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Marlow

Cenamos en una mesa próxima al bar del vestíbulo, en el lateral abierto del edificio, donde podíamos oír los azotes de las olas que apenas divisábamos y ver las frondas de las palmeras cocoteras ondeando. La brisa vespertina se había convertido ciertamente en un viento que las sacudía y hacía susurrar de tal modo que el ruido era tan persistente como el sonido del océano, y de nuevo pensé en Lord Jim. Le pregunté a Mary qué estaba leyendo, y ella me habló de una novela contemporánea de la que yo no había oído hablar, una traducción de un joven escritor vietnamita. Aparté la atención de sus palabras y la dirigí hacia sus ojos, curiosamente ocultos por el parpadeo de nuestra vela, y hacia su estrecho pómulo. Los camareros del bar se estaban encaramando a un taburete para encender las antorchas de un par de recipientes de piedra que estaban a mayor altura que las copas y las botellas, con lo que el bar parecía un altar de sacrificios; un resultado espectacular, maya o azteca, obra de algún diseñador.

Vi que también Mary había desviado su atención, aunque no había parado de hablarme de los vietnamitas que en la novela emigraban por mar del país para huir del comunismo, y reparé en que sólo había otra pareja cenando cerca de nosotros y tres niños divirtiéndose con un guacamayo escarlata que se acicalaba las plumas, posado en una rama a varios metros de distancia. Los turistas entraban y salían al viento: un hombre en silla de ruedas, empujada por una mujer más joven que se inclinaba hacia él para decirle algo, una familia que lucía un pelo brillante y paseaba por los alrededores, echando un vistazo a las fuentes apagadas de color turquesa y al quisquilloso pájaro.

Al ver todo esto, me sentí dividido en dos: medio fascinado por la presencia de Mary (el vello claro de sus brazos a la luz de la vela, y el otro más fino incluso, prácticamente invisible, a lo largo de su mejilla) y medio hipnotizado por la novedad de este lugar, sus olores y espacio reverberantes, la gente que estaba de paso… y se dirigía hacia ¿qué placeres? Pocas veces había estado yo en un lugar destinado enteramente al placer; en realidad, mis padres no habían creído en semejantes vivencias ni en gastarse dinero en ellas, y mi vida adulta había girado casi por completo en torno al trabajo, con alguna que otra escapada edificante o excursión al campo para pintar. Esto era diferente, en primer lugar por la suavidad del viento, el lujo que había por doquier, los olores a sal y palmera, pero también por la ausencia de arquitectura centenaria o parques estatales, de algo que observar o explorar, de justificación; era un lugar exclusivamente destinado a la relajación.

—Todo esto es para rendir culto al océano, ¿verdad? —dijo Mary, y me di cuenta de que había interrumpido la descripción de su novela para acabar mi propio pensamiento. Me quedé sin habla; tenía un nudo en la garganta. La sincronización de nuestros pensamientos era pura coincidencia, pero me entraron ganas de abalanzarme sobre la mesa y besarla, de llorar casi… ¿y por qué? Quizá por la gente que había conocido, que ya no estaba viva y que se estaba perdiendo esto, o por todos aquellos que no eran yo en ese momento, que no eran mi yo más afortunado, con todo ese futuro que, al parecer, se abría ante mí.

Asentí, esperando transmitirle mi prudente aprobación, y comimos en silencio. Durante varios minutos, los sabores de la guayaba y la salsa y el exquisito pescado acapararon mi atención, pero seguí observando a Mary, o dejando que ella me observara. Me vi a mí mismo como si al otro lado del bar hubiese un espejo: había rebasado un poco la flor de la vida; tenía los hombros anchos pero ligeramente encorvados, mi pelo era todavía grueso pero empezaba también a encanecer, la tenue luz hacía más pronunciadas las arrugas que iban desde las aletas de mi nariz hasta las comisuras de mi boca, mi cintura (oculta por la servilleta de lino) estaba todo lo estrecha que podía conservarla. Llevaba mucho tiempo viviendo en armonía con este cuerpo al que había exigido poco, únicamente le había pedido que me llevase y trajese del trabajo y lo había sometido a un poco de ejercicio varias veces por semana. Lo vestía y lo lavaba, lo alimentaba, le hacía tragar vitaminas. Dentro de una o dos horas lo dejaría en manos de Mary, eso si ella aún quería que lo hiciese.

