para llamarse Aude de Clerval; una lealtad fanática, supongo, o tal vez intuyese el alcance de los logros de su madre como artista y quisiese una pizca de su gloria. Estaba sumamente orgullosa de su madre.

Anduvo hasta un extremo del comedor y se quedó allí, contemplando un pato de cerámica con velas incrustadas sin encender que había en una vitrina de estaño perforado. Mary y yo nos volvimos para examinar el tercer cuadro de Béatrice de Clerval, que mostraba un estanque de un parque, cuya superficie plana era encrespada por el viento, que alborotaba el reflejo de los árboles ondulantes proyectados sobre el agua. Este virtuoso paisaje se veía realzado por un jardín de flores en un extremo del estanque y los contornos de unos pájaros sobre el agua, incluido un cisne que desplegaba sus alas para levantar el vuelo. Era una obra sensacional; se me ocurrió que (al menos a mi modo de ver) el tratamiento de la luz sobre el agua se acercaba al de Monet. ¿Por qué dejaría de pintar una persona con semejante talento? La forma del cisne, hecho con pinceladas rápidas, era la esencia del vuelo, del movimiento repentino y libre.

—Béatrice debió de observar a muchos cisnes —comentó Mary.

—Está completamente vivo —convine. Me giré hacia Caillet, quien se había apoyado en el respaldo de una silla y nos estaba mirando—. ¿Sabe dónde fue pintado este cuadro?

—Cuando Aude me pidió que se lo vendiera, me explicó que era el Bois de Boulogne, próximo a la casa de sus padres en Passy. Su madre lo pintó en junio de 1880, justo antes de dejar la pintura. Lo llamó El último cisne; en cualquier caso, eso es lo que pone en el dorso. Es una verdadera maravilla, ¿verdad? Henri casi habría matado con tal de comprarlo para Aude. Me escribió tres veces para pedírmelo cuando ella se estaba muriendo. En la tercera carta estaba enfadado, dentro de lo que era Henri.

Caillet agitó una mano como si aquella emoción hubiese sido desechada hasta el fin de los tiempos.

—Yo creo que éste fue el último cuadro que hizo Béatrice de Clerval, aunque no puedo demostrarlo. Pero eso explicaría el título, es su último cisne, y el hecho de que jamás haya encontrado información sobre cuadro alguno con fecha posterior. Naturalmente, Henri cree que el cuadro que tiene es el último, el que se llama El rapto del cisne. Tiene una actitud muy extraña con respecto al cuadro. Es cierto que no había ningún cuadro más tardío en la primera exposición de las obras de Béatrice en los ochenta; tuvo lugar en el Museo de Maintenon, en París. ¿Estaban ustedes al tanto de aquella exposición? Yo les presté este enorme lienzo para la ocasión. A fin de cuentas… ¡qué más da! —añadió, inclinándose lentamente hacia delante con las manos sobre el respaldo de una silla—. Es un cuadro soberbio, uno de los mejores de mi colección. Se quedará aquí hasta que me muera.

No añadió qué pasaría posteriormente, y decidí no preguntárselo. En lugar de eso, señalé el retrato dibujado.

—¿Quién es? —No era una pieza del todo profesional; era un dibujo de una mujer de pelo corto ondulado al estilo de una estrella de cine de los años treinta, de ejecución un tanto torpe pero a su vez de mirada expresiva, con unos ojos llenos de vida, y boca delicada de labios finos. Daba la impresión de que la mujer miraba más que hablaba, como si hubiese decidido no decir nada, ni entonces ni después, y eso incrementaba la intensidad de su mirada. No era exactamente una mujer hermosa, pero destilaba cierta belleza y hasta fascinación; había rehusado descaradamente ser guapa.

Caillet ladeó la cabeza.

—Ésa es Aude —dijo—. Me dio el retrato cuando aún éramos amigos, y lo he conservado en su honor. Pensé que le habría gustado estar aquí junto a los cuadros de su madre. Estoy convencido de que, dondequiera que esté ahora, le gustará.

—¿Quién lo dibujó? —En una esquina del dibujo ponía 1936.

—Henri. A los seis años de conocerla. Un año antes de que yo me marchase. Él tenía treinta y cuatro años, yo veinticuatro y Aude cincuenta y seis. De modo que yo tengo su retrato de Aude y él tiene el mío; una bonita simetría. Como les he dicho, no era guapa, aunque él sí.

