1879
Aquella noche, a la luz de la vela de su habitación, ella contempla un libro hasta tarde, sin ver, sin comprender. Cuando el reloj de abajo da la medianoche, se cepilla el pelo y cuelga la ropa en las perchas del armario. Se pone su camisón de recambio (el mejor, con sus diminutos volantes fruncidos en el cuello y las muñecas, y sus millones de pliegues cubriéndole los senos) y se anuda encima la bata. Se lava cara y manos en la palangana, se pone sus silenciosas zapatillas bordadas en oro, coge su llave y apaga la vela. Se arrodilla junto a la cama y reza una breve oración en conmemoración de la gracia que perderá, pidiendo perdón por adelantado. Perversamente, es a Zeus a quien ve cuando cierra los ojos.
Su puerta no rechina. Cuando intenta abrir la de Olivier al final del pasillo, descubre que no está cerrada por dentro, lo que le da seguridad y acelera los latidos de su corazón; al entrar, la cierra con sumo sigilo y echa el pestillo. Él también ha estado leyendo, en la silla junto a la ventana vestida con cortinas, con una vela sobre el escritorio. Su rostro es vetusto, su aspecto fugazmente cadavérico bajo la austera luz, y ella reprime el impulso de regresar a su habitación. Entonces la mirada de Olivier encuentra la suya, y es serena y suave. Lleva puesta una bata de color escarlata que ella no ha visto nunca. Cierra su libro, apaga la vela y se levanta para abrir un poco las cortinas; ella entiende que ahora podrán verse el uno al otro al menos vagamente con la luz de las farolas de gas que se cuela desde la calle, sin ser observados desde el exterior. Ella no se ha movido. Él se acerca a ella y le pone con suavidad las manos en los hombros. Busca su mirada en la penumbra.
—Amor mío —susurra Olivier. Luego susurra su nombre.
La besa en la boca, empezando por una de las comisuras. Se abre un paisaje ante ella que resquebraja su miedo y su inseguridad, un camino soleado de algún lugar que él debe de haber recorrido años antes de que ella lo conociera, posiblemente años antes de que ella naciese, un camino bajo sicómoros que se pierde en el horizonte. Él besa sus labios, milímetro a milímetro. Ella le pone a su vez las manos sobre los hombros, y bajo la seda sus huesos son nudosos, como el mecanismo de un reloj bien fabricado o una rama de un árbol majestuoso. Olivier bebe de su boca, saborea la juventud que hay en ésta, vierte en la cavidad de su interior las cosas que el amor le ha enseñado décadas antes de este momento, tirando una diminuta piedra en el pozo.
Cuando ella está jadeando, él se yergue, le desabrocha el camisón empezando por la perla de más arriba y mete su mano ahuecada y tierna, retirándolo con suavidad sobre sus hombros y dejando que se deslice por su cuerpo hasta el suelo. Por unos instantes, ella teme que esto sea simplemente otra clase de anatomía para él, hombre de mundo, titán del pincel, amigo de modelos. Pero entonces le acaricia la boca con una mano y desciende la otra lentamente, y ella repara en el brillo, en el rastro que el agua salada ha dejado en su rostro. Él es quien está mudando de piel, no ella; él es a quien ella consolará en sus brazos casi hasta el amanecer.