Al pensar en esto me recorrió un escalofrío, primero de placer: sus dedos en mi cuello, entre mis piernas, mis manos sobre sus senos, de los que tan sólo conocía su impreciso contorno a través de su blusa. Luego un escalofrío de pudor: mis años desenmascarados por la luz de la mesilla de noche, mi larga carestía de amor, mi posible e inesperado gatillazo, su decepción. Tuve que desechar de mi mente la imagen de Kate, y la imagen de Robert, que se superponía a la de cada una de ellas: Kate y Mary. ¿Qué hacía yo aquí, con la segunda pareja de Robert? Pero ahora Mary era algo distinto para mí; era ella misma. ¿Cómo no iba a estar aquí con ella?

—¡Madre mía! —exclamé en voz alta.

Mary alzó la vista hacia mí mientras se llevaba el tenedor a los labios, sobresaltada, su cortina de pelo le cayó hacia delante sobre un hombro.

—No es nada —dije. Ella, serena, incondicional, bebió agua. La bendije en silencio por no ser la clase de mujer que constantemente te pregunta en qué estás pensando. Entonces se me ocurrió que a mí me pagaban muy bien por hacerle a la gente exactamente esa pregunta todo el día; sonreí a regañadientes. Mary me estaba mirando con evidente desconcierto, pero no dijo nada. Era una persona que ni siquiera quería saberlo todo, lo cual hizo que sintiera una oleada de cariño hacia ella; vivía en su propia burbuja, tenía una hermosa timidez natural.

Después de cenar subimos juntos arriba sin hablar, como si nos hubiesen arrebatado las palabras; no me atreví a mirarla durante los segundos que tardé en abrir la puerta de nuestra habitación. Me pregunté si debería esperar en el pasillo mientras ella utilizaba el cuarto de baño, y entonces decidí que sería más incómodo preguntarle si prefería que me quedase fuera que entrar con ella. De modo que entré tras ella en nuestro espacio compartido y me eché en la cama completamente vestido, con un ejemplar del Washington Post que alguien se había dejado allí, mientras ella se duchaba tras la puerta cerrada del baño. Cuando salió, llevaba puesto uno de los albornoces proporcionados por el hotel, blanco y grueso, y el pelo mojado colgaba sobre éste. Tenía cara y cuello sonrojados. Nos quedamos los dos inmóviles, mirándonos fijamente el uno al otro.

—Yo también me daré una ducha —anuncié, tratando de doblar mi periódico y luego tratando de dejarlo en la cama con naturalidad.

—Muy bien —convino ella. Habló con voz tensa y fría.

«Se arrepiente de esto —pensé—. Se arrepiente de haber accedido a venir, de verse en esta situación conmigo. Ahora se siente atrapada». Y me sentí repentinamente incómodo, mala pata; allí estábamos los dos y tendríamos que pasar por ello, poniendo a mal tiempo, buena cara. Me levanté sin intentar volver a hablar con ella y me saqué los zapatos y los calcetines; mis pies me parecieron miserablemente escuálidos sobre la alfombra de color claro. Extraje mi neceser de la maleta mientras ella se desplazaba hacia el rincón de la habitación para dejarme pasar al cuarto de baño. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que esto funcionaría? Al entrar cerré la puerta sin hacer ruido. El hombre del espejo probablemente tuviese otro defecto: que no era Robert Oliver. Pues bien, ¡Robert Oliver podía irse también a freír espárragos! Me desnudé, obligándome a no apartar la vista del cerco de musgo plateado de mis pechos. Por lo menos había mantenido la línea y mis músculos flexibles, pero ahora ella jamás los tocaría; al fin y al cabo, no había ninguna necesidad de pasar por ello. No habría un antes y un después en la historia de Mary. Había sido una estupidez pensar en intentarlo.

