Marlow
Caillet vivía en una casa con vistas a la bahía de Acapulco, en una calle de villas adosadas que quedaba por encima del alcance del agua. Era un barrio de elegantes casas de adobe apiñadas entre adelfas, y de paredes de estuco adornadas con buganvillas. Abrió la puerta un hombre con bigote y chaqueta blanca de camarero. Cruzada la puerta del jardín de Caillet, otro hombre, éste con camisa y pantalones marrones, regaba con esmero la hierba y un naranjo. Había pájaros en las ramas y rosas que trepaban por los postigos de la casa. Mary, de pie a mi lado vestida con su falda larga y blusa clara, estaba mirando a su alrededor (el colorido, seguro) alerta como un gato, su mano descaradamente en la mía. Yo había telefoneado a Caillet esa mañana para cerciorarme de que contaba con mi visita, y añadí que esperaba que no le importase que fuera con una amiga pintora, a lo que él accedió con gravedad. Por teléfono, su voz era afable y profunda, con un acento que me pareció francés.
Ahora se abrió la puerta que había entre las flores y salió un hombre a recibirnos; el propio Caillet, pensé al instante. No era alto, pero su porte inconfundible. Llevaba puesta una chaqueta nehru negra encima de una camisa azul oscura y sostenía un puro encendido en una mano, de tal modo que el humo ascendía por el umbral de la puerta envolviéndolo. Tenía el pelo blanco e hirsuto, la piel del color del ladrillo, como si con el paso de los años el sol mexicano le hubiese dado un aspecto de misteriosa dureza. De cerca, su sonrisa era auténtica, su mirada oscura se desvaneció. Nos dimos la mano.
—Buenos días —saludó con la misma voz de barítono, y besó la mano de Mary, pero prosaicamente. Acto seguido sostuvo la puerta abierta para dejarnos entrar.
El interior de la casa era muy fresco; había aire acondicionado y las paredes eran gruesas. Caillet nos condujo desde el recibidor de techo bajo por puertas pintadas de vivos colores hasta una espaciosa sala con columnas. Allí me puse a mirar con estupefacción los cuadros de las paredes, cuya calidad saltaba a la vista. El mobiliario era moderno y sobrio, accidental, pero esos cuadros estaban colgados en filas de cuatro o cinco desde la altura de la cintura hasta el techo, un caleidoscopio. Abarcaban un amplio abanico de estilos y épocas, desde unos cuantos lienzos que parecían daneses o flamencos del siglo XVII hasta formas abstractas y un inquietante retrato que yo estaba convencido de que era de Alice Neel. Pero el tema dominante era el Impresionismo: prados soleados, jardines, álamos, agua. Era como si hubiésemos cruzado el umbral que separaba a México de Francia y accedido a un universo diferente. Naturalmente, algunos de los cuadros que nos rodeaban podrían haber sido de la Inglaterra o California del siglo XIX, pero a simple vista tuve la sensación de que estábamos ante el patrimonio cultural de Caillet, lugares que quizás él mismo hubiese conocido y por los que hubiese paseado; tal vez ésa fuera la razón por la que había coleccionado aquellas imágenes.
Percibí que Mary se movía. Se había girado y estaba delante de un enorme lienzo colgado junto a la puerta por la que habíamos entrado. Mostraba un paisaje invernal, nieve, arbustos dorados bajo su peso cremoso, la orilla de un río, la superficie de éste helada con una pátina plateada y grietas de agua de color aceituna claro; unas pinceladas y capas de pintura que me resultaban familiares, un blanco que no era blanco, dorado, lavanda, el nombre y la fecha en gruesas letras y números negros en la esquina inferior derecha. Un Monet.
Busqué con la mirada a Caillet, que estaba tranquilamente de pie junto a su sofá minimalista al tiempo que (cosa sorprendente) el humo de su puro se desplazaba a la deriva entre todos estos tesoros.
—Sí —dijo, aunque yo no había preguntado nada—. Lo compré en París en 1954. —Su acento era áspero, la voz subyacente sonora y suave—. Costó muy caro, incluso entonces. Pero no me he arrepentido siquiera un solo instante. —Nos indicó con un ademán que nos sentáramos junto a él sobre la tapicería de lino gris claro. En el centro había una mesa de cristal con cierta planta espinosa en flor y un libro de arte: Antoine et Pedro Caillet: une rétrospective double. La cubierta satinada mostraba dos cuadros verticales, radicalmente distintos entre sí en la forma y el color, pero reproducidos uno al lado del otro en un díptico forzado; reconocí en ellos los estilos de algunos de los cuadros abstractos de la sala. Anhelé coger el libro y hojearlo, pero no quise parecer arrogante, y ahora el hombre de la chaqueta blanca estaba trayendo una bandeja repleta de vasos y jarras, hielo, limas, zumo de naranja, una botella de agua carbonatada y un ramillete de flores blancas.