Caillet se dio la vuelta, como si la conversación hubiese llegado a su conclusión lógica, y si él lo quería, así sería. Los visualicé rápidamente a todos: él se había ido a México justo antes de la guerra, entonces, huyendo no sólo de problemas amorosos, sino también del inminente desastre europeo. Él era diez años menor que Henri, y a un artista veinteañero Aude debió de parecerle anciana a los cincuenta y seis (únicamente cuatro años más de los que tenía yo en la actualidad, comprendí experimentando una punzada de dolor). Pero la mujer del dibujo no parecía anciana y no se parecía a Béatrice de Clerval, si el retrato que le había hecho Vignot era fiel. No se parecía lo más mínimo, a menos que el brillo de los ojos contara. ¿Dónde y cómo habían pasado la guerra Aude y Henri? Ambos habían sobrevivido a ésta.

—Entonces ¿Henri Robinson sigue vivo? —no pude evitar decir mientras seguíamos a Caillet de regreso a su salón galería.

—Estaba vivo el año pasado —contestó Caillet sin girarse—. Me mandó una tarjeta por su noventa y siete cumpleaños. Supongo que cumplir noventa y siete le hace a uno recordar todos sus amores pasados.

Cuando llegamos de nuevo a los sofás, él no nos indicó que nos sentáramos con su amable ademán, sino que permaneció de pie en medio de la sala. Me di cuenta de que, si no me había equivocado en todos mis cálculos, él mismo tendría unos ochenta y ocho años. Apenas daba crédito. Estaba frente a nosotros, elegante, erguido, su piel tersa de color rojo oscuro, su pelo blanco grueso y peinado hacia atrás con esmero, su traje negro de corte atípico bien planchado, un hombre que se conservaba a la perfección, como si se hubiese tropezado con el regalo de la vida eterna y se hubiese cansado cortésmente hasta de eso.

—Ahora me siento cansado —anunció, aunque tenía aspecto de poderse pasar el día entero ahí plantado.

—Ha sido usted muy amable —le dije al punto—. Le ruego que me disculpe por pedirle una última cosa. Con su permiso, me gustaría escribir a Henri Robinson para pedirle más información sobre la obra de Béatrice de Clerval. ¿Hay alguna dirección que no tenga inconveniente en darme?

—Por supuesto —contestó, cruzando los brazos, el primer signo de impaciencia que había visto en él—. Ahora le consigo los datos. —Se volvió y salió de la sala, y le oímos llamar a alguien en voz baja y controlada. Al cabo de un momento regresó con una vieja libreta de direcciones, encuadernada en cuero, y el hombre que nos había traído la bandeja con las bebidas. Hubo una pequeña negociación entre ellos y el hombre anotó algo para mí mientras Caillet observaba.

Les di las gracias a ambos; era una dirección de París con un número de apartamento. Caillet la repasó leyendo por encima de mi hombro.

—Dele muchos recuerdos de mi parte… de un viejo francés a otro. —Entonces sonrió, como si estuviese evocando un recuerdo desde la distancia, y lamenté haberle pedido un favor tan personal.

Se dirigió a Mary:

—Adiós, querida. Es un placer volver a ver a una mujer hermosa. —Ella le dio la mano y él la besó respetuosamente, sin emoción—. Adiós, mon ami. —Nos dimos la mano; su apretón fue fuerte y seco, como el anterior—. Es probable que no volvamos a vernos, pero le deseo toda la suerte del mundo en su investigación.

Nos acompañó en silencio hasta la puerta principal y la sostuvo abierta; ahora no había ni rastro del criado.

—Adiós, adiós —repitió, pero en voz tan baja que apenas pudimos oírle. Me volví desde el camino y me despedí con la mano; estaba enmarcado por sus rosas y buganvillas, increíblemente erguido, atractivo, embalsamado, solo. Mary se despidió también y sacudió la cabeza sin hablar. Él no nos devolvió el saludo.

Aquella noche, mientras hacíamos el amor por segunda vez en nuestra relación (adentrándonos con más seguridad en la corriente; de la noche a la mañana nos habíamos convertido en antiguos amantes) descubrí que las lágrimas habían humedecido las mejillas de Mary.

—¿Qué te ocurre, mi amor?

—Es… por lo de hoy.

—¿Por Caillet? —supuse.

—Por Henri Robinson —dijo ella—. Por haber cuidado durante tantos años de la anciana que amaba. —Y me acarició el hombro con la mano.