Me lavé bajo el chorro de la ducha con el agua tan caliente que dolía, enjabonándome los genitales, aunque lo más probable es que ella no los tocara. Me afeité mi mentón maduro meticulosamente frente al espejo y me puse el otro albornoz de baño del hotel. («¡Si le gusta nuestro albornoz, llévese uno a casa! Pídalo en la tienda del vestíbulo». Y luego te daba un infarto al saber el precio en pesos). Me cepillé los dientes y me peiné el pelo tras secarlo con una toalla. Además, a estas alturas era imposible que dejase entrar a nadie en mi vida, de una forma seria; eso estaba claro. Empecé a preguntarme cómo cualquiera de los dos podría conciliar el sueño después de no hacer el amor. Quizás estuviese aún a tiempo de pedir una habitación individual para mí; le cedería a ella la cama de matrimonio, me llevaría la maleta y la dejaría descansar sola y tranquila. Deseé que pudiéramos acordar esta separación de habitaciones, y lo que sea que conllevara, sin pelearnos, con dignidad y civismo. En el momento oportuno le diría que, si optaba por irse antes de Acapulco, lo entendería. Una vez que hube decidido esto yo solo y tras apretar el puño de una mano durante un par de segundos para sosegar mi respiración, pude abrir la puerta del baño lamentando únicamente abandonar mi refugio lleno de vaho para iniciar semejante conversación.

Para mi sorpresa, la habitación estaba a oscuras. Durante unos instantes, pensé que ella misma habría solucionado el asunto trasladándose a otro cuarto, y entonces vi el brillo tenue de una silueta en un rincón; Mary estaba sentada en el borde de la cama, justo fuera del alcance de la luz procedente del baño. Su pelo era tan oscuro como la habitación y el contorno de su cuerpo desnudo, borroso. Apagué la luz del lavabo con los dedos rígidos y di dos pasos hacia ella antes de pensar en quitarme mi propio albornoz. Lo tiré sobre la silla del escritorio, o donde me pareció que estaba la silla, y llegué hasta Mary con pasos titubeantes. Aun entonces, no me sentí lo bastante confiado para extender mis manos hacia ella, pero noté que Mary se levantaba para ir a mi encuentro, de modo que el calor de su aliento se acercó a mi boca y el calor de su piel entró en contacto conmigo. Comprendí que había sido un témpano, que había sido un témpano de hielo durante años. Como dos pájaros, sus manos se posaron en mis hombros fríos y desnudos. A continuación llenó lentamente todas las demás carencias: mi boca muda, el espacio hueco de mi pecho, mis manos vacías.

Empecé por primera vez a dibujar la anatomía humana en un curso con George Bo, en la Art League School; dediqué una larga temporada a hacer dos veces ese curso y luego otro para aprender a pintar el cuerpo humano, porque me di cuenta de que los retratos que estaba intentando pintar jamás mejorarían, a menos que aprendiera los músculos que había debajo de la cara, el cuello, los brazos y las manos. En clase dibujábamos músculos, sin cesar, pero al final los cubríamos de piel; sobre esas fibras largas y lisas, sobre los músculos que nos permiten andar y agacharnos y estirarnos, dibujábamos piel. Hay muchas cosas del cuerpo que ni siquiera una persona observadora sabe, muchas cosas escondidas en todos nosotros.

Cuando empecé a estudiar anatomía en calidad de artista, años después de haberla estudiado en medicina, me pregunté si esta nueva perspectiva volvería a hacer que viese la carne humana con frialdad. Naturalmente, no fue así. Conocer los músculos que dan lugar al hoyuelo que hay a cada lado de la base de la columna no ha disminuido mi deseo de acariciar dicho hoyuelo, y lo mismo ocurre con el modo en que la propia columna vertebral divide la larga espalda de forma impecable. Sé dibujar los músculos flexores de la cadera que permiten que la cintura se incline hacia un lado y otro, si bien en la mayoría de mis retratos no los necesito, porque me gusta mostrar a mis sujetos del esternón hacia arriba para concentrarme en los hombros y el rostro. Pero también conozco bien ese hueso, y los músculos que salen de él, y la clavícula con su ligera ondulación y forma de gancho, y la carne suave que hay entre ellos. Cuando lo necesito, puedo dibujar correctamente los músculos tensos del muslo que sostiene el tronco, el largo tramo desde la rodilla hasta el glúteo, el abultamiento firme hacia el interior de la pierna. Los pintores muestran los músculos a través de la piel, a través de la ropa, pero también pintan algo más, algo escurridizo e inmutable a la vez: la emoción del cuerpo, su calor y realidad pulsátil, su vida. Y, por extensión, sus movimientos, sus suaves sonidos, la corriente de emociones que surgen y nos inundan cuando nos aman lo suficiente como para olvidarnos de nosotros mismos.

Rayando el alba, Mary apoyó la cabeza en mi cuello y se durmió; y yo, acunando todo su ser con mis brazos anteriormente vacíos, también me dormí enseguida, con mi mejilla contra su pelo.