El propio Caillet nos preparó los refrescos. Había empezado a parecerme casi tan callado como Robert Oliver, pero obsequió a Mary con el ramillete de flores.
—Para que las pinte, joven. —Pensé que eso haría saltar a Mary, que es lo que le habría pasado, si yo le hubiese dicho algo semejante. Por el contrario, sonrió y acarició las flores en su regazo enfundado en negro. Caillet tiró la ceniza del puro golpeteándolo en un cuenco de cristal que había encima de la mesa. Aguardó mientras su empleado cerraba las persianas de un lado de la sala, dejando a oscuras la mitad de los cuadros. Por fin, se volvió a nosotros y habló.
—Querían ustedes información sobre Béatrice de Clerval. Sí, yo tuve algunas de sus primeras obras y, como quizás hayan leído, sólo pintó en su juventud. Se cree que dejó de pintar a los veintiocho años. Ya saben que Monet pintó hasta los ochenta y seis y Renoir hasta que tuvo setenta y nueve años. Picasso, naturalmente, trabajó hasta que falleció a los noventa y uno. —Señaló a sus espaldas una serie de cuatro corridas de toros—. La mayoría de los artistas no deja de pintar. De modo que, como ven, el caso de Clerval fue extraño, claro que entonces las mujeres no encontraban tanto apoyo. Ella tenía muchísimo talento. Podría haber sido una de las grandes. Era tan sólo un poco más joven que los primeros impresionistas; once años menor que Monet, por ejemplo. Figúrense… —Presionó la colilla de su puro contra el cuenco de cristal. Sus uñas parecían arregladas; jamás había visto una mano tan perfecta en un anciano, y menos aún en un pintor—. Habría sido una artista importante, como Morisot y Cassatt, de no haberse puesto trabas a sí misma. —Se volvió a reclinar.
—Ha dicho que tuvo algunas de sus obras. ¿Ya no las tiene? —No pude evitar echar un vistazo alrededor de la cavernosa sala. Mary también la estaba escudriñando.
—¡Oh, tengo algunas! Vendí la mayor parte en 1936 y 1937 para pagar mis deudas. —Caillet se arregló el pelo de la coronilla. No parecía lamentar esta decisión en absoluto—. Le compré sus cuadros a Henri Robinson… que aún vive, por cierto. En París. No hemos mantenido el contacto, pero hace muy poco vi su nombre en el artículo de una revista. Sigue escribiendo sobre literatura, muebles y filosofía. Filosofía y curiosidades. —De haber sido la clase de hombre que resopla, habría resoplado.
—¿Quién es Henri Robinson? —pregunté.
Caillet me miró fijamente unos segundos, a continuación bajó la mirada hacia el cactus de Navidad, o lo que fuese, que había entre nosotros.
—Es un magnífico crítico y coleccionista de arte, y fue amante de Aude de Clerval hasta que ésta murió. Aude era la hija de Béatrice. Le dejó a Henri el que seguramente fue el mejor cuadro de Béatrice, El rapto del cisne.
Yo asentí, esperando que continuara, aunque en el material que había consultado hasta ahora no había visto mención alguna de esta obra. Pero Caillet parecía haber vuelto a caer en un profundo silencio. Al cabo de un momento, empezó a rebuscar en el bolsillo interno de su chaqueta y por fin extrajo otro puro, éste pequeño y delgado, como un hijo del primero. Una búsqueda más exhaustiva tuvo como resultado un encendedor de plata, y sus viejas manos maravillosamente arregladas pasaron por el ritual completo de encendido ahuecando la mano. Le dio una calada y el humo se alejó de él formando volutas.
—¿Conoció usted a Aude de Clerval en persona? —pregunté al fin. Estaba empezando a preguntarme si obtendríamos de este hombre elegante algo más que la más elemental de las informaciones.
Caillet volvió a reclinarse y apoyó un brazo sobre la otra mano.
—Sí —respondió—. Sí, la conocí. Me robó a mi amante.
Un larguísimo silencio siguió a esta sugerente declaración, durante el cual Caillet fumó lentamente y Mary y yo evitamos mirarnos. Pensé en decir algo que no pusiera en peligro nuestra investigación y acabé por recurrir a mis tácticas profesionales.
—Eso debió de ser muy duro para usted.
Caillet sonrió.
—¡Oh! En aquel momento fue duro, pero eso es porque yo era joven y pensaba que aquello tenía importancia. En cualquier caso, Aude de Clerval me caía bien. A su modo, era una mujer maravillosa, y creo que hizo feliz a mi amigo. Y también hizo posible que él me comprara aproximadamente la mitad de mi colección, y eso hizo posible que mi hermano y yo… —señaló el catálogo de museo de encima de la mesa—… pintáramos. Así que la vida lo va compensando todo. Aude quería los cuadros pintados por su madre que yo había comprado, especialmente El rapto del cisne. Lo tuve en mi propiedad nada más un tiempo; procedía de la venta de la finca parisina de Armand Thomas, el menor de los hermanos Thomas.
Caillet golpeteó el cenicero con su purito.
—Aude creía que ése era el mejor cuadro de su madre y también el último, aunque no estoy seguro. Podría decirse que todo el mundo tuvo lo que quiso. Pero Aude murió en 1966, así que Henri ha tenido que vivir durante años sin ella. Por lo visto tanto Henri como yo estamos condenados a ser longevos. Él es incluso mayor que yo, el pobre. Y Aude era veintidós años mayor que él. El homosexual y la vieja dama; formaban una pareja curiosa. El corazón no envejece, sólo la mente. —Pareció tanto rato sumido en estos pensamientos que empecé a preguntarme si consumía sustancias, aparte del tabaco y el tequila, o si simplemente había caído en los silencios propios de quien vive solo.
Esta vez fue Mary la que interrumpió su ensoñación, y su pregunta me sorprendió.
—¿Hablaba Aude de su madre?
Caillet le lanzó una mirada, su rubicundo rostro alerta, recordando.
—Sí, algunas veces. Le explicaré lo que recuerdo, que no es mucho. La traté solamente poco tiempo, porque después de que Henri se enamorara de ella, yo me fui de París y me vine aquí, a Acapulco. Verán, me crié aquí. Mi padre fue principalmente un ingeniero francés y mi madre era una profesora mexicana. Recuerdo que Aude dijo un día que su madre había sido una gran artista toda su vida. «Nadie deja de ser artista», nos dijo. Y yo le rebatí que un pintor que deja de pintar ya no es un pintor. Lo que importa es el acto de pintar. Sí, estábamos en una cafetería de la rue Pigalle. En otra ocasión nos dijo que su madre había sido la mejor amiga que había tenido en la vida, y lo cierto es que aquello pareció dolerle a Henri. La propia Aude no pintaba, únicamente se dedicó a coleccionar las obras de su madre. Después de comprármelo a mí, custodió con celo El rapto del cisne, una tradición que me imagino que el pobre Henri habrá continuado, ya que el cuadro jamás ha aparecido en ningún sitio ni jamás se ha escrito nada sobre él, que yo sepa. Creo que a Henri le gustaba Aude porque era muy completa, consumada, tan parfaite. Ella sola se bastaba. Él era medio inglés también (por sus abuelos paternos), siempre fue un poco el forastero, y Aude era total y absolutamente francesa. Y tal vez él quiso demostrarle que podía tener un último amigo en la vida. Vivieron la guerra juntos, en una situación de terrible penuria. Él le fue fiel hasta el final. Ella tuvo una muerte lenta.
Caillet golpeteó su purito y apuntó con éste hacia el techo con una mano levantada. Estaba claro que podía hablar largo y tendido una vez que arrancaba.
—A juzgar por el pequeño retrato realizado por Olivier Vignot, Aude no fue exactamente una belleza como su madre; quiero decir que Béatrice de Clerval era una belleza. Pero Aude era alta, tenía un rostro interesante… lo que en francés llaman jolie laide, era fea un instante y fascinante al siguiente. Yo mismo la pinté una vez, a poco de conocerla. Ese cuadro se lo quedó Henri. No suelo pintar retratos y no creo en los autorretratos. —Se dirigió a Mary—. ¿Usted pinta autorretratos, madame?
—No —contestó ella.
Caillet la miró fijamente durante un rato más, con una mejilla descansando en su mano, como si ella fuese una emisaria de una tribu que él otrora hubiera estudiado. Entonces sonrió de nuevo, y una ternura indulgente transformó de tal manera su rostro que me sorprendí a mí mismo pensando, sin venir al caso, que habría sido un abuelo de lo más cariñoso; eso dando, naturalmente, por sentado que no era realmente abuelo.
—Pero han venido para ver los cuadros de Béatrice de Clerval, no a un viejo mexicano y parlanchín. Vengan, se los enseñaré.